lunes, 24 de agosto de 2020

Reseña: Misery

Título de la obra: Misery
Autor: Stephen King
Género: Terror psicológico.
Páginas: 320
Sinopsis: Misery es un relato obsesivo que sólo podía escribir Stephen King. Un escritor sufre un grave accidente y recobra el conocimiento en una apartada casa en la que vive una misteriosa mujer, corpulenta y de extraño carácter. Se trata de una antigua enfermera, involucrada en varias muertes misteriosas ocurridas en diversos hospitales. Esta mujer es capaz de los mayores horrores, y el escritor, con las piernas rotas y entre terribles dolores, tiene que luchar por su vida.


No podía dejar que terminase agosto con solo una entrada en el blog, y le damos carpetazo al mes que —a su vez— le da carpetazo al verano con la reseña de la novela que, al fin, me ha hecho disfrutar con mayúsculas a Stephen King.
Vamos con Misery.

Vamos a comenzar cronológicamente. He leído tres de sus obras. Mi primera incursión en el mundo de Stephen King fue con El misterio de Salem's Lot, una novela que me causó una impresión bastante buena. No sobresaliente, pero tratándose de la segunda novela del autor, me dejó una sensación bastante dulce.

Unos meses después, le llegó el momento a uno de sus libros fetiche, como es el casi de It (eso). Después de toda una infancia viendo la carátula del VHS acumulando polvo en el salón de casa de mis padres, después de años y años guardándole un profundo respeto a ese payaso, me atreví con la versión literaria, en la que tenía depositadas unas altas expectativas. Quizás fue ese el problema, que yo esperaba mucho. Es una novela muy encumbrada por sus fans, y ocurre mucho que, cuando la sombra de la fama se alarga tanto, el contenido real se diluye en determinados casos. No digo en ningún momento que sea una mala obra, pero 1.400 páginas de un libro que no te gusta se hacen largas. Tuvo tramos positivos, especialmente el inicio de la novela, pero no me gustó la resolución de la historia, y me parece que la mitad de la obra se podría haber evitado.

Han pasado unos cuantos años desde que It pasó por mis manos, y no sé cuál ha sido el motivo de, en cierto modo, evitar leerle. Tal vez se haya debido a no querer caer en más desengaños. Hay muchas de sus obras que quiero leer, como El pasillo de la muerte (La milla verde), El resplandor o tantas otras. También era el caso de Misery, que nos toca el terreno de la escritura. Después de varias gracias entre Armonía Hache y un servidor, le llegó el momento.

Misery nos introduce en la vida de Paul Sheldon, un escritor de éxito que sufre un accidente y es rescatado por Annie Wilkes, su admiradora número uno. Dicho así, no suena peligroso. El problema viene cuando esa admiradora no es una cualquiera. Annie retiene a Sheldon, gravemente herido, y utiliza sus recursos como antigua enfermera para drogarle y amortiguar el dolor del escritor. Paul es autor de la serie Misery, la que más fortuna y éxito le ha entregado, y la que en menos estima tiene él. Una serie que él ya ha cerrado, pero es un fin con el que su anfitriona no está conforme.

Hasta ahí puedo contar. No hay spoiler alguno, puesto que 1. Hablamos de una novela de 1987, 2. Lo que he narrado no es más que la superficie de la novela, y 3. Es casi más famosa la adaptación cinematográfica, de las más aclamadas, que la propia novela.

