jueves, 26 de mayo de 2016

Concurso literario #amanecer

Es de agradecer que, de vez en cuando, se promocionen oportunidades como la que hoy nos ocupa. Gracias a Zenda y patrocinado por Iberdrola, nos encontramos ante un concurso literario con un amplísimo abanico de posibilidades. Pocas son sus restricciones:

    1. El relato debe contener la palabra amanecer.
    2. La extensión del mismo debe estar comprendida entre cien caracteres y mil palabras.

Y bien, un servidor ha decidido participar con varios relatos. Como soy hombre dado a dilatarme en la escritura, el relato con menos extensión de los seis que he presentado, ocupa 512 palabras, por las 994 del más largo de ellos.

Quedan presentados a continuación.

Un saludo.


Amanecer #6

El rocío perlaba su cuerpo, y una valiente gota descendió por él, coqueteando, flirteando con el deseo de caer e impactar contra la tierra que aguardaba a menos de veinte centímetros. Pareció advertir el peligro que conllevaba, pues la gota, súbitamente, refrenó su ímpetu y trató de detenerse al percibir el verde tallo. Ya era tarde, sin embargo, pues la aventura que ahora trataba de evitar había dado comienzo. Resignada, reanudó su descenso, sin la velocidad de segundos atrás, pero con convicción y osadía renovadas. Finalmente alcanzó su objetivo, y se fundió con una tierra a la que dotó de una humedad conciliadora.
El tulipán, herido su orgullo, trató de conservar el resto de sus refrescantes gotas. Parecían estar en calma, un sueño apacible, y apenas una o dos emprendían a moverse a cada fracción de tiempo. Orgulloso, hinchió sus pétalos anaranjados y observó a sus hermanos. Quizás alguno fuera más alto, otro más hermoso, o tuviera una tonalidad más resplandeciente. Pero él se complacía al despertar cada mañana, sintiéndose uno más en un majestuoso campo de tulipanes.
Pasados varios minutos, llegó el preciado momento de cada día. Vivía por y para contemplar un nuevo amanecer, rodeado por su familia. El lejano lucero comenzó a abrirse paso en el horizonte, y no había rastro de nube alguna que osara impedir su contemplación. Sin embargo, había algo diferente. El habitual olor que la naturaleza les cedía, que ellos mismos proferían, estaba invadido hoy por otro desconocido, desagradable sin duda. Un elemento inefable eclipsó el Sol, todavía lejano, allá en el horizonte. La superficie comenzó a vibrar descontroladamente, cuestionando toda existencia que pudiese estar sosteniendo.
Eran ellos.
Había oído hablar de los humanos. Haciendo y deshaciendo a su antojo, eran el terror de todo ser vivo que se encontrase en su camino. En la lejanía, comenzó a verlos, semejantes todos ellos, en una fila cuyo fin no podía vislumbrar. Vestían todos igual, e incluso su paso era el mismo, monótono, uniforme, marcial. Pese a la distancia, el tulipán comprendió que ya estaban sembrando la destrucción a su paso, pues con su invasión provocaban el caos en su familia. El sonido aumentaba a cada segundo, hasta convertirse en insoportable, y la distancia que se interponía entre ellos menguaba con celeridad. El retumbar del suelo provocó que sus gotas, sus preciadas gotas, cayeran aterrorizadas, impactando con violencia en la tierra.

Desgraciadamente, pudo observar con mayor cercanía a los humanos. Eran cientos, pero el tulipán prefirió centrarse en uno de ellos. Quizá no fuera ése su inminente ejecutor, sin embargo, no le importaba. Se fijó en los extremos inferiores del humano. Esas eran las armas con las que estaban causando la devastación, y supo que ahí se encontraba el peligro real. El hombre portaba entre sus brazos un objeto negro, en apariencia pesado, terminado en punta y con apariencia amenazadora. En el fondo, el tulipán estaba intrigado por la naturaleza de tal elemento, pero el tiempo se le acabó, y su señalado verdugo, tan certero como implacable, lo aplastó, convirtiendo un precioso amanecer en una despiadada sangría.



Amanecer #5

El camarero terminó de servir el vino con la habilidad de quien lo hace a diario, se inclinó ligeramente hacia ella y, tras unas palabras de cortesía, se marchó con presteza. Nuestras miradas se cruzaron, y ella sonrió con timidez. Acto seguido, bajó la cabeza, avergonzada. Varios de sus tirabuzones cayeron descontrolados con el gesto, y ocultaron su ruborizada tez.

