domingo, 8 de diciembre de 2019

¡Hay que rejoderse!

Hoy retomo las labores de reseñador después de más de dos meses. El poco tiempo disponible duele a la hora de leer, y también a la de reseñar. Además, influye el hecho de que no suelo publicar reseñas de sagas y trilogías que no he terminado, pero el caso de hoy es una clara excepción. Hoy vamos a hablar de Sarna con gusto, firmada por César Pérez Gellida.

No es un secreto que admiro la forma de escribir de este juntaletras que está haciendo de Valladolid la capital del mundo. Con él, tengo una extraña sensación: leer sus novelas me apasiona, pero me baja al suelo como escritor, puesto que, aunque me veo capaz de compararme con casi cualquiera (modestia aparte), la prosa de César es tan profunda y variada que alcanza un nivel superior. Esto quizás pueda atascar a algún lector esporádico, puesto que sus textos no son todo lo livianos que otros, pero al lector asiduo, y por supuesto a mí, le fascina por completo.

Sarna con gusto es la cuarta entrega de su inspector fetiche, Ramiro Sancho, y la primera parte de la segunda trilogía protagonizada por el mismo. Después de Versos, canciones y trocitos de carne y sus primeros tres asaltos, en los que el inspector pelirrojo se enfrentó a Augusto Ledesma, ahora leyenda del crimen, en este cuarto episodio, Sancho tendrá que volver de su exilio para afrontar una tesitura diferente: el secuestro de Margarita, una joven de familia pudiente. Nos reuniremos con personajes familiares como los Peteira, Matesanz, Garrido o Botello, sobre todo Erika Lopategui y Olafur Olafsson, y conoceremos otros interesantes como el de Sara Robles.

La música, marca de agua de la primera trilogía de Gellida, vuelve a estar presente en esta nueva entrega, pero en esta ocasión aumenta su variedad, al darnos muestras de dos puntos de vista diferentes, y con gustos obviamente diferentes.

Me quedo con la mosca detrás de la oreja después de leerla, puesto que estaba convencido de que algún rastro del pasado terminaría coleando después de la primera trilogía. Sí, hay una subtrama que nace como consecuencia del pasado de Ramiro Sancho, unos sicarios religiosos que revolotean y van a por Erika y a por él, pero fue tan grande la huella dejada por Augusto Ledesma, que te genera esa psicosis sobre el regreso imposible del asesino que ya está criando malvas. Después de leer esta novela, y aunque todo parte de mi imaginación, no creáis que las tengo todas conmigo.

Sabéis que no soy yo de reseñas interminables cuando hablo sobre escritores reconocidos. No me gusta destripar (al menos, no argumentos), y prefiero que sea el lector quien descubra todo lo que la novela tiene que ofrecer. Os diré que Sarna con gusto es un libro más que trabajado, con el sello característico de César. Tiene una trama profunda, giros de guion que cumplen su función, sus escenas te mantienen en tensión y te estremecen en algunos puntos, y la historia te sorprende en cada nuevo capítulo. Todo esto conducido a través de un lenguaje amplio y en una lectura que no te descoloca en ningún momento.

No voy a decir más.

Tenéis que leerlo.

Aquí os voy a dejar el enlace de compra en Amazon: Sarna con gusto

viernes, 25 de octubre de 2019

¡Publico con Editorial Titanium!

Este mes no tenemos, de momento, entrada a modo de relato ni reseña. Probablemente no la haya. Pero sí voy a aprovechar para anunciaros, como ya hice a través de redes sociales, que en 2020 voy a publicar mi tercera novela. Todavía no os puedo adelantar nada sobre ella, tened paciencia, pero sí os puedo confirmar que ¡la publicaré de la mano de Editorial Titanium!

Nos espera un 2020 cargado de literatura, presentaciones y grandes emociones.



Pero eso no es todo: dentro de muy poquito voy a hacer otro anuncio igual de importante. Tendréis que estar atentos a mis redes sociales si os queréis enterar los primeros:

Twitter: @escritorllorden
Instagram: @llordenbrota

Para cerrar esta entrada de anuncios, os dejo el enlace a la página web de Editorial Titanium, para que echéis un ojo a mis nuevos compañeros y os vayáis familiarizando con el lugar donde estará mi tercera novela ↻

martes, 17 de septiembre de 2019

Relato: Después de una y mil vidas

Año 347 a. C.
Egipto
Rebelión 

Una lágrima solitaria se desprendió desde un rostro carente de expresión. Había surcado la mejilla, con delicadeza, aumentando o reduciendo su velocidad en función de lo escarpada que estuviese la superficie que recorría. Finalmente, separó su cuerpo líquido de la lívida piel humana y saltó hacia donde pudo. La mala suerte quiso que su aterrizaje se produjese sobre un enorme charco escarlata que se expandía sin pudor alguno. De esta manera, la gota cristalina se fusionó con un infinito ejército de sangre, formando una mezcolanza de sufrimiento y maldad. Sabah, la causante material de todas esas maldades, se erguía unos pasos más allá, puñal en mano, presenciando su primer asesinato con una expresión conmocionada. Tenía apenas diecinueve años, y por fin había dado rienda suelta a aquellos deseos irrefrenables que pugnaban en su interior desde mucho tiempo atrás. Un sol inclemente era el único testigo de un episodio liberador, y la joven esclava no tuvo más que arrastrar el cadáver unos metros más allá para que las aguas del Nilo la ayudasen a concluir el trabajo. Sabía que la ausencia de un cuerpo no sería suficiente para salvarse. Era consciente de que, cuando fuese encontrada en soledad, sin estar acompañada de su amo, los cabos serían atados y ella también surcaría el cauce de ese río que circulaba a su izquierda, y con total probabilidad en las mismas condiciones en las que lo estaba haciendo su propietario, quien ya se alejaba dejando una mancha rosácea, una estela difusa como testimonio de su paso. Escuchó pasos a su espalda. Ya llegaban. Sabah había actuado movida por un impulso, sin un plan, sin raciocinio que la guiase, y la consecuencia iba a ser una muerte violenta sin opción de justificarse. Tampoco tenía razón para hacerlo, ni tan siquiera una pequeña sensación que la empujase a arrepentirse. Solamente hubiera cambiado las formas de llevar a cabo sus actos. Con un plan, ella podría haberse salvado. Lástima que fuera tarde. 