Misery es una novela de gran mérito por varias razones.
A quienes escribimos, nos toca un poco la fibra. Hay pensamientos y sentimientos de Pauls Sheldon que dan en el clavo, afirmaciones de esas en las que no caes hasta que las lees, y crea un cierto sentimiento de debate interno en nuestro propio ser que me ha parecido muy interesante.
Como me comentó Claudio Cerdán ayer mismo por Twitter, es imposible hacer más con tan pocos personajes (y emplazamientos, añadí yo). Hablamos de una novela en la que hay dos personajes principales y, a lo sumo, tres o cuatro MUY secundarios, que aparecen en uno o dos capítulos (de los más de cien) de la novela. Es un manuscrito que no se alarga en ningún momento, no se hace pesado y fluye por sí solo, y es algo digno de mencionar con tan pocos recursos.
La evolución de Paul Sheldon. Conocemos a un escritor aturdido en sus primeros episodios. Vemos cómo pasa de la sorpresa a la ansiedad, enfurecimiento, negación, sumisión. Descubrimos cuándo se quiere pasar de listo, cuando plantea estrategias. Le acompañamos cuando avanza, le vemos caer y sumirse en un pozo de tristeza. En definitiva, Sheldon viaja por una gran paleta de sentimientos, por un arco iris de sensaciones provocadas por una persona desequilibrada y capaz de cualquier cosa.
El personaje de Annie Wilkes es maravilloso (ya estoy deseando ver la película). Una mujer de la que nada se sabe, y la propia historia se encarga de ir desgranándote detalles que parecen simples, pero que te lo dicen todo. El conocer su pasado, y el saber cómo ha llegado hasta ese punto, es una de las claves de la novela.

No me quiero extender más, ya sabéis que me gustan las reseñas concisas en la mayoría de los casos. Solo quiero volver a mencionar que, después del batacazo que representó para mí It, Misery ha significado el renacer de Stephen King, y no tardaré en volver a leerle.

lunes, 3 de agosto de 2020

Relato: El surco de una lágrima


El día estaba mudando en rarezas. Una jornada que se presentaba como cualquier otra, con un guion prefijado y sin más sorpresas que un nubarrón que ponía en entredicho el veredicto meteorológico, había ido plagándose de sutiles detalles extraños que, aun dejándolos atrás después de unos minutos, quedaban agazapados en un pequeño rincón de su consciencia, aguardando el momento ideal para unirse al resto de piezas del rompecabezas.
«Primero fue el gato.»
Lorena vivía en Aínsa, una pintoresca localidad oscense a la que se había retirado cuando su cabeza no dio para más. El ajetreo de la ciudad, las idas y venidas, las prisas, el estar todo el día mirando el reloj. «No era para mí.» Decidió cambiar su vida de manera radical. Solicitó una excedencia en el hospital y estudió en tiempo récord aquello que tanto le había llamado la atención desde pequeña. De ser una médico reputada en su círculo laboral, se marchó al otro lado de la ecuación, para enfrentarse con los casos infructuosos de su anterior oficio. El caso es que, desde entonces, la paz interior que emergía desde lo más hondo de su alma merecía cualquiera de los sacrificios que había hecho.
«Lorena, el gato», se recordó.
Esa misma mañana, cuando abandonaba el pueblo, le invadió la congoja al ver el pequeño cuerpo de un gato tendido, aplastado sobre el asfalto aragonés. Por común que sea, a ella se le formaba un nudo en el corazón con cada episodio como aquel. Trató de esquivarlo, pero como se encontraba en el centro de la calzada, lo hizo dejando que el pequeño animal quedase entre las ruedas del coche. El problema surgió cuando, a escasos metros de alcanzarlo, el felino abrió los ojos de manera abrupta, alzando incluso la cabeza. El susto fue tal que Lorena giró el volante con brusquedad, provocando que los neumáticos chirriasen en su intento de esquivar al gato.
Detuvo el vehículo unos metros más adelante, y cuando se apeó del mismo, observó las estelas negruzcas que las ruedas habían dejado sobre el asfalto. El olor a goma quemada y a alquitrán recalentado ascendieron hasta adentrarse en sus cavidades olfativas, y Lorena, con el corazón galopando en el interior de su pecho, avanzó de forma cautelosa hacia el animal, que permanecía tumbado de espaldas a ella. A medida que progresaba, distinguió los detalles atigrados en un pelaje envejecido, ensuciado por la intemperie y la crueldad de no tener un techo bajo el que dormir. Las manchas rojizas, casi marrones, evidenciaban que, una vez descartada la muerte, el felino estaba herido de gravedad. Sin embargo, cuando le rodeó y colocó su mirada frente a la ajena, la vida no formaba parte de aquel organismo.
«¿Acaba de morir ahora? ¿Lo he matado yo del susto? O ¿acaso me lo estoy imaginando todo?»
Para confirmar sus sospechas, Lorena zarandeó de forma suave el torso del gato, cuya reacción, pese a ser esperada, no llegó. Se apreciaban varias heridas en su pequeño cuerpo, e incluso una de ellas, abierta, mostraba un aspecto ciertamente sombrío. Su juicio le decía que aquella era la que había propiciado la defunción.
Confusa, pero sobre todo abatida, decidió marcharse, dejando en el aire aquel episodio desagradable. Susurró una dulce despedida hacia el desdichado, y le dedicó una última mirada cargada de compasión.