-Tengo algo que preguntarte –se atrevió a decir.
-Dispara.
-¿Te gusto? –inquirió, alzando de repente unos ojos que suplicaban una respuesta afirmativa.
La sorpresa debió traslucirse en mi expresión, y ella continuó hablando.
-Son varias las veces que nos hemos visto, y en ningún momento te he visto acercarte a mí más de la cuenta.
-Y ¿eso te parece malo?
-No… Sólo es que -titubeó-… Estoy tan acostumbrada a lo contrario, a tener que frenar la situación…
-Yo no tengo prisa, Iris. Estoy dispuesto a caminar a la velocidad que tú quieras marcar.

La cuestión es que llevábamos tan sólo dos semanas de constantes citas, en las cuales la confianza, al principio inexistente, fue abriéndose paso con cada sonrisa, con cada roce involuntario de manos o con cada gesto avergonzado. Yo, por supuesto, ardía en deseos de besarla, pero mi plena fe en el futuro de esa relación me apaciguaba. Al parecer, mi calma era la causante de su nerviosismo, y no podía reprimir una cierta sensación de euforia al verme con semejante poder en mis manos.
Ella pasó uno de sus mechones rubios por detrás de su oreja, un gesto que me cautivaba, y todavía insatisfecha, continuó su interrogatorio.

-¿Cómo puedes tener esa seguridad en ti mismo?
-¿En mí mismo? –pregunté, sorprendido- No te equivoques, cariño. En nosotros.

Ambos nos sonrojamos. Era la primera vez que la llamaba cariño. Sonreímos ante tal circunstancia y continué hablando, tratando de quitar hierro al asunto. Lo empeoré todavía más:

-Mira, te lo voy a explicar. ¿Dónde te ves dentro de cuarenta años?
-Pues… No sé, no me he parado a pensarlo.
-Te lo diré yo. Dentro de cuarenta años, estarás conmigo. Estaremos sentados en una mecedora, contemplando cada amanecer de la mano. Al lado habrá un olivo, o quizá un roble, eso ya lo discutiremos. Nuestros nietos corretearán por ahí, y yo te sonreiré a cada segundo que pase.
Su semblante enmudeció. Había hablado demasiado, supe de inmediato. Estaba completamente seguro de haberla espantado.

Sin embargo, han pasado cuarenta años desde aquel día. Y no, desgraciadamente Iris no está a mi lado. La entrada de mi casa la ocupan dos mecedoras, y paso cada día pensando en ella, pues hace ya dos años que me dejó a causa del cáncer. El resto de mi augurio sigue vigente, pues un olivo custodia nuestro hogar, y a unos metros, nuestros nietos saltan y juegan a voluntad.

Así pues, soy un hombre feliz por haber conseguido cuanto quería en mi vida. Iris no se halla en cuerpo, pero sí en alma. Cada mañana me siento en una de las mecedoras, mientras la otra permanece vacía. Tengo sesenta y dos años, y planeo pasar el resto de mis días contemplando el amanecer, tal como le dije, tal como le prometí.



Amanecer #4

“¿Por qué tengo tan mala suerte?”
Eso se preguntaba Pierre al mirar a través de la rendija de un armario.
Llevaba meses sin robar, tratando de alejarse de la tentación de ganar dinero a costa de los demás. Sí, se le daba bien, y sí, vivía mejor gracias a esos hurtos continuados, pero su pareja, Ingrid, lo instó a abandonar la práctica. Ahora que esperaban un niño, tenía que ser un hombre de bien.
“Es un regalo”, le había dicho André cuando le ofreció la oportunidad. “La pareja se va de viaje a Estados Unidos y dejan la casa desierta durante dos semanas. Él es ingeniero, y ella médico. ¿Te imaginas lo que puedes encontrar en esa casa?” Por supuesto, Ingrid no sabía nada. Había accedido sin contárselo, para así eludir el enfado.
Había entrado en la vivienda sin esfuerzo alguno, pues el sistema de alarma era de lo más básico, y el blindaje de la puerta brillaba por su ausencia. Apenas había comenzado a mirar algunas pertenencias, reflexionando sobre qué llevarse y qué no, cuando escuchó la puerta de la entrada principal, en el piso inferior. Afortunadamente, él se encontraba arriba, en la habitación de matrimonio. Sopesó sus opciones. Descartó la opción uno, saltar por la ventana, pues la caída era alta, y haría mucho ruido. La opción dos era tratar de entrar en otra habitación, para bajar por las escaleras cuando la pareja entrase en la propia. La ruidosa ascensión de los dueños le señaló que esta opción ya no era válida. La tercera y última opción, cliché por antonomasia, era el armario. Suspiró. No tenía tiempo para otra cosa, y con desaliento, entró en él.
Apenas tenía espacio, y tenía que abrazar sus propias rodillas, agazapado, para no abrir involuntariamente la puerta. Los pantalones y camisas del propietario rozaban su cabeza, molestando a conciencia. La pareja hizo acto de aparición en la estancia, aparentemente abatida.

