viernes, 22 de enero de 2021

Erika

        Todo comenzó como un simple juego. Una carrera tonta, jugueteando con su mascota, entre carcajadas y suelas que derrapaban sobre la tierra seca. Solía pasear a Ziva en una sucesión de descampados que culminaban en un intento de bosquecillo, irrisorio para considerarlo tal, pero suficiente para que la perra y ella corretearan, una evadiéndose de sus tormentos, la otra disfrutando del mejor momento de su día a día.

Erika zigzagueó, tal y como acostumbraba, tratando de desconcertarla; quebró hacia un lado, después hacia el otro, y cuando comprobó que Ziva había picado el anzuelo, efectuó un último giro para emprender la carrera final. La misma jugada de siempre, en el mismo lugar de siempre. Hay que señalar, eso sí, que el final del bosquecillo se encontraba en un pequeño barranco. La valentía inherente a su espíritu la hacía despreocuparse, aunque en el fondo de su ser, sabía que podía llegar el día que le diese un susto.

Y llegó el día. La zapatilla de Erika resbaló sobre la grava. Tropezó, y sus piernas se sumieron en una sucesión de torpezas (orlandadas, como ella las llamaba) que la llevaron a quedar colgada de la cornisa del barranco. Sí, como en las películas.

        ¿Podría haber evitado la situación? Por supuesto. ¿Se lo había advertido su marido en repetidas ocasiones (la última, ese mismo día, el del cumpleaños de Kike)? Efectivamente. Y sin embargo, allí se encontraba ella, bregando contra el capricho de la madre naturaleza, que había querido que los descampados y los árboles huidos de su rebaño concluyesen de manera abrupta.

«¿Qué cojones haces con tu vida?», se preguntó. «Llevas años sin hacer nada de provecho. Saliste de tu vida por un encabezonamiento, y todavía no has encontrado un camino por el que pisar. Y ahora… ¿de verdad va a acabar todo así? ¿Cayendo por un barranco de chiste?»

Un par de lágrimas silenciosas descendieron por sus mejillas, testigos mudos de la rabia que ascendía por su interior. No tenía miedo, y ni siquiera estaba preocupada; lo que realmente le hacía sentir esa impotencia era el ardor de hallarse vacía, de creerse perdida en una vida que ahora parecía pender de un hilo.

Escuchó un pequeño lamento, un quejido agudo que preguntaba por ella.

—¡Ziva! ¡Aquí!

El trote torpe de su compañera acudió hacia ella, un sonido tan familiar como el del timbre de voz de su hijo. El nerviosismo de la perra fue palpable cuando comprobó la situación de su dueña. Le brindó toda la ayuda posible por medio de un lametazo en el dorso de la mano.

La miró a los ojos. Esas pupilas oscuras, esos iris oscuros que la observaban siempre con completa admiración. Sintió los nervios ascendiendo por su cuerpo.

Un nuevo sollozo.

Recordó que esa perra no estaría allí de no ser por ella. Rememoró la jornada en la que la encontró abandonada y se la llevó a casa. La evolución de un animal descuidado y raquítico, que con el paso de las semanas cogió peso, fuerza y vivacidad. ¿Qué sería de Ziva si aquel día aleatorio se hubiese cruzado con otra persona?

Recapituló y contempló el seno de su familia. Su hijo, cuya vida giraba en torno a la propia, cuya felicidad era tal gracias a ella, a la educación que le brindaba día a día, al cariño deslizado con palabras alegres, con reprimendas pausadas, con paciencia ilimitada.

¿Y su vida laboral? Ah, la gran piedra de toque. El caballo de batalla que la atormentaba noche tras noche. Tomó una mala decision, sí. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? Desde luego, las hay con mayor o menor recorrido. Hay senderos que se cierran tras diez pasos, y otros que te llevan hasta el fin de tu camino. «Nunca te quedes parada», le susurró la voz de su pasado. «Camina, corre y vuela, porque tarde o temprano, tu momento llegará».

        Supo que, de una manera u otra, era una mujer con sueños, con propósitos y con objetivos marcados en su horizonte. Tal vez en el futuro llegasen nuevas decisiones equivocadas, pero cuando alguien tiene proyectos y ambiciones, no hay límite alguno.