Año 53 d. C. 
Roma
Brotes de crueldad 

Hacía años que el decoro le había abandonado, pero Valerio no podía reprimir el impulso de ocultar su desnudez de la forma más disimulada posible. Estaba totalmente prohibido, puesto que todo aquel que se personase debía poder ver sus músculos, el vello que poblaba ese cuerpo lavado para la ocasión, sus genitales y cuanto quisieran. A fin de cuentas, estaba a la venta, y el cliente potencial tenía que saber qué mercancía estaba comprando. El soporte seguía girando. Una especie de exposición que lo exhibía a él y varios esclavos más. Escrutó a su alrededor y supo que sería de las piezas más cotizadas. Suspiró. Dos vidas, dos esclavitudes. Tardó años en caer en la cuenta de que el espíritu de Sabah, aquella esclava egipcia que asesinó a su amo, habitaba el cuerpo de Valerio, también esclavo, en este caso en Roma. Vivió una niñez de constantes pesadillas, intranquilas, en las que las muertes se sucedían. Algunas eran recuerdos. Otras, supuso, sueños. No fue hasta la adolescencia cuando reparó en algunos gestos, propios de Sabah, que Valerio repetía de manera involuntaria. La posición al dormir, las mismas inquietudes respecto a sus instintos violentos… Entonces comenzó a recordar. Unió las vivencias de una y otra vida, y supo que se trataban de la misma. 
Un destino maquiavélico había querido que, pese al amplio catálogo de opciones de aquella reencarnación, la rueda del azar le volviese a adjudicar el papel de esclavo. La amargura de siglos atrás se unió a la contemporánea, y un agrio sentimiento de venganza se iba fraguando en su interior. Valerio se prometió que, en esta ocasión, lo haría bien. No actuaría por un arrebato de furia sino que, si de verdad estaba dispuesto a asesinar a Braulio, su propietario, lo haría de tal manera que pudiese salir exitoso de la experiencia. La muerte de un amo podía derivar en libertad para un esclavo y, si conseguía llevarlo a cabo del modo adecuado, tendría la oportunidad de labrarse un digno porvenir.
Desgraciadamente, aquella ocasión se había echado a perder la semana anterior. Había tratado de ocultar sus intenciones, adquiriendo el veneno en una oportunidad que había tardado semanas en surgir. Lo había comprado en nombre de su amo, puesto que no había otro modo de hacerlo para un esclavo. Tardó unos días en actuar, movido por un espíritu piadoso quizás, o por una cautela innecesaria. Una vez logrado el objetivo, y en caso de que se descubriese el motivo del fallecimiento, había diez esclavos en la propiedad de Braulio. Diez posibles sospechosos. La mala fortuna, o el mal hacer, habían querido que Valerio, el esclavo más apreciado por su amo, fuese descubierto vertiendo el líquido de la muerte en la bebida de Braulio. Este acudió veloz e inquirió, preguntó, acusó y vociferó. Le explicó algo sobre el valor que tenía para él, que era algo así como un hijo, que algún día hubiera podido comprar su libertad. Le instó a beber, y él dijo que no. Valerio no sabía si su amo se apiadó de su alma o si, en cambio, era su valor de mercado lo que le había salvado. En cualquier caso, el resultado era el de verse a la venta, sobre una peana giratoria, junto con varios esclavos más. Cada uno de su dueño. Cada uno con una historia diferente oculta tras un cuerpo desnudo. La placa que acompañaba a los esclavos especificaba los detalles menos importantes, a su juicio, a la hora de ser vendido. Pero se dijo a sí mismo que no iba a permitir que la historia volviese a comenzar. Un nuevo amo, una nueva sumisión. Estaba cansado de aquello. Un hombre entrado en años, cuyo cabello escaseaba en la cima de su cabeza, se acercó a su posición. Curioseaba la placa de Valerio cuando el esclavo murmuró: “No vas a comprarme”. Acto seguido, dio rienda suelta a sus impulsos naturales y roció de orín la coronilla de ese hombre, con bastante buena puntería, todo sea dicho. Braulio, al escuchar los gritos del cliente, acudió en dos grandes zancadas y fustigó la espalda de Valerio en repetidas ocasiones, mientras él reía, totalmente poseído. Se lo estaba pasando en grande, a pesar de todo. 

—Una más, y mueres aquí mismo —amenazó su amo.
—¡Atención a todo el mundo! —vociferó el esclavo— Anuncio aquí, a viva voz y a modo de aviso, que quien vea en mí una buena oportunidad, quien piense que puedo ser un buen esclavo, se equivoca de principio a fin. Quien se haga con mi propiedad, estará sentenciado a muerte. Braulio os lo puede decir. Estoy aquí por haber intentado asesinarlo. 

Valerio percibió, por el rabillo del ojo, cómo su amo bajaba la cabeza y murmuraba unas palabras que, aun sin comprenderlas, irradiaban odio y repulsión a partes iguales. Perdió la cuenta de las veces en las que descargó el látigo sobre su espalda, tantas que cayó de la peana y comenzó a contar de nuevo. Estaba sintiendo que las fuerzas le abandonaban, latigazo a latigazo, cuando los restallidos cesaron. El hediondo aliento de Braulio se situó a escasos centímetros de él, y con un susurro cargado de desprecio, sentenció: 

—Te lo has buscado, Valerio. No me puedes decir que no. Espero que tengas suerte en tu siguiente vida, y que tomes mejores decisiones. 
—Yo también lo espero —musitó él con las pocas fuerzas que le quedaban. 

Con tan solo unos instantes de reposo, el filo justiciero de un cuchillo se abalanzó sobre él para poner fin a su vida. Advirtió cómo el frío metal mordía su cuello, hundiéndose milímetro a milímetro en la tierna extensión de su carne. El viscoso borboteo de la sangre no fue más que la garantía de que un alma esclava se escapaba del cuerpo de Valerio. 


Año 718
Covadonga
Éxtasis 

Después de dos vidas de sumisión, la tercera había resultado toda una liberación. Venancio estaba dispuesto para una batalla dura, cruenta. Sabía que cualquier día que amaneciese era propicio para una muerte que, tarde o temprano, le aguardaba sin prisa alguna. Sin embargo, estaba convencido de que no iba a ser ese el día en que abandonase el cuerpo del soldado español. Se hallaba más que comprometido con una causa violenta que consistía en lo que había deseado en sus dos experiencias anteriores: matar. La jornada fue dura: había amanecido con un sol tan batallador como él mismo, pero las nubes, al principio aisladas, habían conseguido congregar otro ejército que finalmente terminó bombardeando. El campo de batalla se convirtió en un barrizal. Una amalgama de brazos y piernas bregando, atacándose, generando incontables bajas para uno y otro bando. Venancio salió exitoso de aquella batalla, al igual que el ejército de Don Pelayo, con una lista de víctimas anónimas que iba en aumento. Ese día no había sido el de su muerte, y no sabía cuánto tardaría en abandonar aquel cuerpo. Quizás fuese al día siguiente, quizás tardase años. Pero lo que tenía asegurado era un disfrute máximo mientras continuase habitándolo. 