-Te dije que esa aerolínea tenía mala crítica –criticó ella.
-Lo sé, no hace falta que me lo repitas cien veces.
-Ahora tenemos que esperar seis horas para salir, y vamos a perder la excursión de mañana.
-No te preocupes, ¿recuerdas que teníamos un día libre al final del viaje?
-Sí.
-Mañana llamaré para que nos muevan la excursión a ese día.
-¿Puedes hacer eso? No creo que te hagan ese favor.
-Ya lo creo que lo harán. Y si no, tendré que seducir a la operadora –sonrió él, acercándose a su mujer.
-¿Ah sí? Y ¿qué te hace pensar que mantienes tus dotes de seducción, Jacques? –preguntó ella, flirteando.
-No sé, conozco a alguien que siempre cae ante mi tentación.

Pierre estaba abochornado. Iba camino de tener que observar  a una pareja haciendo el amor, en lugar del robo rápido que había planeado. Estaban en plena noche, e Ingrid no tardaría en preguntarse dónde se encontraba. Presto, quitó el sonido a su teléfono, detalle que acabaría por salvarle.
Jacques estaba despojando de la blusa a su mujer, botón tras botón, sin ningún resquicio de premura. Ella hacía lo propio con la cremallera del pantalón ajeno, y con gráciles movimientos, ambos se encontraron en plena desnudez en apenas un minuto. Comenzaron a devorarse y retozar en la cama, y Pierre tuvo que dejar de mirar ante la excitación. Desde la concepción del bebé, Ingrid y él no habían hecho el amor, y sintió, durante unos minutos, una amarga envidia por la pareja que lo acompañaba. Solamente una frase de ella, pasados unos instantes, consiguió henchir su orgullo de nuevo.

-¿Otra vez? ¿Qué te pasa?
-Lo siento… -se excusó Jacques, bajando no sólo la cabeza.
-Podemos dar por perdida la excursión.

Pierre no pudo reprimir una carcajada. Se tapó la boca y abrió los ojos al máximo, temiendo haberse descubierto. Sin embargo, la desazón de la pareja seguía tal y como estaba unos segundos atrás. Ambos se taparon con la manta, y sin mediar palabra, durmieron a pierna suelta.
Pasadas unas horas, se despertaron, se vistieron, y cargaron las maletas que habían traído la noche anterior. Se marcharon de nuevo.
Pierre salió del armario, estiró sus entumecidas piernas, y se dispuso a marcharse también. “¿Y si… Todavía me da tiempo a llevarme algo”.

Decidió no tentar a la suerte. Tal como había llegado, salió de la casa, y el amanecer le dio la bienvenida. Arrancó su coche y puso rumbo a su casa. Le esperaba una buena reprimenda de Ingrid, pero se propuso que el de Jacques fuera el único gatillazo de esa jornada.