El enésimo lametón de Ziva la devolvió a la realidad. Se encotraba extenuada; al cansancio físico se había unido el desgaste mental, por las muchas noches en vela, las dudas sobre su propio sino, que de un plumazo, parecían evaporarse. Sintió cómo la perra se aferraba a su mano. El tacto de su hijo  se hizo presente, acariciándole los dedos. El propio Kike se unió al batallón de rescate, y con una amplia sonrisa, no extenta de esfuerzo, la ayudaron a incorporarse y dejar atrás el barranco de la congoja.

        En ese momento, mientras se sacudía el polvo, fue cuando descubrió (recordó) que el futuro de uno mismo depende de la manera en la que se afronte.

miércoles, 13 de enero de 2021

Ruth


La Lexa Otheskull que zigzagueaba a través de la espesura del bosque no era la misma que, casi cinco años atrás, había llegado malherida a esa misma arboleda. La adolescente que idolatraba a su familia murió en aquel coliseo, a manos de su propio hermano. Su propia madre.

Lexa había sido testigo de cómo un cierto rencor germinaba en su interior. Un sentimiento que, con anterioridad, se había dirigido en exclusiva hacia sus enemigos, la sorprendió cuando colocó a su propia familia en el centro de la diana. Mithus representó la única figura en quien depositaría su confianza en aquella nueva etapa.

Pues no hacía ni diez minutos desde que terminó con su vida. Una mirada de compasión, la última en su vida, fue acompañada de una sepultura escueta. Sobria. Escasa para lo que ese hombre le había dado. Leybeth le había concedido, mediante aquella poción, la posibilidad de absorber las habilidades de la persona que, a cambio, se convertiría en futuro cadáver. Aquella acción, meditada a pesar de que supo que la decisión estaba tomada desde un primer momento, supuso el adiós a cualquier mínima opción de reconducir y recuperar a la Lexa del pasado.

Todo se lo debía a Leybeth. Como ella misma le había dicho: «Olvida los sentimientos».

Ahora voy a por ti.

La hija de Ridjo Otheskull había quedado fascinada, semanas atrás, cuando comprobó las dotes mágicas de la vieja hechicera. Detrás de una apariencia repulsiva, escondía poderes que solo había escuchado en las canciones, solo había leído en los libros más esotéricos. En el escaso tiempo que ambas mujeres, noche y día, habían compartido, Leybeth había enseñado mucho a aquel cachorro con sed de venganza.

Ambición y codicia.

Ambición por querer siempre más, por convertirse en quien, realmente, mereciera heredar el reino de su padre. Axl y Serei, hermano y madre, habían demostrado, por uno u otro motivo, no estar a la altura de Ridjo. Ella sí lo estaría.

Codicia que surgió cuando los cantos de sirena de la magia llamaron a su puerta. Como la misma anciana le había confesado, era tarde para sanar su ojo muerto, pero la inimaginable cantidad de actos que, de uno u otro modo, la ayudarían a devolver a su familia el honor y el prestigio perdidos, resultó el empujón definitivo para lanzarse a la caza de la bruja.

Debía ser especialmente escrupulosa. No es lo mismo sorprender a un viejo soldado que deposita en ti toda su confianza, que atacar a una hechicera que juzga la vida desde el sillón de la experiencia. No sería la primera vez que trataban de sorprenderla, eso era seguro.

Desechó la opción del sigilo. Hasta el más sutil crujido de una rama despertaría las sospechas de aquella mujer. No, lo mejor era acercarse buscando conversación, queriendo agradecer lo que había logrado gracias a ella. Sin embargo, se trataría de la primera ocasión en la que Lexa buscaría a Leybeth, y no a la inversa, lo cual, ya de por sí, representaba una sospecha en sí misma.

Acudió a la cabaña destartalada en la que la vieja dormía, y no se sorprendió al encontrarla en el umbral de su propia puerta, cayado en mano, con los ojos convertidos en apenas unas rendijas.

—¿Qué haces aquí? —espetó como único recibimiento.

—Lo he hecho.

—Lo sé. ¿Y?

—Vengo a agradecértelo.

Los ojos de Leybeth se entornaron todavía más.

—¿Cómo me has encontrado?

—Tú misma me dijiste dónde encontrarte —mintió.

—Mientes.

—Hechicera, tu memoria ya no es la que era. Es normal que pueda fallar. El otro día, sin ir más lejos, con aquella receta que me quisiste enseñar, y no fuiste capaz de recordar. ¿También miento en eso?

—Bueno —respondió, dando su brazo a torcer—, pues ya me lo has agradecido. ¿Algo más?