Año 1842
Londres
Aparecen los remordimientos 

Madeleine había dado con la horma de su zapato. Se encontraba en una época rígida en apariencia. Durante el día predominaban los saludos afables, los caballeros que inclinaban  su sombrero en señal de cortesía, la fachada impenetrable en el rostro de un vecino. Todo hermético. El pudor y el puritanismo estaban a la orden del día. Pero cuando la noche caía, el mismo hombre que inclinaba el sombrero se convertía en un depredador sexual. La mujer escrupulosa daba rienda suelta a sus instintos primarios, y lo que era estricto se difuminaba inevitablemente. Era la época de la doble moral, la época en la que podías descubrir el averno en el interior de un amigo. Ella era una simple boticaria que dispensaba hierbas y ungüentos a quien los requería. Era feliz con esa vida, pero lo era porque en la noche le aguardaban sus verdaderos quehaceres, lo que daba sentido a una rutina repleta de sonrisas afables y saludos corteses. Madeleine, al igual que en sus anteriores etapas, había sido bendecida con el don de identificar la maldad en unos ojos que la mirasen. Y a diferencia de sus existencias previas, contaba con una dilatada experiencia en el arte de arrebatar vidas ajenas. Había aprendido, después de encarnar a Sabah, Valerio y Venancio, los distintos modos para salir exitosa a la hora de ser juez y verdugo. Madeleine le proporcionaba a ese alma vengativa una fachada perfecta para colocarse el disfraz de la amable boticaria que a nadie le importaba. 
El Londres victoriano era el marco perfecto. Una cotidianeidad firme, sin sentimientos de puertas para afuera, y unas noches de desenfreno, dejadez y anonimato. Madeleine se tomaba su cometido con tesón, actuando bajo el amparo de las distantes lámparas callejeras que le proporcionaban la luz donde ella quería. Utilizó sus virtudes para compensar el calvario de prostitutas, niños o ancianos, todos ellos desvalidos ante la imponente figura de un ajedrez que siempre tenía las de ganar. Sin embargo, peón a peón, fue derribando las piezas necesarias para que la balanza se equilibrase, para que todo adquiriese una armonía, si no perfecta, lo más equitativa posible. Pasaban las fechas, y Madeleine se sentía realizada, pero un pequeño hormigueo horadaba su conciencia, algo le decía que no todo estaba tan bien como ella quería creer. Un pensamiento lejano se masticaba en su mente.
«Estás quitándole la vida a seres humanos.»
Un poder del que solamente Dios debe disponer. Ella se convencía de que, privando de la vida a esos seres malignos, en realidad estaba salvando inocentes.
«Y ¿quién eres tú para decidir quién vive o muere?»
Madeleine, situando en su balanza moral la vida de un niño inocente o de un adulto agresor, escogería una y mil veces la primera de ellas. Pero su cabeza, inconscientemente, seguía dando vueltas, de tal manera que fue haciéndose descuidada. Supo que había alcanzado su cenit, había logrado su cometido, y quizás a aquella joven Madeleine que había comenzado como boticaria, y que contaba con decenas de cadáveres a su espalda, le había llegado la hora. Tal vez debiera dejar paso a una nueva generación. No fue de manera premeditada, pero la nocturnidad del frenesí victoriano fue transformándola en una asesina despreocupada. No temía por su vida y no albergaba preocupaciones, ya que había sobrepasado sus propósitos con holgura. Una solitaria noche, como otra cualquiera, se dejó atrapar por quien debía ser una víctima más. Madeleine tuvo la suerte de ser presa de un rápido ataque de furia, y concluyó sus días como boticaria cuando su cabeza impactó violentamente contra un bordillo londinense. Se trató de una vida más echada a perder, un asesinato del que nadie daría fe. Una mujer que, a su modo, había hecho tanta justicia dedicándose a impartirla como haciéndose a un lado cuando lo creyó oportuno. 


Año 1942
Moscú
No hay vuelta atrás 

En cierto modo, la vida de Boris era un calco de la de Venancio, el soldado español cuya piel había ocupado, más de mil doscientos años atrás. Pero ese alma que contaba con muchas vidas en su mochila ya no era la misma que había combatido en la batalla de Covadonga. Se había cansado de viajar, de combatir y de matar. Había tomado la determinación, ya era suficiente. Boris estaba convencido de que, si completaba una vida sin privar a nadie de la misma, se cerraría el círculo, y podría descansar, al fin. Pero entonces llegó la guerra. Boris era un niño inocente, ignorante de lo que le deparaba el futuro. Nació y se crió en San Petersburgo, y no fue hasta los diez años cuando los recuerdos de Sabah, Valerio, Venancio y Madeleine acudieron a su retina, y tomó conciencia de todo lo ocurrido anteriormente. Paladeó la sensación agria de la muerte de Madeleine, quien mientras dejaba el mundo de los vivos, se reafirmaba en la idea de que ya le había proporcionado demasiado combustible al Caballero de la Muerte.
Así, Boris se comprometió a convertirse en una persona pacífica, lo más honesta posible, pues su deseo máximo era el de cerrar esa existencia que tantos momentos de disfrute, pero a la vez quebraderos de cabeza, le había dado. Cuando explotó el conflicto bélico, una voz oculta en su interior se regocijó. Fue el recuerdo del éxtasis vivido en la piel de Venancio: la remembranza de violencia en barrizales, muertes anónimas y sangre vertida sin escrúpulos. Pero Boris no quería eso. Se vio obligado a acudir a filas, puesto que su país lo necesitaba. Trató de desempeñar los puestos más alejados, aludiendo a cojeras ficticias que tardaron poco en descubrirse. Sus compañeros lo ridiculizaban por su cobardía, ignorando que, si esa esencia violenta despertase, podría convertirse en el mayor depredador de toda la unidad. De todo el ejército ruso.
Finalmente, tuvo que viajar con su pelotón. Trató de ocultarse en el centro del mismo, teniendo menos acceso al enemigo, resguardándose en recovecos de edificios derrumbados, impidiendo ser visto tanto por enemigos como aliados. Simplemente, no quería estar ahí. Sabía que no era bueno para él. Precisamente por eso, maldijo cuando un soldado alemán lo embistió con el hombro. Estaba desprovisto de fusil, y esa era la razón de que Boris permaneciese con vida. Hubiera sido muy fácil dejarse vencer, encajar las sacudidas como tuviesen que sucederse y abrir paso a la siguiente vida que aguardase uno, cinco o trescientos años más adelante. Pero aunque ese alma contase con una experiencia dilatada, aunque tuviese el aplomo necesario para razonar, el espíritu humano es quien decide en momentos de presión. El orgullo, a veces, puede más que ningún otro sentimiento, y cuando Boris se vio atacado, no pudo sino devolver los golpes. Agarró el fusil que había caído desperdigado unos metros a su derecha, pero no disparó. Lo asió por el cañón y golpeó con la culata en la sien de ese alemán que había cortado su paz. Golpeó una, dos, tres y diez veces, hasta que dejó de percibir resistencia al otro lado, hasta que un charco de sangre creciente le dijo que era suficiente. La batalla había terminado. Su pelotón había ganado, pero él había perdido. Sus compañeros, que le tenían por un soldado pusilánime, le vitoreaban un par de metros más allá, como si hubiesen descubierto oro en una mina. No le quedaba otro remedio que despertar la violencia que habitaba en su interior, el fuego que tan alto había ardido en siglos anteriores, y del cual solo quedaban los rescoldos. Unos rescoldos que se habían convertido, de nuevo, en llamas. 


Año 2019
Nueva York
Dos caminos se abren 

La vida de una fiscal en la Gran Manzana es, sin duda alguna, la más segura de cuantas he representado en todos los siglos anteriores. También es la más aburrida, pero con el paso de los años he aprendido a apreciar ese detalle. Atrás quedan las innombrables fechorías que era obligada a hacer Sabah o los latigazos sufridos por Valerio. A mí, Jayden Morrow, esta es la vida que me va a servir como redención por todos los crímenes pasados. Incluso mi trabajo se basa en ello. Lo que en otras vidas hubiera solucionado con violencia o veneno, aquí lo hago bajo un procedimiento judicial que, aun no siendo infalible, trata de encerrar a los criminales por los actos cometidos. Yo acuso, yo ataco, yo encarcelo, pero siempre bajo el marco que la ley me otorga. Como Jayden, tengo un don de palabra del que no dispuse en ninguna otra ocasión. ¡Ay, si Sabah hubiese podido dar uso a semejante as bajo la manga! Cuento ya con cuarenta y dos años, me acerco al ecuador de una vida de reflexión y sabiduría. No es la más intensa, pero sí en la que más estoy deteniéndome a disfrutar de lo obtenido. Tengo familia, un marido y una hija, y disfruto de cada día a su lado. Enredar los dedos en los tirabuzones de Maggie mientras permanecemos tumbadas, tomando el sol en la orilla de Coney Island, puede ser, con una alta probabilidad, mi pasatiempo favorito. Precisamente hoy hemos estado paseando por esa misma orilla, dejando una estela de pasos sumergidos que se difuminaban con el transcurso de las olas. Estamos llegando a casa, y observo cómo Maggie me sonríe desde el asiento de atrás. Nos ducharemos juntas, y después veremos una buena película hasta que llegue Roger. Cuando el engranaje de la llave chirría con su sonido característico al abrir la puerta, un golpe de viento me atiza. Mi cabello ondea violentamente. Una ventana abierta provoca esa corriente. No es posible, siempre las cierro. El sistema de alarma está desactivado, otra de las manías que jamás se me olvidarían. Quizás Roger haya llegado a casa antes de tiempo. Como toda precaución es poca, me acuclillo ante mi hija y le digo en un tono suave: 

—Espérame aquí, Mag.
—¿Qué pasa, mamá?
—Nada, cariño. Voy a comprobar una cosa y te aviso cuando puedas entrar, ¿de acuerdo? 