Amanecer #3

Ésta es una historia de superación.
Yo, Felicia Braun, llevo encerrada más de dos días. Podría ser uno o tres, pues he perdido la noción del tiempo. No sé si es de día o de noche, y también desconozco el motivo por el que aquí me hallo. De hecho, no recuerdo nada del momento de mi secuestro.
Cuatro son las paredes que se interponen ante mi libertad, y una sencilla pero gruesa puerta, sin barrote alguno para poder mirar, es la única vía por la que podría escapar, pues la estancia también carece de ventanas. La oscuridad es la dueña de mis últimas horas, y siento cómo mis fuerzas flaquean, ya que solamente me han servido una escueta comida durante todo mi cautiverio.
En alguna ocasión me ha parecido escuchar algún sollozo lejano; quizá haya más chicas encerradas al igual que lo estoy yo. Las respiraciones ante mi puerta tampoco son extrañas, y me he acostumbrado a acercarme para escucharlas, aunque sólo sea para sentir vida humana cerca de mí. Quizá me esté acercando a mi secuestrador, motivado sexualmente por mí, o por alguna otra de sus presas. Pero entonces, ¿por qué no entra y me viola? ¿Por qué no saciar su sed, y poner fin a ese deseo? Prefiero no pensarlo, y quedarme tal como estoy.
Sin embargo, mi instinto no se rinde. Cuando escucho esas respiraciones, trato de empatizar, y susurro frases a quien se halle al otro lado. “No me dejes morir” o “todavía estamos a tiempo” son las que más repito, pero no sé si mi estrategia es la adecuada. Ni siquiera sé si hay alguien tras la puerta, pues posiblemente todo sea producto de mi imaginación.
Las horas pasan, y sigo divagando. Pienso en mis padres, y en mi novio Ernest. ¿Qué será de él? ¿Habrá acudido en mi rescate? ¿Habrá avisado a las autoridades? Lo imagino llamando a mi teléfono, y encontrando el silencio como única respuesta.
Vuelven las ilusiones, en caso de serlo, y por segunda vez desde el fin de mi libertad, la puerta se abre. Lenta y pesadamente, pero con decisión. Cuarenta y cinco grados de apertura, y ninguna figura se atisba tras la oscuridad. ¿Será esta mi oportunidad? ¿Quién ha abierto la puerta?
Avanzo sigilosamente, con temor y precaución. Quizá sería mejor salir corriendo sin más, aprovechando el efecto sorpresa, pero el pánico me impide moverme más rápido de lo que lo hago. Atravieso el umbral de la puerta, y desde detrás, alguien me coloca con firmeza un saco en la cabeza.

-¡No! –grito, y trato de sacudírmelo.

Durante la agitación, mi codo impacta en una cabeza, y tras un aullido de dolor, saco el obstáculo que me impide ver. Hago un reconocimiento rápido de la situación. La penumbra sigue reinando, pero a pesar de ella distingo una sala redonda, en la que hay una escalera hacia la salvación y otras cinco puertas como la que me recluía. ¿Qué hago? Si trato de liberar a los demás rehenes, perderé una preciosa ventaja. Si no lo hago, condenaré a quien se halle tras las puertas a un destino fatal.
Quizá algún día me juzguen por abandono, pero mi egoísmo actúa por mí, e instintivamente corro hacia la escalera, la cual recorro a grandes zancadas. En el piso superior, una clara ascensión señala mi vía de escape. Sin embargo, no avanzo ni un metro, ya que desde unos metros atrás, escucho claramente la voz de mi padre.

-¡¡Felicia!!

¡No! En ningún momento ha pasado por mi cabeza que el resto de mi familia pueda estar en las demás salas, y ahora he desaprovechado la oportunidad de salvarles. El amor fraternal me hace girar sobre mis pasos, a sabiendas de que el secuestrador estará preparado en esta ocasión.
Temerosa, bajo los escalones de puntillas, lentamente, en contraste con la anterior ocasión. Asomo tímidamente mi cabeza, y escucho un susurro.

-Ven aquí, cariño, tu padre te está llamando.
Reconozco esa voz.
-¿Ernest?
-Sí, mi amor, aquí estoy.

Ahora lo recuerdo.
Recuerdo el último momento de consciencia antes de encontrarme aquí. Me encontraba con Ernest en mi habitación, viendo una película.

-¿Tú nos has hecho esto? –pregunto horrorizada.
-¿Por qué no? ¿Sabes la cantidad de dinero que me van a dar por liberar a tu familia? No creo que deba recordarte quién es tu padre. He pedido un rescate al gobierno.
-¿Esa fue tu intención desde el principio?
-La verdad es que no. Al principio me gustabas. Me gustas, de hecho. Tal vez cuando todo esto acabe podamos retomarlo donde estaba.
-Tal vez –mentí.
Ernest rio estruendosamente.
-No está mal, casi me lo creo.
-¿Por qué me has abierto la puerta?
-Tenía ganas de jugar.
-Pues te has llevado un buen golpe.
-Me has sorprendido, la verdad. No volverá a pasar.