Entonces fue cuando abrió los ojos.
Dos esferas perfectas, circunferencias doradas con sendas rendijas negras, pupilas rasgadas que clamaban una explicación. Desorientado, el animal había vuelto a la vida, si es que esta le había abandonado en algún momento. Juzgó a Lorena durante un instante y se incorporó. Arqueó el cuerpo en señal de defensa, y el bufido agresivo que le envió sirvió como medio para mostrar su repulsa. El animal terminó huyendo, despavorido, renqueante a causa de las heridas que mudaban su pelaje.
El resto del trayecto resultó ciertamente incómodo. La música sonaba, pero las melodías centrifugadas de Los cuarenta principales le sonaban todavía más artificiales que de costumbre, y quedaron relegadas a un tercer plano. Masticó los kilómetros con desidia hacia la primera de sus dos paradas, y le pareció que la escena había conseguido también apagar los vivos colores de la naturaleza. Las hojas de los árboles fueron menos verdes; el azul del cielo se desvaneció, y el fulguroso amarillo del sol que había sustituido las nubes anteriores se mitigó como si se diluyera en el firmamento. Lorena no conseguía desviar el incidente de su cabeza, y alcanzó el hospital de Barbastro con el ánimo revuelto.
Se serenó de manera inconsciente cuando los detalles cotidianos emergieron en el momento de su acceso al ala donde Jorge permanecía ingresado. El traqueteo de la máquina de café, el sabor amargo de su espresso, los saludos anónimos del personal sanitario. Ya se había acostumbrado a las sonrisas compasivas de los trabajadores, transformando el sentimiento desde una insistente molestia hacia un lejano agradecimiento. Eran los seres humanos que velaban por su hermano y, con pena o sin ella, en la dulzura que les dedicaban no había lugar para la maldad.
Las palabras amortiguadas y los chirridos plastificados que los zuecos de goma producían en las baldosas de mármol se desvanecieron cuando Lorena cerró la puerta tras de sí. El ambiente era gélido, como siempre; el silencio, inquebrantable, como de costumbre, y se condenó a sí misma al sentir cierta paz en la seguridad de lo corriente. Sí, su alma se tranquilizó al comprobar que Jorge permanecía encamado y entubado, con una serena respiración como único signo vital.
Colgó el bolso del perchero y se arrellanó en el sillón destinado a los acompañantes, que velaba en permanente contacto con la cama del paciente. Agarró y acarició su mano, como hacía cada mañana bien temprano. Los quehaceres propios de la vida adulta imposibilitaban que Lorena le visitase en otro horario, y sonrió de forma melancólica al cerciorarse de que, nuevamente, el ajetreo de su existencia le impedía concentrarse en lo que quería. La intensidad de esa opresión había cedido unos pocos centímetros, y se consoló al decirse que se trataba de algo temporal.
La danza de los pájaros sobre el cielo a través del ventanal fue todo cuanto ocurrió en los veinte minutos que tenía dedicados a Jorge, y lo cierto es que esa quietud consiguió armonizarla de alguna forma. Se sintió renovada, y con fuerzas suficientes como para afrontar el resto del día. Contempló el último vuelo de los gorriones, ajenos a lo que fuera que ocupaba a los humanos, decenas de metros por debajo de ellos. Dos mundos paralelos, dos ecosistemas que respiraban el mismo aire y compartían el mismo lugar, pero cada uno con sus propias reglas.
Lorena ocupaba sus pensamientos en ese tipo de sandeces hasta que observó a un pequeño pájaro que se distanciaba de su bandada. Viró bruscamente el vuelo y se dirigió hacia la ventana, retando a su destino y surcando el cielo, encaminando su diminuta mirada hacia ella, hasta golpear con una violencia grotesca contra el cristal. El impacto sordo provocó que se irguiese, completamente horrorizada, observando cómo las plumas se dispersaban al otro lado del vidrio. Sin tiempo para reponerse, sintió que la presión en la mano de Jorge se incrementaba, primero un poco, después más, hasta que se vio obligada a soltarle por la amenaza de un dolor real.
De repente, se dio lugar a lo último que hubiera esperado que ocurriese en aquella habitación.
Jorge comenzó a murmurar, en sueños.