Ella asiente, cándida. La dejo atrás. Avanzo sigilosamente por el pasillo, tratando de ver más allá, intentando adelantarme a lo que pueda esperarme detrás de cada esquina. Espero que sea una broma de Roger. El silencio es mi aliado, lo utilizo para detectar cualquier nota que escape a él. Me adentro en el salón y observo cómo las cortinas danzan en movimientos hipnóticos, el blanco de la tela ascendiendo para después dejarse caer. Un tablón de la madera del suelo cruje a mi espalda. Me giro con toda la velocidad de la que dispongo. No. 

—¡Mamá! —grita Meg a tan solo un par de metros. 

Un hombre robusto la zarandea en el aire, rodeando su frágil cuello con un solo brazo. Con el otro, y con un arma en su extremo, me apunta a mí. Una creciente escasez capilar predomina en la azotea de su cabeza, aunque él se niega a asumirlo, y alrededor de su coronilla, el cabello sigue estando ahí. Es corpulento. Sostiene a mi pequeña sin esfuerzo aparente, y su dentadura está en tensión, pero no por la fuerza utilizada para ello, sino por la mirada de odio que dirige hacia mí. Su rostro me resulta familiar. ¿Quién es? Y ¿qué me importa a mí? Lo único que debe preocuparme es que tiene a mi pequeña. 

—¿No te acuerdas de mí? —escupe con desprecio— Me encarcelaste hace seis años, pero ya he vuelto, como te dije. 

Suspiro. Se acabó la vida segura y aburrida. Dos caminos se abren en mi horizonte: en el primero, el más plácido, egoísta a la vez, dejo que se quede con Maggie. Me estremezco solo de pensarlo, pero ya son muchas vidas las que cargo a mi espalda, y no puedo desperdiciar la que más posibilidades me ofrece para cerrar el círculo de la muerte. Necesito que este alma descanse de una vez. El segundo camino me insta a salvar a mi pequeña. Puedo hacerlo, pero con toda seguridad, tendría que acabar con la vida de ese hombre. De vuelta a la casilla de salida, y una nueva vida que me aguarda después de la de Jayden Morrow. 
La única conclusión segura es que este alma que me enfundo, este ser etéreo que soy yo, es una ánima mezquina que contamina el cuerpo que ocupa. No importa la época, el género o el resto de accesorios de los que me rodees, corrompo los cuerpos que habito. En fin, de esto estoy hecho, es lo que soy. Ahora no me puedo echar atrás, y no voy a dejar que Maggie se convierta en el mártir de una existencia errónea.
Veo asomar la duda en los ojos de ese hombre. A Maggie le cuesta mantener la respiración, y ese hombre la aferra por el cuello.
Esa duda le hace mirar hacia abajo.
Voy a por ti. 

lunes, 9 de septiembre de 2019

Reseña: El apagón

Seguimos con las reseñas. Parece que he vuelto a recuperar parte del ritmo lector que una vez tuve, y eso no puede ser más que una señal de que lo que coloco ante mis ojos es material de calidad. Las últimas lecturas: el cierre de la trilogía del Mar Quebrado (Joe Abercrombie), El último abecedario (El Selenita) y la novela que hace que hoy me ponga a aporrear las teclas a las 23:57 de la noche (horas intempestivas para lo que estoy acostumbrado en los últimos tiempos): El apagón, de Esteban Navarro.

Desde que sé de él, siempre he dicho lo mismo, y siempre lo diré: Esteban Navarro es un ejemplo para todos los que autopublicamos nuestras novelas, ya sea desde Amazon, Lektu, Wattpad o las diferentes plataformas que hay desperdigadas por la red. Es un mundo más que complicado, porque cada vez hay más escritores a quienes leer, tantos que, a veces, parece que seamos más que los lectores dispuestos a pujar por nuestros trabajos. Dentro de toda esta selva, hay varios autores que sobresalen, siendo uno de ellos el que hoy nos ocupa. Un hombre que convirtió la negativa de las editoriales en un recurso para hacerse un nombre, y ahora es él quien rechaza a esas editoriales. El camino de la autopublicación es uno en el que no muchos logran vencer, pero está claro que este escritor se ha ganado a pulso la fama que carga sobre sus hombros.

Pero bueno, vamos a dejarnos de alabanzas y nos metemos de lleno en la novela que tenemos entre manos. Adquirí El apagón en una de las ofertas flash con las que Esteban nos obsequia cada cierto tiempo. 1€ por una novela de más de trescientas páginas. Poco más que añadir. La historia que nos plantea es original, como lo es que, sin previo aviso y con un completo desconocimiento del origen, la electricidad del poblado oscense de Novesilla se esfume de un momento para otro. Se apagan las luces, se detienen los vehículos, e incluso la pilas o baterías de los dispositivos dejan de funcionar. Sin internet, sin teléfonos. Nada que comunique al pueblo con el resto del mundo. Novesilla se ve sumida en una época medieval con un apagón de un diámetro de treinta y dos kilómetros cuadrados. Cuando la noticia se dispara, se siembra el caos en el resto de España y en parte del extranjero. Un suceso espontáneo se va magnificando con el paso de las semanas, una bola de nieve que crece con cada vuelta que da.

Como protagonistas tenemos a la aspirante a subinspectora Úrsula Pereyra y al inspector jefe Santiago Montenegro. La primera saldrá de la academia para infiltrarse en el pueblo, y el segundo colaborará con ella para, entre ambos, desentrañar el motivo del apagón y de varios crímenes ¿derivados? del mismo. Un suicidio, un asesinato, una violación.

La novela tiene una virtud maravillosa, de la que muy pocas pueden presumir: en ningún momento decae el interés por su trama. La curiosidad por el motivo del apagón  te engancha desde el primer vistazo, y los hallazgos y crímenes que se suceden hacen que te mantengas conectado a la historia sin darte un respiro. Los personajes principales, aunque no sean todo lo profundos que podrían, mantienen una conexión que te hace simpatizar con ellos. Desentonan un poco más los secundarios, haciendo hincapié en los agentes enviados desde otros países, pero es algo que en ningún momento entorpece la lectura.

Sobre la historia, Esteban nos teje un entramado político oculto detrás del apagón, en el que retrocederemos hasta la Guerra Civil Española y se reabrirán las viejas heridas de uno y otro bando, lo que hace que la novela sea profunda para las trescientas páginas que ocupa.