Avanza a grandes zancadas, y con un par de ellas me alcanza. Mi relación con Ernest apenas existe desde hace dos meses, y lo que él desconoce son mis cualidades en defensa personal. Mi padre insistió en mi niñez en ese aprendizaje, pues él estaba ascendiendo en su carrera política y se estaba convirtiendo en una persona de poder. Ocho años después de la última lección, propino esa patada para la que tanto tiempo me he preparado. Mi empeine impacta en la corva de la pierna de Ernest, cuyas rodillas caen al suelo. Sin bajar la pierna, vuelvo a golpear, esta vez en su cabeza, a una altura mucho más asequible ahora. Cojo las llaves que guarda en su bolsillo, y abro las puertas tras las cuales mis padres están recluidos.
Juntos, subimos las escaleras y recorremos el camino hasta una puerta. Miro por el ventanuco situado a la altura de mis ojos, y veo la claridad del amanecer en un bosque. Abro la puerta.
Afuera, un hombre, a buen seguro compañero de Ernest, está terminando de sacudir su miembro tras orinar. Se gira. Nos ve.
Lo dije, ésta es una historia de superación.
Corro a por él. 



Amanacer #2

Su respiración se hacía más y más entrecortada a medida que transcurrían los minutos. Quién sabe si trataba de aferrarse a la vida en última instancia, o si tal vez estuviera sufriendo alguna pesadilla. Mi mano sostenía la suya, la acariciaba, mostrando en todo momento un apoyo que jamás le brindé como debía.
Tras casi dos décadas de separación, hacía tan sólo un año que mi padre y yo nos habíamos otorgado el mutuo perdón, sin nada que reprochar. Fue un trato injusto, lo sé. Yo no tenía nada que perdonar, y a él le faltaban dedos en ambas manos para enumerar los engaños y traiciones a las que le había sometido. Finalmente, resultó ser verdad que un padre es capaz de perdonar todo a su hijo, y afortunadamente para mí, estábamos viviendo una nueva etapa, un nuevo amanecer para nuestra relación, en el que habíamos dejado todo atrás.
Sin embargo, la alegría había durado poco, y a la edad de ochenta y dos años, Francis se encontraba exhalando sus últimas bocanadas en la situación más usual, pero menos agradable; postrado en la cama de un hospital.
El intermitente sonido de la máquina que le mantenía con vida llenaba un espacio que nos recordaba que el fin estaba cerca, que nuestro tiempo en compañía se estaba agotando. Mi padre se removía, inquieto. Nunca había sido capaz de permanecer diez minutos inactivo, y era un hábito que no iba a cambiar ahora.
Alternaba momentos lúcidos con otros de alucinaciones. En algunos gritaba mi nombre, sumido todavía en la época de discusiones y desavenencias; en otros momentos imploraba a mi madre que no le abandonase; de vez en cuando apretaba con renovado ímpetu mi mano. En ningún instante descansaba, pese a los tranquilizantes suministrados por el personal médico, y ya fuera de manera consciente o en sueños, su ceño fruncido pugnaba por solventar sus problemas. Un fiel reflejo de lo que había sido su vida.
Por mi parte, los remordimientos por mis pecados de juventud volvían a visitarme después de meses de tregua. Dos habían sido los mayores desaires perpetrados hacia mis progenitores, y ambos los cometí al mismo tiempo. Rondando la treintena, me presenté en el hogar de mi infancia, el cual no había pisado en muchos años, no pidiendo, sino exigiendo, una suma de dinero que necesitaba para pagar mis deudas. Mis padres no se negaron, simplemente quisieron conocer la historia que me había llevado a tal situación. Con el dinero en la mano, les dije que no tenían por qué saber nada, y que no tardaría en devolverles el dinero.
Tardé. Vaya si tardé. De hecho, todavía no he saldado esa deuda, algo que esperaba poder hacer en un par de meses más. Sólo un par de meses más…

-Sergio… -se escuchó en un hilo de voz.
-Sí, papá.
-No tienes porqué llorar –hablaba con los ojos cerrados, pero parecía consciente, sereno.
-De acuerdo –me enjugué las lágrimas y lo miré con atención-. ¿Cómo te encuentras?
-Bueno, he estado mejor –rio-, pero al menos estás aquí.
-Tarde, como siempre. Debí haber vuelto hace años.
-Para mí es suficiente –acompañó su consuelo con un aumento de la presión de su mano-. Quiero decirte una cosa.
-Te escucho.
-No quiero que te atormentes por lo que ocurriera en el pasado. Para mí, lo más importante es que hayas vuelto conmigo. Este último año me ha llenado de felicidad.
-Gracias, papá –asentí-. Lo intentaré.

