Mi alimento son las letras - #historiasdelibros
Érase una vez una
joven alma que se alimentaba de letras, palabras y páginas. Un niño cuyas
historias transcurrían entre aventuras jamás imaginadas, entre lances
improbables e historietas fantasiosas. Mientras sus amigos se enfangaban
peleando por un balón, él humedecía su dedo índice para pasar página y devorar
unas líneas más.
Volvió a elevar la
posición de sus gafas que, como siempre, coqueteaban con descender por el
puente de la nariz. No hubiera sido la primera vez, y mamá le había puesto
remedio ciñendo una pequeña cuerda al extremo de las patillas, de manera que el
riesgo de rotura estuviera controlado. Apretó los bordes del libro con vigor y
se movió inquieto sobre el banco, cambiando con nerviosismo el apoyo de sus
nalgas sobre la madera, puesto que la trama de la novela juvenil alcanzaba su
punto álgido, y el desenlace que se aproximaba se estaba presentando tan
emocionante como incierto.
Era el primer tomo
que sus manos sopesaban, y se trataba de un regalo que su padre le había
entregado un par de años atrás. Él, receloso, no lo había apreciado hasta la
semana anterior, cuando la añoranza de la figura paterna le había hecho soplar
sobre el lomo de la novela, provocando que las miles de partículas de polvo se
marchasen enardecidas en busca de un nuevo inquilino.
“Una historia que
te atrapará”, rezaba la contraportada. La frase estaba situada a unos
milímetros de la boca de un dragón que escupía fuego, a modo de reclamo para el
intrépido lector, y ahora, muchas páginas después, encontraba el atractivo que
vocales y consonantes eran capaces de ofrecer con la simple mezcla de unas con
otras. Ese dragón era su mayor inquietud ese momento, y no tenía intención de frenar
el voraz recorrido de sus pupilas hasta conocer el desenlace que las últimas
páginas terminarían por confesar.
Sin embargo,
detuvo su avance y cerró el libro, con un solo dedo a modo de recordatorio del
punto en que se encontraba. Observó la primera página, en la que papá había
escrito una solitaria frase dedicada a él: “saborea cada momento de una novela,
puesto que nunca tendrás otra primera vez para leerla”. Acarició los trazos
anárquicos de las letras que su progenitor había escrito para él, que formaban
un mínimo relieve por la presión que el bolígrafo había ejercido sobre el
papel. Sus dedos danzaron por el título de la novela, sobre la tapa y también
en relieve, y esbozó una sonrisa agradecida a su padre, al que no tardaría en
ver. Ardía en deseos de abrazarle y reconocer lo tonto que había sido al no
apreciar semejante regalo, y se prometió que ese sería el primero de los muchos
libros que devoraría en el futuro.
Su espíritu era
inmune a la brisa con la que el viento le obsequiaba, e ignoró el lento divagar
del sol, que de este a oeste circulaba de manera cansina por el mismo sendero
que recorría a diario. Vagamente fue consciente de las horas que iban quedando
atrás, de cómo el ocaso volvía a vencer a una nueva jornada, y de cómo la
oscuridad dificultaba la tarea de unos ojos que bregaban contra el cansancio
acumulado por multitud de vivencias en tercera persona. Cuando, unas horas más
tarde, el día finalizaba poniendo un nuevo punto y aparte, nuestro pequeño
héroe cerraba los ojos, al igual que había hecho con su libro, con una amplia
sonrisa que vestía un semblante rebosante de felicidad.