—No —Lexa se hizo la dura, debía cambiar de táctica —. Voy a recuperar el trono de mi padre. Adiós. Y gracias.

Desanduvo los primeros pasos de un sendero que todavía recordaba sus últimas pisadas. Cada paso, más inseguro; cada zancada, más trémula. Estaba a punto de darse por vencida, cuando la voz de la anciana rebotó en los troncos de los árboles hasta llegar a ella.

—¡Vuelve, niña! —Lexa sonrió antes de darse la vuelta.— Tendremos que trazar una estrategia para que vuelvas a tu hogar, ¿no?

Una pizca de humanidad había aparecido en aquella mujer, cuya premisa principal era «olvida los sentimientos». Una punzada aguijoneó el estómago de Lexa, quizá un pequeño remanente de esos sentimientos que, en ese preciso instante, trataba de olvidar.

Ambas se acomodaron en los asientos dispuestos junto a la cabaña. Debía darse prisa, puesto que se había tomado la poción justo antes de aparecer en la morada de Leybeth, y no sabía cuánto tiempo tardaría en perder su eficacia. La anciana, todavía recelosa, tanteó el terreno.

—¿Cómo te ha ido con tu guerrero?

—Fue fácil.

—¿Te gustó la sensación?

—No —mintió sin pudor—, solo ha sido un mal necesario para volver a casa.

—Entiendo —respondió Leybeth, algo más calmada—. ¿Qué vas a hacer ahora?

Al formular la pregunta, la bruja volvió el rostro, agachándose para recoger algo  junto a la silla que la sostenía. Era el momento.

Lexa aprovechó el instante en el que la hechicera volvió a la posición original. Se lanzó hacia ella, uniendo los labios de ambas en un beso mortífero. Sabía que una estrategia tan simple, dispuesta para un humano convencional, podía no surtir efecto en alguien curtido como Leybeth, de forma que acompañó el gesto con una puñalada en el vientre. De este modo, al menos, se aseguraría que no tuviera opciones de tomar represalias contra ella.

La vida abandonó, gota a gota y por dos vías diferentes, a aquella vieja que le había guiado hasta convertirse en una asesina sin escrúpulos. Lexa se sorprendió sonriendo, disfrutando, y hendiendo el puñal en dos acometidas finales. Los ojos desorbitados de Leybeth mostraban sorpresa, pero todavía tuvo tiempo de esbozar lo que pretendía ser la última sonrisa de su vida.

—Así me gusta —susurró como epitafio final, mientras su lengua se tintaba de rojo—. Olvida los sentimientos.

—Tú me lo has enseñado.

 

NOTA: este relato corto va unido a uno más largo, Segundas oportunidades, publicado en la Antología solidaria derelatos. Se puede leer uno sin el otro, indistintamente.

Siempre ha estado en mi cabeza, algún día, llegar a escribir una historia de fantasía oscura. Desde la lejanía que me otorga el tiempo, a día de hoy, podría asegurar que estos protagonistas lo serán también si llegase ese momento.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Reseña: Allí estaré

Título de la obra: Allí estaré

Autor: Estanislao Munreal

Género: Novela negra

Páginas: 345

Enlace de compra: papel (13,52€), digital (2,99€)

SinopsisUn thriller impactante, original, escrito para los lectores más arriesgados. Con una trama que crea adicción y mantiene al lector en tensión. Una novela brutal en la que hay asesinatos, violencia, sexo, intriga, así como diálogos ingeniosos y mordaces. Una historia por donde transitan personajes de distinta calaña: empresarios de la noche, promotores inmobiliarios corruptos, traficantes, prostitutas, médicos, empleados de banca, policías... Y, sobre todo, dos personajes principales, dos hombres de apariencia normal con un lado oscuro, una doble vida. Y una mujer especial que lo desencadena todo. Dos individuos inquietantes. Dos sujetos impredecibles. Dos caminos destinados a cruzarse.

Si todo lo anterior te atrae, adéntrate en su lectura. Eso sí, prepárate para emociones fuertes.


¡Aquí estamos otra vez! Nos enfrentamos a otra reseña, en este caso, la última del año. Si no me fallan las cuentas, se trata del vigésimo libro leído en este fatídico 2020. Todo un logro para mí, que llevaba años sin tiempo para leer esta cantidad de novelas. Mientras que otras personas alcanzan con holgura el centenar de lecturas en un año, yo celebro las dos decenas como el futbolista que alza la Champions League.