Lo dicho: El apagón es una novela que te entrega lo que esperas. Tendrás la esencia de una novela negra muy original, rápida de leer pero con una trama más profunda de lo que puede parecer a simple vista.

Ha sido mi primera experiencia con Esteban Navarro, pero no será la última.

P.D. Por cierto, no os despistéis, porque este escritor saca nueva novela (La rubia del Tívoli) el 17 de octubre.

lunes, 19 de agosto de 2019

Reseña: El último abecedario

Una de mis mayores desdichas en los últimos años es el poco tiempo del que dispongo para leer. He pasado de, hace unos cuatro o cinco años, un libro semanal a la situación actual, en la que uno cualquiera me dura un mes (o dos, o tres). Principalmente por esto, llevo un tiempo en el que he cerrado un poco mi círculo de lecturas y me ciño a lo que sé que me va a gustar. Juan Gómez-Jurado, César Pérez Gellida, Joe Abercrombie, Pérez Reverte. Caballo ganador.

Son apuestas seguras, desde luego, pero hace un par de meses me dije que hay mucho talento, más o menos conocido, que merece ser descubierto. Así que amplié un poco mi círculo, y descubrí a Blas Ruiz Grau. Gracias a eso, este criminal se ha sumado al estrecho círculo que he mencionado más arriba. Mediante conversaciones por Twitter y demás he descubierto a mucha gente que va a pasar por delante de mis ojos próximamente, y el caso que hoy nos atañe es uno de ellos. Polifacético como el que más, su vertiente literaria es la que más me puedo atrever a juzgar. Hoy tenemos la reseña de una novela fantástica (no del género, sino que es genial 😃). El último abecedario, de Gonzalo Jerez, El Selenita.

Un hombre que nos da, cada mañana, los buenos días llamándonos terrícolas es uno que, ya de primeras, se muestra como alguien interesante. Con él, y como he dicho antes, me he estrenado con El último abecedario, una novela de historias paralelas que se cruzan para terminar en un mismo punto común. Todos los capítulos están encabezados por una letra de abecedario, podéis suponer que van en orden, desde la A hasta la Z, y cada uno está protagonizado por un alguien cuyo nombre de pila comienza por esta letra. Esta explicación aporta poco, pero me gusta hacerla porque es una forma de deciros que El Selenita cuida hasta el más mínimo detalle. El último abecedario es una novela para releer, porque con tanto protagonista, debe ser satisfactorio una segunda vuelta en la que conectas un poco más con los personajes, atando los hilos que puedan haber quedado sueltos en la primera lectura. Esto siempre, siempre, es un dato positivo de cualquier novela, porque te indica que es tan profunda que no vale con una primera impresión.

En cuanto al hilo conector de la novela, prefiero que sea el mismo autor quien os lo cuente. Es una historia en la que es muy fácil hablar de más, y como no quiero ser yo el que diga una palabra más de la cuenta, os dejo por aquí la sinopsis:



“¿De qué le sirve al ser humano llegar hasta tan lejos en el tiempo, si a cambio terminas tus días igual que los empezaste? Tirado en una cama donde te tienen que dar de comer, donde te cambian los pañales. Una cama desde la que observas un punto de la pared con la mirada perdida, donde no conoces a nadie de los que tienes a tu alrededor.” Un grupo de científicos trabajan en un proyecto que mitigue los efectos de determinadas enfermedades mentales. Lo que no sabían era lo que realmente crearían en ese proyecto, algo que cambiará definitivamente el mundo tal y como lo conocemos.  El último abecedario es un conjunto de historias paralelas entre sí que se suceden en el mismo lapso de tiempo, que se entrecruzan sin mezclarse, creando una novela coral impactante, con unos personajes ricos y situaciones límite que pondrán los pelos de punta al lector.  Veintisiete letras. Veintisiete personajes. Veintisiete historias que se precipitarán al caos, unidas por un nexo común, una situación de no retorno que acabará con el fin de una era y casi con el de una especie: la raza humana.  “Un silencio que casi se podía tocar lo invadió todo. Un silencio que sólo fue roto por un grito desgarrador, más parecido al rugido de una bestia. Estaba empezando a pasar.”



Sí me gustaría recalcar que las veintisiete historias que tenemos en El último abecedario son de lo más variado. Son como la vida misma. Las hay cotidianas, sin un hecho triunfal que nos vuelque el corazón, aunque son las menos. Concursos de baile, batallas de cómicos. Pero hay algunas que nos pellizcan en lo más profundo. Como gran parte de la historia se desarrolla en un hospital, asistimos en primera fila a momentos importantes de personas que nos calan en lo más hondo de nuestra humanidad. Terminé varios capítulos con un nudo en el corazón. Más tarde, lees otro capítulo relacionado y la historia encaja.

Yo no soy un gran reseñador. Me gusta hacer esto porque sé que es importante para el autor (faltaría más, si no lo supiera), y porque soy olvidadizo con lo que leo/veo y, pasado el tiempo, releo mis reseñas para recordar lo que me pareció una novela. Esta novela es profunda en su contenido, pero ligera de leer. Es una novela que te sorprende cuando vas descubriendo los detalles que se ocultan bajo sus palabras. Un libro que te da lo que esperas, y un poquito más. Con El último abecedario he descubierto a El Selenita, y os puedo asegurar que no será lo último que lea de él.

domingo, 11 de agosto de 2019

Reseña: Trilogía del Mar Quebrado

Siempre lo he dicho: la fantasía es un género que admiro profundamente. Una buena novela fantástica es de lo más complicado de construir, porque además de la escritura, se requiere la creación de un mundo desde cero. No creo que sea un género apto para todos los escritores, y no son pocas las obras de fantasía que se quedan a medio camino, o directamente, fracasan.

Recordaré toda mi vida que, en la adolescencia, era más que reticente con este género. No había leído nunca fantasía, no vi las películas de El Señor de los anillos... Era totalmente virgen en el campo. Poco antes de que Juego de Tronos comenzase a emitirse en televisión, me recomendaron que leyese las novelas en las que estaba inspirada la serie. Canción de Hielo y Fuego.

Vale, probaremos, dije yo.

Sigue siendo, a día de hoy, la saga (inacabada, por supuesto) que más me ha atrapado en mi vida. Y sirvió de pistoletazo de salida para que comenzase a leer fantasía. Así fue como conocí a Joe Abercrombie. No tardé mucho en leer su trilogía La primera ley, que me parece una absoluta genialidad. Mi don (o maldición) para olvidar historias hace que sea incapaz de haceros una reseña de esta trilogía, pero por suerte la escribí en su momento. Eso sí: nunca olvidaré el carisma de personajes como Glokta, el inquisidor o Logen Nuevededos.

Ciñéndonos al guión para hoy, hace unas semanas terminé otra trilogía de Abercrombie: la trilogía del Mar Quebrado. Personalmente, y aunque me ha encantado, creo que se sitúa un peldaño por debajo de La primera ley. Se trata de una percepción personal, simplemente los personajes que he mencionado más arriba me parecen muy difíciles de desbancar.

La trilogía está compuesta por, obviamente, tres novelas: Medio rey, Medio Mundo y Media guerra. Cada una de ellas, aunque cuenta con el mismo elenco (más sus respectivos añadidos), está contada desde el protagonismo de un personaje diferente. Respectivamente, Yarvi, Espina Bathu y Skara.