El silencio imperó durante unos segundos en la estancia. Sólo esa máquina perturbaba el momento. De nuevo la máquina.
Mi padre rompió el silencio al fin.

-Hijo, quiero pedirte un último favor.
-Lo que sea –afirmé.
-¿Seguro?
-Por supuesto.
-Desenchufa la máquina –susurró.
-¿Qué? –yo, sin embargo, grité.
-Me he cansado de estar aquí, inútil, sin nada que hacer –sentenció mi padre-. ¿Cuánto tiempo más tengo que estar postrado, siendo un mueble?
Francis miraba a ambos lados, temeroso de que alguien hubiese escuchado mi grito.
-No digas eso –le dije-. Te mereces cada segundo de vida que puedas aguantar.
-Pero no quiero aguantar más. Quiero irme, buscar a tu madre. Seré más feliz, te lo aseguro.
-No me hagas esto, papá. Es un delito, no puedo hacerlo.
-Tienes razón. En ese caso –cambió de estrategia-, acércame el cable y vete. Ve a tomar un café, media hora, y estarás absuelto de toda culpa.

No podía ser verdad lo que me estaba pidiendo. Mi padre siempre había sido un hombre fuerte, luchador, y había dado la cara ante todo. No podía ser que esa persona quisiera desprenderse de su vida de esa manera. Pensé también que había un punto de egoísmo en su petición. Ahora que yo había reconducido mi vida, él me empujaba a delinquir, a asesinar, después de lo que me había costado no cruzar la línea de lo ilegal. Pero ¿quién, si no él, iba a tener derecho a pedirme tal cosa?
Me levanté con lentitud. Vi un halo de ilusión aflorar a sus ojos. Di la vuelta a la cama, y miré el cable. Era inquietante que, con un mínimo gesto, pudiera arrebatar la vida a una persona. Miré a mi padre, y él me devolvía la mirada, suplicante. Besé su frente y cerré los ojos, mientras una solitaria lágrima volvía a corretear por mi mejilla. Unos segundos después, abandoné la habitación.

-¡Sergio! –escuchaba a mi espalda- ¡Vuelve! ¡El cable!

Me acerqué a la enfermera, y le comuniqué las intenciones de mi padre; ella corrió hacia su habitación y le suministró una nueva dosis del calmante que, con esfuerzo, conseguía apaciguarlo.
Continué mi camino, y pese a haber hecho lo correcto, sentí cómo mi padre, en lo más profundo de su pensamiento, volvía a considerarme un traidor.



Amanecer #1

-¡Maldición! –exclama Rober- ¡Esta chatarra se ha vuelto a parar!
-Vaya novedad –le digo yo-. Sólo es la tercera vez en cuatro días.

Las ruedas del trasto disminuyen su velocidad con cada círculo que describen, y nos vemos obligados, una vez más, a bajar y empujarlo. La pendiente es ascendente, y solamente somos dos ladrones que llevan más de un día sin probar bocado. Ah, sí, se me olvidaba: desde ayer también somos asesinos, y en el maletero hay un cadáver, por lo que el coche pesa más todavía.

-¿No te dijo ese mecánico que lo había arreglado? ¿Que ya no se iba a recalentar? –pregunto.
-Cuando lo vea…
-Sin embargo… Ahora no sale humo del capó.
-Es verdad –admite Rober-. Tiene que ser otra cosa.
-Nuestros conocimientos no son muy amplios, que digamos –mientras pronuncio las palabras, veo que la expresión de mi compañero enmudece de pánico-. ¿Qué pasa?
-¿Cuánto tiempo hace que no echamos gasolina? –pregunta con un hilo de voz.
-¿Cuánto? ¡Ayer te dije que lo hicieras tú! ¡Justo al salir del taller!
-Por lo menos, ya sabemos qué es lo que le pasa al coche.

Pienso en meter a Rober en el maletero con el otro, pero me contengo. No me conviene tener dos cadáveres a mi espalda, a la vez que un coche sin gasolina en una inhóspita carretera del extrarradio cartaginés.
La última gasolinera que recuerdo debe estar a unos cien quilómetros de distancia, en la dirección que menos nos interesa. Sin embargo, recuerdo un cartel que rezaba combustible y comida unos quilómetros hacia adelante.