Para cerrar el año, tenemos ante nosotros una de las reseñas más complicadas de hacer. Y es que no nos encontramos ante un libro cualquiera. Ya lo avisa el autor, Estanislao Munreal, a través de sus redes sociales, y no va de farol. Allí estaré es una novela que no se amolda a lo preestablecido, no se casa con nadie y no se anda con tabúes ni tapujos. Esto, como todo extremo en la vida, te podrá parecer maravilloso o abominable.

No sé si sois asiduos a Netflix, pero estuve pensando el otro día en los avisos que saltan en la cabecera de las series o películas en la parte superior de la pantalla: «violencia, sexo, angustia», como advertencias de lo que contiene aquello que vas a ver. Si tuviésemos que etiquetar esta novela con este tipo de anuncios, la pantalla se llenaría de ellos. Fuera bromas, la primera palabra que se me viene a la cabeza para etiquetar Allí estaré es impactante.

Comenzaremos por el principio, por la trama. La viviremos desde dos puntos de vista diferentes. El principal, Ramiro, y otro que aparece más tarde, Damián. Dos hombres con una historia detrás, con una vida trampeada por multitud de obstáculos que les han llevado a ser como son. Uno de los puntos fuertes de la novela, que también puede tratarse de uno de los débiles, es lo cercanas que se encuentran las posiciones de estos dos personajes. Cómo dos hombres tan distantes entre sí pueden llegar a parecerse tanto en algunos aspectos.

Ramiro ve pasar los días desde su asiento como empleado del banco, un oficio que detesta. La ira le envuelve cada día que pasa, y fantasea con poner fin a la vida de las personas que él cree que lo merecen. No voy a destripar más, puesto que el propio Estanislao no lo hace en la sinopsis, pero sí diré que la premisa principal me captó. Aunque no tenga nada que ver, fui un gran adepto a la serie Dexter, y siempre me han llamado la atención esos justicieros que se toman la justicia por su mano.

Una de las cosas que más me ha gustado de esta novela es su forma directa de llegar al lector. Nos encontramos un estilo simple y rápido, que hace imposible que llegues siquiera a plantearte la posibilidad de alcanzar el aburrimiento. Y eso, a día de hoy, es algo digno de elogio. Esta escritura frenética me ha recordado, viajando al cine norteamericano, a la película de Jason Statham, «Crank, veneno en la sangre». Si las has visto, te podrás hacer una idea de a qué me refiero.

Lo dicho, Allí estaré es una novela que, en palabras de su propio autor, «amarás u odiarás». A mí, con algún pequeño pero (como toda novela que se precie), me ha encantado.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Velasco

 

La documentación en la vida de un escritor es fundamental. Y si se trataba, como era el caso, de un autor atípico, esa importancia se multiplicaba. No es lo mismo buscar en Google «Alfarería en Brazzaville» que ir a Brazzaville a comprobar, en primera persona, el primer plano de la artesanía que se llevaba a cabo en la capital de El Congo. En ocasiones, la segunda opción marcaba la diferencia sobre la primera, y es algo que Gabriel tenía claro.

Sí, también supo reconocer, en su fuero interno, que quizás esa documentación se le había ido de las manos. Pero un espíritu viajero como el suyo, el alma aventurera que llevaba dentro, le pidió a gritos viajar a África, aunque la excusa fuera tan burda como aquella.

Gabriel había buscado, desde un primer momento, un lugar que captase la esencia misma de la cultura africana. Podría haber escogido decenas de países tan buenos como El Congo, y sin embargo, el azar le hizo decantarse por ese lugar. En cuanto su avión aterrizó, supo que se trataba del sitio indicado. Cada día visitaba un emplazamiento diferente, pero siempre partía desde la vera del Río Congo, a los pies de la salida de su hotel. De ensueño.

Aquella mañana, sin embargo, el cielo había amanecido turbio, quejicoso, y mostraba sus achaques en forma de relámpagos que resquebrajaban el cielo. Unos pocos segundos después, el trueno murmullaba a lo lejos. La tormenta estaba lejos.

Pese a todo, no quiso confiarse. Dejaría las maravillas naturales de la ciudad para otro momento. Se acercó, con pasos cansinos como el día, a la Iglesia Sainte-Anne, a unos cientos de metros de donde se encontraba. Había oído hablar de los talleres que se impartían en el local aledaño al templo, y creyó que sería una gran forma de entremezclarse con la cultura más inherente del ciudadano africano.