Yarvi, el hijo menor del rey, es el máximo protagonista de la trilogía, ya que es piedra angular de la misma y protagonista en las tres entregas. Pese a ser, como hemos dicho, hijo del rey, no puede formarse como guerrero por la malformación de nacimiento que hace que su mano sea, más bien, un muñón. En lugar de eso, estudia para ser clérigo y terminar siendo el Padre Yarvi. Sin embargo, la noticia de que su padre y hermano han sido asesinados le convierte en rey. No dura mucho, pues una traición le convierte en esclavo. Ahí es donde comienza su historia.

Las andanzas de Yarvi y de los grandes personajes de las tres novelas nos llevan a recorrer el mundo ideado por Joe Abercrombie. Interesa fijarse mucho en el mapa del Mar Quebrado cuando devoras sus páginas. Tenemos tres novelas geniales, con una escritura al más puro estilo Abercrombie: muy trabajada, preciosista, pero sin caer en ningún momento en lo enrevesado. Siempre he dicho que este autor tiene el don de hacer que la frase más simple parezca oro.

Respecto a los otros dos personajes que protagonizan las novelas, Espina Bathu es una chica aguerrida, una niña que desea ser la mejor guerrera del Mar Quebrado. Un lance en una práctica se convierte en tragedia, y acepta la mano que le tiende el Padre Yarvi para sobrevivir exiliada. Skara, por su parte y en el tomo final de la trilogía, es una muchacha que ha sido educada para ser reina. Pero los acontecimientos se precipitan cuando su familia es asesinada a manos de Yilling el Radiante, y Skara debe huir para salvar lo único que queda de su linaje: ella. Nuestros tres protagonistas, Yarvi, Espina y Skara, viven sus travesías personales como un modo de vengar a sus familias, de reivindicarse a sí mismos y de hacer justicia.

Como siempre os digo, no me quiero adentrar mucho más, siempre prefiero, en obras reputadas como lo es esta, dar una simple pincelada para animar a quien no la conozca a que se adentre entre sus páginas.

sábado, 20 de julio de 2019

La luna como único testigo #historiasdeviajes

El mejor viaje de nuestras vidas. Afrontamos el ecuador de nuestra semana en Irlanda, con coche de alquiler y totalmente a la aventura. El navegador del teléfono móvil está siendo nuestro mejor aliado en un país tan sobrecogedoramente bello como desconocido para nosotros. Hemos visitado, en los días anteriores, ciudades muy transitadas como Dublín o Belfast, pero también hemos disfrutado de vistas inigualables y vivencias irrepetibles en parajes como el puente de Carrick-a-rede, la Calzada del Gigante o el lugar en el que nos encontramos ahora, Glengesh Pass. No creo que las palabras que alcance a pronunciar en esta grabadora, de ninguna manera, lleguen a ser dignas de comparación con los paisajes que nuestras retinas están intentando retener. La adrenalina al cruzar el puente flotante de Carrick-a-rede, las caprichosas formas que las rocas de la Calzada del Gigante forman, materializándose como si fueran peldaños, y la vista panorámica que te deja sin aliento desde su punto más alto, después de más de una hora de sendero, pero haciéndote sentir en la cima del mundo.

Y ahora… Glengesh Pass. Desde su cumbre, y en este momento exacto, se aprecia el maravilloso zigzag que serpentea en forma de carretera, jugando con la luz de un sol que ya comienza a marcharse. Nos mantenemos embrujados, con las manos acariciándose y los dedos entrelazados, sentados sobre un pequeño muro de piedra y nuestras piernas colgando alegremente. La llamada de la realidad nos apremia, nos recuerda que tenemos que hacer unos trescientos kilómetros hasta llegar a nuestra siguiente parada. Nos desperezamos, nos besamos y subimos al coche. Navegador encendido, rumbo a Renvyle.

—¿Cuatro horas y treinta y cinco minutos? ¡Pero si son trescientos kilómetros!
—Quizás la carretera no sea muy buena.
—Vamos a darnos prisa, no tardará en oscurecer.

Pese al pequeño contratiempo, nuestro ánimo se mantiene por las nubes. Los kilómetros se van sucediendo con una conversación ligera y ninguna complicación añadida. Hemos completado dos tercios del recorrido y todavía nos acompaña la claridad del ocho de mayo. Empiezo a pensar que el navegador ha cometido un error, aunque sus indicaciones siguen marcando tres horas y media, para solo cien kilómetros. Son las siete de la tarde, tenemos margen.
Ha llegado un e-mail de la propietaria del estudio que tenemos reservado. Nos pregunta si estamos bien, y sobre qué hora creemos que vamos a llegar. Agradecemos la amabilidad y le decimos que estamos de camino.
Es casi de noche, y la carretera nacional ha dado paso a unas secundarias, con tramos asfaltados, y otros que no. La anchura de la vía se ha reducido. Nuestras sonrisas imborrables se tuercen, y el silencio nos acompaña como si de un viajero más se tratase. Cada vez hay menos rectas, cada vez hay que conducir más despacio tanto por la dificultad del camino como por las espinosas condiciones de visión.

—¡Joder! —Grito cuando un ciervo se antepone ante nosotros— ¡Por poco no lo mato!

Reanudamos nuestro camino. Setenta kilómetros, pero más de dos horas según el único faro que todavía nos guía. Un pitido reconocible nos sobresalta y asusta al mismo tiempo. Batería baja. No. Ahora no. Miro en mi móvil. Quince por ciento. Decidimos apagarlo hasta que el de mi mujer deje de funcionar, pero ambos coincidimos en que, igualmente, no nos queda suficiente batería para llegar a Renvyle.
Otro e-mail de nuestra futura anfitriona. Sí, señora, quiero decirle, estamos intentando llegar. Pasan las nueve de la noche, es comprensible que la mujer esté inquieta.
La oscuridad se ha adueñado por completo de cuanto nos rodea, así como de nuestro estado de ánimo. Hace más de veinte minutos que no coincidimos con ningún otro vehículo. Las carreteras son cada vez menos compasivas, y escuchamos cómo las ramas de los arbustos que nos escoltan rozan en ambos costados del coche de alquiler. Si se tratase del nuestro, cada arañazo lo sentiría como si rasgase mi propia piel.
Aunque la lobreguez nos ha impedido darnos cuenta, estamos bordeando un inmenso lago. El reflejo de una luna menguante sobre el faldón cristalino del agua ha sido el que ha tenido la bondad de darnos este detalle.
El móvil de mi mujer decide que ha trabajado demasiado por este día, de manera que encendemos el mío, pero no recoge igual la señal del navegador, y hay momentos en los que, más que guiarnos, nos entorpece. Sacamos el pequeño mapa que habíamos impreso como medida de urgencia —bendita ocurrencia— y, deteniendo el coche en varias ocasiones, conseguimos hacernos una idea de hacia dónde tenemos que dirigirnos.
No sé en qué momento hemos atinado, pero lo cierto es que estamos a unos cuatrocientos metros de nuestro destino, según el GPS de mi teléfono, que pierde y recupera la señal según le apetece. Sin embargo, y como si nada en ese infernal trayecto pudiera salir bien, el estudio no tiene letrero que indique su ubicación exacta. Parecemos un chiste andante, coche hacia delante, coche hacia atrás, buscando entre las casas que tenemos a nuestra derecha.
Bien pensado, parecemos unos asaltantes.
Y es entonces cuando vemos a una mujer amable que hace lo que puede por hacerse ver. Gesticula con los brazos, y avanza con paso titubeante.

—¡Hola! ¡Disculpe el retraso, nos hemos perdido! —Le explico con mi inglés irregular.
—No pasa nada, ahora que veo que están bien, no hay ningún problema.