—Es [...]dad.
»[...]portunidad.
»Es mi opor[...].
»¡Es mi oportunidad!

Lorena salió corriendo de la habitación, en busca de una enfermera, un celador, un médico, alguien que pudiera ayudarla. Lo último que vio fue el torso de Jorge, incorporándose con un movimiento fatigado. No sabía cuánto de lo que había presenciado pertenecía a la realidad, cuánto a la ficción, y cuánto a un delirio con el que su propia imaginación se hubiese burlado de ella. Únicamente sabía que no era capaz de enfrentarse a ello sin ayuda. A unos pocos metros encontró a la enfermera que solía atenderla. No recordaba su nombre, aunque sí que era un clásico de la nomenclatura española: Carmen, María, Laura... Algo así. Lo mismo le daba en aquel momento. La mujer se encontraba con los antebrazos apoyados en la barra de recepción de la planta, compartiendo bromas con su compañera del otro lado.

—Perdone... —suplicó con un hilo de voz, y mayor paciencia de la que requería la situación— ¡Perdone!
—Sí, dime, cielo —respondió la mujer al comprobar la expresión de Lorena.
—¡Mi hermano! Ha despertado, está hablando.
—¡Eso es genial! Celia, avisa al doctor Báguena, que vaya corriendo a la ciento tres.

Carmen, María o Laura corrió con una agilidad inesperada hacia la habitación de Jorge, y Lorena, todavía aturdida, la siguió con zancadas aceleradas. Recorrieron los apenas cuarenta metros que les separaban del paciente, y por el lienzo de su cabeza, una vez relegado el miedo, se dibujó la posibilidad de que su hermano pudiera retomar la vida que tuvo, y ella con él. Volver a descubrir aquella sonrisa tierna que le dedicaba, aquel gesto fraternal que les unía, a pesar de todas las discusiones propias de su parentesco. El gesto embobado que se debió formar en su rostro se ensombreció al ver la expresión que le dirigía la enfermera, y se diluyó por completo cuando esta decidió hablar.

—¿Te parece bonito?
—¿Cómo? —preguntó Lorena cuando la alcanzó.
—No sé qué gracia le ves a bromear con este tipo de cosas.

Se asomó a través del marco de la puerta, y contempló la figura inerte de Jorge, tal y como le había encontrado a su llegada.
La cama, sin una sola arruga.
El cristal impoluto, sin una sola pluma de gorrión.

—Pero... ¡yo lo he visto! El pájaro... mi hermano...
—Déjalo, niña. Déjalo.

