Todo comenzó como un simple juego. Una carrera tonta, jugueteando con su mascota, entre carcajadas y suelas que derrapaban sobre la tierra seca. Solía pasear a Ziva en una sucesión de descampados que culminaban en un intento de bosquecillo, irrisorio para considerarlo tal, pero suficiente para que la perra y ella corretearan, una evadiéndose de sus tormentos, la otra disfrutando del mejor momento de su día a día.
Erika
zigzagueó, tal y como acostumbraba, tratando de desconcertarla; quebró hacia un
lado, después hacia el otro, y cuando comprobó que Ziva había picado el
anzuelo, efectuó un último giro para emprender la carrera final. La misma
jugada de siempre, en el mismo lugar de siempre. Hay que señalar, eso sí, que
el final del bosquecillo se encontraba en un pequeño barranco. La valentía
inherente a su espíritu la hacía despreocuparse, aunque en el fondo de su ser,
sabía que podía llegar el día que le diese un susto.
Y
llegó el día. La zapatilla de Erika resbaló sobre la grava. Tropezó, y sus
piernas se sumieron en una sucesión de torpezas (orlandadas, como ella las llamaba) que la llevaron a quedar colgada
de la cornisa del barranco. Sí, como en las películas.
«¿Qué
cojones haces con tu vida?», se preguntó. «Llevas años sin hacer nada de
provecho. Saliste de tu vida por un encabezonamiento, y todavía no has
encontrado un camino por el que pisar. Y ahora… ¿de verdad va a acabar todo
así? ¿Cayendo por un barranco de chiste?»
Un
par de lágrimas silenciosas descendieron por sus mejillas, testigos mudos de la
rabia que ascendía por su interior. No tenía miedo, y ni siquiera estaba
preocupada; lo que realmente le hacía sentir esa impotencia era el ardor de hallarse
vacía, de creerse perdida en una vida que ahora parecía pender de un hilo.
Escuchó
un pequeño lamento, un quejido agudo que preguntaba por ella.
—¡Ziva!
¡Aquí!
El
trote torpe de su compañera acudió hacia ella, un sonido tan familiar como el
del timbre de voz de su hijo. El nerviosismo de la perra fue palpable cuando
comprobó la situación de su dueña. Le brindó toda la ayuda posible por medio de
un lametazo en el dorso de la mano.
La
miró a los ojos. Esas pupilas oscuras, esos iris oscuros que la observaban
siempre con completa admiración. Sintió los nervios ascendiendo por su cuerpo.
Un
nuevo sollozo.
Recordó
que esa perra no estaría allí de no ser por ella. Rememoró la jornada en la que
la encontró abandonada y se la llevó a casa. La evolución de un animal
descuidado y raquítico, que con el paso de las semanas cogió peso, fuerza y
vivacidad. ¿Qué sería de Ziva si aquel día aleatorio se hubiese cruzado con
otra persona?
Recapituló
y contempló el seno de su familia. Su hijo, cuya vida giraba en torno a la
propia, cuya felicidad era tal gracias a ella, a la educación que le brindaba
día a día, al cariño deslizado con palabras alegres, con reprimendas pausadas,
con paciencia ilimitada.
¿Y
su vida laboral? Ah, la gran piedra de toque. El caballo de batalla que la
atormentaba noche tras noche. Tomó una mala decision, sí. ¿Quién no lo ha hecho
alguna vez? Desde luego, las hay con mayor o menor recorrido. Hay senderos que
se cierran tras diez pasos, y otros que te llevan hasta el fin de tu camino.
«Nunca te quedes parada», le susurró la voz de su pasado. «Camina, corre y
vuela, porque tarde o temprano, tu momento llegará».
El
enésimo lametón de Ziva la devolvió a la realidad. Se encotraba extenuada; al
cansancio físico se había unido el desgaste mental, por las muchas noches en
vela, las dudas sobre su propio sino, que de un plumazo, parecían evaporarse.
Sintió cómo la perra se aferraba a su mano. El tacto de su hijo se hizo presente, acariciándole los dedos. El
propio Kike se unió al batallón de rescate, y con una amplia sonrisa, no
extenta de esfuerzo, la ayudaron a incorporarse y dejar atrás el barranco de la
congoja.