Entramos en el estudio que debe proveernos un merecido descanso, pero cuando dejo la mochila sobre la cama, escucho un sonido extraño, como el de un motor pequeño.
Un sonido que se acerca.
Cuando me asomo por el marco de la puerta, y con una luna que se esconde tras las nubes como único testigo, veo a mi mujer tendida sobre el jardín, con un charco de sangre que se crece sin timidez. La amable anfitriona corre hacia mí, con un brillo eufórico en sus ojos y una motosierra en la mano.

lunes, 24 de junio de 2019

Relato: Cumpleaños (in)feliz


Siento deciros que este relato no es inédito. No, os lo estoy entregando de segunda mano, porque se publicó en exclusiva para celebrar el aniversario de El libro en el bolsillo, así que he dejado unos días de cortesía, y ahora os lo comparto por aquí. Espero que os guste y que me dejéis una opinión ahí abajo.

Cumpleaños (in)feliz



Lunes, 6 de agosto de 1945

La tarta contaba con unos detalles de lo más cuidados. Se había fabricado de forma totalmente casera, y Kenji recordaba con nitidez cómo la pastelera lucía un delantal salpicado de infinidad de trazas de chocolate, nata y demás elementos de repostería. Sonrió al entregarle un ejemplar impoluto, sin una línea más allá que la otra, y con un aspecto delicioso. Salió a la calle y un Sol de inclemencia máxima le abordó, prometiéndole un día perfecto para festejar el cumpleaños de Yung. El clima había sido bondadoso por primera vez en las últimas jornadas, y agradeció este gesto del destino en una fecha tan señalada. Estaba prohibida toda alimentación que se saliese de lo racionado, pero fue capaz de lograr una excepción para su amigo. Estaba orgulloso de haber sido bendecido con semejante oportunidad.
Un par de horas más tarde, el rostro de Yung reposaba sobre la tarta, totalmente impregnado de esquirlas de bizcocho y chocolate. El pastel se había echado ineludiblemente a perder, como también la vida del hombre que había nacido en ese mismo día, veintisiete años atrás. Por el suelo permanecía, desparramado, el resto de la tarta, así como todo el mobiliario del local y los regalos inservibles. El resto de compañeros también había dicho adiós a la vida con la estruendosa detonación. Parecía que el mundo se hubiese terminado, que el universo entero se hubiese volcado.
Kenji tardó un periodo indeterminado en poder reaccionar. Tenía parte de un mueble destrozado que oprimía su pecho, aplastando su cuerpo y obligándole a mantener una posición antinatural. El cuchillo que estaba predestinado a dividir la tarta en pequeñas porciones le había atravesado la pierna izquierda. Un hilillo de sangre resbalaba por el pantalón militar, descendía por el tejido marrón para acabar goteando sobre el suelo. Kenji no podía dejar de emitir un sollozo lastimero a causa del dolor desgarrador que sentía, pero aun así, estaba tratando de alzarse. Necesitaba comprobar si alguien más había sobrevivido.
Con un esfuerzo sobrehumano, y agarrándose de lo que encontró a su paso, dio varios pasos quejumbrosos hasta que alcanzó el ventanal que había explosionado. Una gran hilera de cristales amenazantes era todo lo que quedaba de él. A lo lejos, observó una gigantesca humareda que le decía con hechos, y no con palabras, que todavía podía sentirse afortunado de no residir en el centro de la ciudad. Ese día que había amanecido inmejorable para un festejo excepcional, se había convertido, antes de las nueve de la mañana, en una pesadilla de la que jamás podría recomponerse.
Miró a su alrededor: además del de Yung, los cuerpos de Niki y Manzo eran otras pruebas evidentes del horror que allí se había vivido.

—Y ¿por qué yo sigo vivo?

Contempló el gran cuchillo que permanecía impasible en su pierna. Por un momento, prestando atención al inmenso dolor de su corazón, había olvidado ese otro más evidente, el físico. Agarró la empuñadura de madera y tiró de ella con un gesto rápido, brusco. Apenas pudo contener un grito suplicante. Con lo que sus ojos habían visto en los últimos minutos había tenido suficiente. Sintió que sus fuerzas flaqueaban, estaba próximo a desmayarse. Alzó el brazo derecho y acercó el filo despiadado, frío e implacable a su cuello. Tenía que hacerlo. Ya no había nada por lo que luchar.
Perdió el conocimiento en un momento indeterminado, ignorante de si las fuerzas se habían escapado por un desmayo, o porque finalmente había logrado su propósito. A las 9:13 de la mañana, el telón de Hiroshima se cerró para él.

Martes, 6 de agosto de 1963

Kenji avanzó raudo, imprimiendo un punto más de rapidez a la silla a la que llamaba piernas. Adoraba sentir el golpe del viento en su rostro, ser el primero en alcanzar la meta, la simple sensación de sentirse vivo. Agradecía, cada día y con cada vuelta que daban las ruedas, el haber caído desmayado en esa negra jornada vivida dieciocho años atrás. Lo que presenció en aquel angustioso episodio era historia viva de la humanidad, y le dolía tanto recordarlo que quiso, desde el momento en que se vio postrado en aquel camastro de hospital,  aprovechar la segunda oportunidad que la vida le tenía preparada.
Quería hacerle ver al mundo que él no iba a ser otro veterano de guerra al que compadecer.
Quería demostrar que, aun en la peor de las situaciones, siempre había una escapatoria, un camino por el que reconducir una vida hecha pedazos.
Kenji atravesó la línea de meta y sintió cómo la suave cinta se rompía bajo su pecho.
Había ganado la carrera.
Pero el día que realmente había ganado fue el día que creyó que su vida debía acabar.

martes, 18 de junio de 2019

Reseña: Drácula

¡Hola a todos! Llevo más de un mes sin publicar, y es una buena señal porque significa que estoy escribiendo por otro lado 😊, pero hay que ponerle fin a esta sequía. Vamos con una reseña que me hace ilusión ofreceros.

Siempre he dicho que, como norma general, la mayoría de los libros no necesitan una crítica demasiado extensa, que te destripe media trama y te deje con la sensación de que, directamente, ya has leído la novela. Personalmente, me gustan las reseñas rápidas, ligeras y que te dan las pinceladas suficientes para que logres tu objetivo: saber si ese libro está hecho para ti. Pero hay casos especiales que sí necesitan una mención más elaborada. Eso no significa que este vaya a ser el caso, pero sí es verdad que hay unas cuantas cosas que me gustaría destacar.

El ejemplo más claro para una reseña más profunda es el de un autor poco conocido, al que se le hace un gran favor, no destripando, pero sí adentrándose en la trama de su trabajo, para que los lectores que no le conocen sepan por dónde camina esa lectura. Pero hay otro caso en el que creo que también es importante desmenuzar un poco lo que hay entre las páginas. El de un clásico de la literatura.

No soy un lector asiduo de clásicos, la verdad. Es una de mis cuentas pendientes. Lo he intentado con un par, y se me han atragantado. Pero gracias a La pecera de Raquel y a sus lecturas conjuntas, he conseguido la motivación necesaria para ponerme con un título que ya tenía entre mis eternos pendientes: Drácula.

A la hora de valorar una novela de este calibre siempre hay que tener muy en cuenta el contexto de su publicación. Corría el año 1897, por lo que hace ciento veintidós años desde entonces. Ha cambiado la escritura, la cultura, la sociedad, ha cambiado absolutamente todo.