Gabriel encontró unas calles despobladas, en comparación con las jornadas anteriores. Había desechado las habladurías sobre aquellos monstruos que habitaban las alcantarillas y que, en días lluviosos, se aventuraban y asomaban a la superficie; sin embargo, sabía del escepticismo autóctono, y puso en consideración que la escasez de ciudadanos estuviese relacionada con semejante patraña.

Con estos pensamientos, alcanzó el lugar donde se celebraba el taller alfarero. Se sorprendió a sí mismo al haber tardado tanto en visitarlo. Eran ya dos semanas en la ciudad, y no encontró el momento adecuado para acudir al reclamo de su viaje hasta que una tormenta le hizo valorarlo.

El ambiente en el interior era completamente opuesto al gris que inundaba las calles de la capital. Al fondo del inmenso local, la percusión y el canto dotaban al ambiente de un entusiasmo regenerador, que hizo que Gabriel activase sus sentidos y recuperase el ímpetu olvidado minutos atrás.

Varias mesas estaban dispuestas bajo una intensa iluminación. En cada una de ellas, tres tornos daban vueltas mientras sus inexpertos ocupantes se las deseaban para que la figura de arcilla no se derrumbase. Caminó unos pocos metros más, y se topó con una mesa que contaba con un puñado de espectadores. Al aproximarse descubrió, no sin cierta sorpresa, a una pareja coterránea que jamás hubiera imaginado encontrarse allí: Jesús Calleja, el aventurero y presentador de televisión. Iba acompañado de José Coronado, y juntos, contemplaban al que parecía ser el alfarero más diestro del lugar.

Transcurrieron unos segundos de silencio. Los espectadores, hipnotizados con la demostración; Gabriel, en parte contagiado por el mismo sentimiento, desviaba de cuando en cuando la mirada hacia sus paisanos, deslizando sonrisas incrédulas a causa de semejante coincidencia. Pasados unos minutos, el lugar comenzó a vaciarse, intuyendo que el clímax del espectáculo ya había quedado atrás. Trató de dar unos pasos mas para saludar a las celebridades que siempre veía por televisión. Sin embargo, se detuvo después de la primera zancada.

Un relámpago iluminó el interior del taller, y el trueno que le secundó hizo temblar los cimientos. Un par de gritos ahogados, a causa del susto, dotaron de un punto cómico a la situación.

Parecía que todo volvía a la normalidad, cuando un nuevo rayo cercenó la tranquilidad que los presentes pudieran conservar. El trueno, más cercano. Demoledor. Varias personas salieron a la carrera del edificio, arrastrados por la psicosis, y Gabriel los observó mientras se marchaban. En el pequeño intervalo desde que sus figuras se esfumaron y la puerta se cerrase, le pareció distinguir una extraña figura en el exterior. Una especie de pulpo verdoso, gigantesco, con algo parecido a escamas y decenas de tentáculos que se formaban en su ¿boca?

Parpadeó. Sacudió la cabeza, y cuando devolvió la mirada a la puerta, estaba cerrada. Debía estar perdiendo la cordura. Dirigió la vista hacia Coronado y Calleja, que miraban a su vez hacia el exterior, a través de la ventana. Hizo lo propio, y descubrió una figura humana volando por el aire, entre aullidos de terror. La puerta volvió a chirriar.

No podía mirar. Quería mirar. Miró.

Lo primero que vio, lo único que vio, fue un tentáculo del tamaño de un hombre, que agarraba la gruesa lámina de metal y la abría por completo. Se sintió mareado.

El ambiente había enloquecido. Gritos enardecidos que buscaban huir.

Algo le golpeó en la cabeza, y ni siquiera fue consciente de caer al suelo entre el delirio en el que Brazzaville se había convertido.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Enric

        No existe un cadáver bonito. Se puede adornar, siempre existe la opción de edulcorarlo con maquillajes en la morgue. Se pueden disimular las imperfecciones ocasionadas por el deceso.

Recuerdo aquella ocasión en la que presenté el cuerpo de aquella chica (Paula, creo recordar) sobre una cama plagada de pétalos de rosa, bajo las cuales apenas se distinguía el blanco de las sábanas inmaculadas. Ceñí el tallo entrelazado, punzante, de varias rosas más, alrededor de su cuello, como si de una gargantilla se tratase, lo que le proporcionó una imagen de sumisión grotescamente atractiva. Embadurné el poco terreno corporal que quedaba a la vista de maquillaje, con mis escasas dotes para tal oficio, y admiré aquella obra que fue capaz de conmocionarme.