-Quédate aquí con el coche. Voy a por gasolina –informo.
-¿Me vas a dejar solo? ¿Y si viene la policía?
-¿Cómo va a venir la policía ahora? Son las cuatro de la mañana y estamos en una carretera de mala muerte.
-Yo no me quedo solo aquí –refunfuña él-. Vamos los dos.
-No podemos dejar el coche aquí.
-Entonces empujaremos.

Pongo los ojos en blanco a causa de la exasperación, suspiro y accedo al requisito del imbécil que me acompaña. Desde luego, soy un lince reclutando compañeros de andanzas. Una hora después, el sudor baja a raudales por nuestra frente, y los músculos están a punto de estallar por la presión a la que los sometemos. Paramos a descansar, a lo lejos se pueden apreciar unas luces, las de nuestro destino, con toda seguridad. Quizá en veinte minutos más lo alcancemos.
No hablamos. No estoy de humor, y Rober se siente avergonzado, se ve a la legua. Me levanto para seguir empujando, y él imita mis movimientos. Apenas hemos avanzado cincuenta metros cuando unas luces nos llaman la atención a nuestra espalda.
Las luces son azules, y dan vueltas sobre el techo de un vehículo.

-¡Nos han pillado! –dice- ¡Corre!
-¡Cállate! –ordeno, y él obedece, quedándose de piedra- Déjame hablar a mí, y borra esa expresión de pánico de tu cara.
-Vale.
-Y date prisa, antes de que baje de su coche, borra esa marca de sangre del maletero.
-¿Cómo?
-¡Con lo que sea! Con tu camisa, por ejemplo –veo asomar una duda a sus ojos-. ¡Vamos!

Me giro, y un solo agente se apea con parsimonia de su coche. Se le ve claramente contrariado por tener que ejecutar su labor, y tener que reprender o, seguramente, multar a dos civiles que andan empujando un coche por el arcén de una carretera.

-Buenas noches –saluda mientras ajusta la altura de sus pantalones.
-Buenas noches, agente –atajo yo con la más servil de mis sonrisas-. Discúlpenos, pero la aguja de la gasolina de este coche no funciona, y nos ha hecho la jugarreta de dejarnos en la estacada. Pero como ve, tenemos la gasolinera a sólo unos metros. Sentimos haberle importunado.
-Saben que les puedo multar por haberse quedado sin combustible, ¿verdad?

Su oronda figura circula alrededor de nuestro vehículo, pausadamente, creyendo que  todo lo sabe. Da un par de golpecitos con su porra en el maletero, inconsciente del delito que éste oculta. ¿Es el olor de la muerte lo que percibe mi olfato? El cadáver lleva más de diez horas ahí encerrado, no sería extraño que la podredumbre estuviera mostrando sus cartas. No, seguro que es mi imaginación.

-Sí, señor agente, lo sabemos. Comprenderá que no era nuestra intención tener que empujar el coche durante quilómetros hasta llegar a la gasolinera –trato de explicar.
-Bueno… Como ya están cerca de su destino, lo dejaremos pasar –el policía finge hacernos un favor-. Voy a cotejar la matrícula del vehículo con la central, y después podrán irse.

Al policía no le gustaría saber que el coche es robado, y mucho menos que su dueño, un tal Eusebio Gámez, está pudriéndose en su propio maletero, de modo que tengo que improvisar.

-¿Qué le parece, señor agente, si nos ahorramos esa formalidad que usted tanto detesta, y nos ayuda a empujar el coche hasta la gasolinera? Al fin y al cabo, si el coche fuera robado, nosotros habríamos tratado de escapar al verle, ¿no es así?

Finjo mi carcajada más auténtica y despreocupada, y tras un momento de incertidumbre, la cuerda no se tensa lo suficiente, y la vagancia puede con el ánimo del agente de la ley.

-Hagamos lo siguiente –sonríe él-. Nos vamos a ahorrar la formalidad, como usted dice, pero no les voy a poder ayudar a empujar el coche, tengo otro aviso que atender.
-Lo entendemos, agente –asiento-. Tiene otros ciudadanos a los que servir.
-Así es –dice, calzándose la gorra-. Que tengan buenas noches.
-Lo mismo le deseo.
-Ah, y cuando lleguen a la gasolinera, cómprele una botella de agua a su amigo, parece inquieto.
-No se preocupe, es la adrenalina de estar empujando tanto rato el coche –contesto mientras me despido con la mano.

Cuando el policía se aleja, los destellos del amanecer sobre el cristal de su coche me deslumbran, de modo que me pongo las gafas de sol.