Las lágrimas afloraron en los ojos de Lorena cuando se quedó a solas en la habitación. Cayó de rodillas, impotente ante la engañifa a la que sus ojos la habían sometido. La montaña rusa de emociones a la que se había enfrentado en unas pocas horas representaba el mayor boicot que su propia mente le podía haber propuesto.
Parecía todo tan real.
Sin siquiera despedirse, deshizo el camino recorrido para volver a introducir su organismo autómata en el vehículo. Sus ojos vagaron sin rumbo, abandonados a un limbo de pensamientos que carecían por completo de sentido. Permaneció unos minutos en el aparcamiento, aferrando el volante con una fuerza innecesaria. Sopesó la posibilidad de marcharse a casa, de dar por finalizada una jornada que había alzado la amargura por bandera.
Denegó, cabeceando hacia ambos lados. La obligación perseveró, una vez más, y Lorena no se iba a rendir a la primera de cambio. Esta vez no. Las agujas artificiales de su reloj digital le indicaron que llegaba tarde, y decenas de personas serían las perjudicadas por semejante contratiempo. Decidió dejarse de plañidos y viajar hasta el lugar en el que en realidad se sentía viva.
Aparcó el coche sin mayores alardes y se internó en las instalaciones. Saludó de manera escueta, contradiciendo lo habitual, y después de dejar las pertenencias en su taquilla, accedió a la sala que representaba su segundo hogar desde un año atrás. El único lugar en el que disfrutaba creando una especie de arte, dando un final digno a las personas que lo requerían. Desenrolló la funda en la que permanecían los pinceles y echó un vistazo a la paleta de colores que aguardaba, paciente, a la oportunidad de crear una nueva vida.
Cuando decidió arrojar su anterior vida a la basura para afrontar una nueva, muchos la tildaron de loca. Pero recordaría de por vida la expresión de asombro, con un extra de decepción, de su madre cuando le dijo que iba a realizar el curso de tanatoestética.

—¿Vas a pasar de salvar vidas a pintarle la cara a los muertos? —le reprochó sin un ápice de empatía.
—Esos muertos tienen familiares que los quieren ver tal y como eran —explicó ella, gastando sus últimas reservas de paciencia—. Esos muertos se merecen la oportunidad de despedirse de nosotros con dignidad.
—Si quieres tirar todo lo que has hecho en casi cuarenta años por la borda, hazlo.
—Gracias por la comprensión, mamá.