Lo primero que me llamó la atención de esta novela es el dinamismo de su lectura. Bram Stoker, salvo en casos aislados, no te encierra en parrafadas enrevesadas y alargadas hasta el extremo. Este fue el motivo por el que se me atragantaron las lecturas de los clásicos que mencionaba más arriba. El principio de Drácula nos cuenta, a modo de diario, la historia de Jonathan Harker, un joven abogado ingles que está en tratos con el conde. De esta manera, se nos pone en la piel de una persona que ignora hacia dónde se dirige, quién va a hospedarle, y qué misterios se encontrará en ese lugar.

No hace falta decir que, después de las primeras fechas, Jonathan empieza a descubrir por su propia cuenta en qué tipo de peligros se ha metido, y se da cuenta de que más que de un hospedaje, se trata de un secuestro. En el otro lado de la trama se encuentra Mina, la novia de Jonathan, que comienza su historia inquieta por la ausencia de noticias sobre él, y con una serie de cartas hacia su amiga Lucy. Este tramo de la novela es, quizá, el que se me hizo más pesado, puesto que también se introducen otras subtramas, como la del doctor Seward, que a su vez introduce al doctor van Helsing... En fin, unos capítulos un poco más difusos en cuanto a su dirección, pero que son necesarios para dar contexto a lo que se avecina.

Todo lo que se escribe en esta novela es epistolar, ya sea mediante diarios, cartas, registros en fonógrafos o telegramas. Es uno de los detalles que hace que la novela sea fácil de leer, y no se enquiste en ningún momento. Por mencionar un punto concreto, hay algunos registros desde el punto de vista de John Seward en los que el profesor van Helsing ocupa tres páginas en explicaciones demasiado elaboradas, y en las que se le da demasiadas vueltas a un mismo aspecto.

Otro punto que me ha chirriado en algún momento es el diálogo y el encasillamiento de los personajes. En muchos casos me han parecido planos, obvios respecto a su personalidad. El malo es malísimo, perverso y diabólico. Los protagonistas masculinos son valientes y apuestos, mientras que las femeninas son delicadas y se las debe proteger en todo momento. Este aspecto me parece el más criticable de todos, pero también es en el que más se ha evolucionado en los últimos ciento veintidós años.

Por lo demás, hay momentos de una escritura preciosista, que nos adentra en los paisajes de los Cárpatos. Hay momentos tenebrosos, de misterio e incertidumbre, momentos de descripciones crudas. Conoceremos al vampiro más famoso de la historia, y poniendo en contexto todo lo mencionado anteriormente, me parece una gran novela.

Dentro de la lectura conjunta que se ha relizado, hay casos de lectores cuyas expectativas se han visto superadas, y otros de todo lo contrario. Desde mi punto de vista, ha sido una novela diferente a lo que esperaba, pero no mejor o peor. Si tienes dudas a la hora de afrontar esta lectura, mi consejo es que lo hagas.



domingo, 12 de mayo de 2019

Lucio, el galeote - #ZendaAventuras


Lucio despegó sus manos durante un instante, y las observó. Los callos por un trabajo inhumano habían ido ajándose con cada golpe de remo, un movimiento repetitivo y tedioso en las primeras horas, cruel y desgarrador en las siguientes. Tenía las palmas en carne viva, inexorablemente predestinadas a sangrar. Había visto lo que ocurría cuando ese momento llegaba: dos sucios trapos a modo de vendaje, y vuelta a empezar. No había disculpa alguna, no había más absolución que la muerte otorgada por un océano despiadado, que aguardaba al final de un camino repleto de jadeos y sufrimiento.
Recordó el momento en que fue apresado. Hacía dos semanas ya. El fulgor en los ojos de un joven de veintitrés años se apagó cuando su cuello fue rodeado por una cuerda áspera, implacable, inclemente. No había vuelto a sonreír desde entonces. Acarició con sus manos lastimadas el cuello lastimado, en un abrazo de autocompasión y remordimiento. Atrás quedaron las tardes en las que sus padres le pidieron que llevase cuidado. Pero él quería vivir aventuras.
Con sus heridas palpitando, y saciado ya de esas aventuras, Lucio guió la mirada hacia su vestimenta. La camisa impoluta con la que había salido de casa estaba ahora corrompida por una mezcla de barro, sangre y bilis, y sus tenues sollozos no eran los únicos que se escuchaban en la bodega de la embarcación.

—¡Eh, tú! ¿Para qué sirven tus manos de clase noble?

A Lucio le dolieron las palabras, el desdén con el que fueron pronunciadas. Pero le dolió todavía más el latigazo que las siguió. Profirió un grito desgarrador como réplica, pero sus manos obedecieron instantáneamente y se aferraron a la madera del remo. Sendas lágrimas cayeron por su piel brillante, visitando las comisuras de unos labios agrietados que las saborearon como amargo combustible.
Con el transcurso de los minutos, los latigazos se sucedían, y Lucio se estremecía con cada uno de ellos. Hasta que no pasaban unos segundos, no estaba completamente seguro de que el destinatario fuera otro, y un profundo suspiro lo acompañaba.
No sueltes las manos, y todo irá bien, se decía.
Un chico, dos cuerpos a su izquierda, las levantó. Estiró y encogió las manos, y un par de gotas carmesíes cayeron desde sus dedos. Se fijó en que no era la única persona que lo observaba. Los últimos días habían sido especialmente duros, con varios galeotes cayendo desmayados y los latigazos sucediéndose en intervalos más escuetos. O bien, el navío llegaba tarde, o bien, el capataz tenía el humor peor de lo acostumbrado.
Ay, el capataz. Era una mole sucia y maloliente, con un hablar tan áspero como la cuerda que enlazó en su cuello dos semanas atrás. Todo en él iba en conjunción: escupía cada dos bocanadas de aire, insultaba a todo aquél que moviera cualquier músculo que no sirviera para remar, y descargaba un golpe de látigo antes de decir cualquier palabra. Lucio vio cómo ese capataz desviaba su mirada hacia las manos ensangrentadas del joven carente de energía. Torció el gesto, transformándolo desde la arrogancia hacia la cólera, y se desplazó hasta él con dos grandes zancadas.

—¿Se puede saber qué…? —la pregunta iba acompasada con su brazo, que se alzaba con la fusta en el otro extremo, presta a ser descargada sobre alguien.

Sin embargo Lucio, ese chico sin fuerzas en la recámara y con el ánimo desplomado, había reunido el vigor necesario para levantarse e interponerse entre el látigo y su destinatario. ¿Por qué había hecho algo así? Ni siquiera él lo sabía. En cualquier caso, fue el detonante de una situación que se desvió de cualquier plan trazado con anterioridad.
Reinó el caos.
Provistos de una dosis infinita de valor, el resto de remeros hicieron propio el ejemplo de Lucio y se alzaron contra el capataz. Una lluvia de brazos y piernas cayeron sobre la mole que tan firme se alzaba unos segundos atrás, hasta derrumbarla y hacerla invisible a los ojos que no estuviesen presentes en la amalgama de cuerpos que batallaban. La anarquía debió ser escuchada en el exterior de la bodega, y su puerta se abrió con un golpe seco.
Llegaban refuerzos.
Nadie sabe a ciencia cierta quienes salieron victoriosos de aquella batalla anónima, pero tanto los opresores como los sublevados marcaron con sangre ese día, ya fuera con dicha o con desgracia, en el calendario de sus vidas.