Habían transcurrido meses sin que Lorena cruzase más de dos frases con su madre. El orgullo de ambas lo impedía, y solo intercambiaron un par de telefonazos para discutir acerca de las visitas a Jorge.
Decidió dejar a un lado a la mujer que la trajo al mundo, y concentrarse en lo que la esperaba. Lo primero que vio, como con cada caso, fueron los pies descalzos. Le gustaba imaginarse cómo sería esa persona solo con ver los dedos desnudos desde la lejanía. Parecían de mujer. Avanzó con celeridad, puesto que contaba con menos tiempo de habitual, y se sorprendió al observar el rostro del cadáver: era un perfil muy semejante al suyo.
Mujer, que rondaría la cuarentena, debía medir alrededor de un metro setenta centímetros, y coqueteaba con los cincuenta kilos. Su nombre, tal y como había leído en el informe, era Lidia. Aun con a la defunción, se dijo que era bella, y es que los rasgos dulces y redondeados permanecían vigentes a pesar de la rigidez cadavérica. No tendría mucho trabajo con ella, puesto que no se apreciaban marcas que cubrir y el tono de piel era cercano al habitual. Le inquietó profundamente qué le habría ocurrido a esa mujer. Contempló su rostro, y en las comisuras de los ojos parecía intuirse el surco de unas viejas lágrimas. No pudo evitar que los suyos se humedecieran también. El pelo, con un tinte rubio bien enmascarado, al igual que el propio, quedaba diseminado alrededor de su cabeza, repartido de forma equitativa en lo que se asemejaba a un aura angelical. Lorena solía dedicar unos minutos de observación con cada nuevo caso, en los que trataba de conocer, más bien fantasear, de forma silenciosa a quien debería entregar sus cuidados.
Escogió la base más suave de cuantas tenía a su disposición, y comenzó a rellenar el lienzo que tenía ante sí. La clave de la tanatoestética reside en transformar la muerte en vida, en naturalizar el apagado de un cuerpo, en evocar lo que esa persona fue. Una vez conseguido esto, las pinceladas finales solían correr a cargo de la familia, dando así el toque personal al difunto.
Lorena se enzarzó en un ir y venir de correctores, pinceles y polvos. Se concentró de tal manera que el resto de la sala dejó de existir. Ese instante representaba la calma absoluta para ella. Le recordaba a los episodios más trascendentales de una operación, en su anterior vida, solo que en casos como este no cabía la posibilidad de perder al sujeto. Se sorprendió a sí misma sacando la lengua en un gesto esforzado, un acto de concentración por encima de lo habitual. Solamente quedaba la suave sombra de ojos que la madre de la fallecida le había sugerido.
Concluyó con el izquierdo, pero se detuvo cuando iba a hacer lo propio con el derecho.
El globo ocular se movió por debajo del párpado.
Lorena abrió la boca, inmóvil ante lo que acababa de ver.
Lidia, por su parte, abrió los ojos.
El pincel cayó al suelo, y el discreto tintineo contra el mármol paso inadvertido para ambas.
Retrocedió, aterrorizada, y aumentó la velocidad cuando su acompañante alzó la cabeza, incorporándose, tal y como había hecho Jorge, un par de horas atrás.
Lorena continuó replegándose sin dar la espalda, a tal velocidad que alcanzó el otro extremo de la sala. Olvidó el extintor que aguardaba en aquella esquina, y golpeó su cabeza con él. Cayó al suelo, aturdida, y no pudo hacer nada al ver cómo aquella mole de metal caía sobre sí, engulléndola en una nube de tormento.
Apenas fue consciente, sumergida en el océano del desfallecimiento, de que el cadáver se había alzado, caminando en línea recta hacia ella.

*****

Cuando sus ojos se abrieron con esfuerzo, Lorena observó una cortina rosácea que cubría su vista. Trató de moverse, pero le fue imposible. Sus labios se abrieron para articular una queja, una sutil réplica, y sin embargo, no fue capaz de conseguir que el sonido abandonase la boca. El dolor de la cabeza se había amortiguado, y era apenas un recuerdo de lo ocurrido en el pasado.

—Ah, ¡ya estás conmigo!
Se trataba de Lidia. El cadáver lucía un aspecto espléndido, resplandecía alrededor de la estancia, y nadie hubiera dicho que unos minutos atrás había yacido sobre el frío metal que ahora la sostenía a ella.
»Voy a tener el detalle de contarte lo que ha ocurrido. ¿Quieres? —Trató de asentir aunque, nuevamente, fue incapaz. Creyó intuir que las lágrimas se asomaban al precipicio de sus ojos, y recordó cuando había observado esa misma expresión en los de Lidia.— No te esfuerces, es inútil. Bien, pues nadie lo sabe, pero hay un breve lapso, una vez cada cierto tiempo, en el que un alma perdida tiene la oportunidad de volver al circo de la vida. No tiene por qué ser un fallecido, aunque habitualmente lo es. Se tienen que dar varias circunstancias con las que no te voy a entretener; lo importante es que todas ellas se cumplido hoy, así que me he intercambiado por ti. No sabes lo agradecida que te estoy...

Lorena quiso abrir los ojos, chillar, pedir auxilio. Golpear, matar, lo que fuera necesario con tal de volver al punto exacto en el que aquella misma mañana había amanecido. No obstante, observó con impotencia como Lidia hacía su propio trabajo, cubriendo con una base demasiado oscura su rostro, y sombreando con un tono demasiado llamativo sus párpados.
Fue entonces cuando percibió el surco de una lágrima bajo sus ojos.