          Una estampa bella.

Sobrecogedora.

Pero el cadáver no era bonito.

El escenario de Paula era el más optimista dentro de cuantos he dispuesto en los últimos años. Sin embargo, ahora me encuentro en el polo opuesto: frente a mí, la rica variedad en colores del vertedero municipal se abre, ostentosa, mostrándome el amplio y fétido abanico olfativo que tengo a mi alcance. Yo mismo me siento infectado del apestoso aroma, que se ha impregnado en mis prendas, en todo mi ser, envolviéndome sin remedio en la vomitiva espiral de la repugnancia y la muerte, que se abrazan y retuercen en un baile que no parece tener fin.

¿He dicho muerte? Desde luego.

La muerte me acompaña desde que tengo uso de razón. Aquella calurosa mañana de julio. Aquel verano en el que me cantaron mi duodécimo cumpleaños, y tras cuya celebración me dediqué a cocer hormigas bajo el amparo de una lupa. ¿Era un crío inconsciente, haciendo cosas de críos? Para nada. Sabía lo que ocurría en todo momento. Era conocedor del dolor de aquel insecto, y recuerdo cómo la sonrisa se dibujaba en mi rostro a medida que el humo se elevaba, y aquel pequeño agujero calcinero se ampliaba sin que el himenóptero pudiese hacer nada para evitar su muerte.

El paso de animales a humanos fue el más complicado, desde luego. No es lo mismo quemar un insecto o apalear a un perro que ponerle fin a la vida de una persona. El problema no fue moral, no. La cuestión era más pragmática, puesto que al ser humano le unen una serie de conexiones sociales que son complicadas de eludir. Mi primer caso «profesional» estuvo plagado de errores que, con un trabajo policial eficaz, me hubieran llevado a pasar unos cuantos años tras las rejas de una penitenciaría. Por suerte, mi pueblo no es conocido por la capacidad de sus fuerzas policiales, sino por la feria que organiza cada Navidad y por el vertedero en el que me hallo en este momento.

        La incertidumbre de aquel primer cadáver provocó en mí un torbellino de sentimientos que no había experimentado hasta entonces. Cuando vi que mi libertad corría un peligro real, me sentí vacío, pero al mismo tiempo colmado de un éxtasis desconocido para mí. Fue ahí cuando decidí que no solo iba a disfrutar cercenando vidas ajenas, sino que me dedicaría a exponerlas a lo largo y ancho del país.

Mi timidez inicial acabó dando paso a un ego descontrolado, que huía del temor a ser apresado. He sembrado cuerpos, siempre con cierta elegancia, siempre con meticulosidad, en parques, cajeros automáticos, portales de viviendas o habitaciones de hotel (la bella pero no bonita Paula), y ahora es el momento de paladear el Yang de ese Yin tan exquisito.

Un pie macilento asoma desde la pila de restos orgánicos, ropa, plástico y cartón. ¿Por qué cojones la gente no recicla? ¡Recicla, que no cuesta nada! El pie, verdoso a causa de la podredumbre, o tal vez de algún líquido vertido de la inmundicia, se asoma pero se esconde. No quiere ser protagonista, y yo tampoco quiero que lo sea.

Los cadáveres que la policía ha ido recolectando a lo largo de mi trayectoria han sido fastidiosamente fáciles de encontrar. Estoy esperando a que llegue alguien capaz de darme un susto, un inspector con algo más que fanfarronería en su cerebro, pero no parece que esa persona ronde por aquí cerca.

Por eso, este cuerpo es el más importante.

El más peligroso.

            ¿Qué pasará cuando se descubra que ÉL ha muerto?

martes, 1 de diciembre de 2020

Vicky

 

La mayoría de los niños tienen miedo de las tormentas. La oscuridad que envuelve el ambiente, la gelidez en la atmósfera, el viento habitual zigzagueando en torno a tu cuerpo. Pero, sobre todo, los truenos. El ensordecedor estallido del coloso que parece quebrar el firmamento, partirlo en dos hasta impactar contra el suelo.

Sin embargo, a Vicky, los truenos le daban lo mismo. Sí, el estruendo impresionaba, desde luego que no era su momento favorito del día, pero guardaba un mayor respeto por los relámpagos. El trueno te avisa, puesto que cuando el rayo cae, sabes lo que viene a continuación. Pero el relámpago es traicionero, aterriza cuando quiere y no tiene piedad, además de que va acompañado de lo realmente peligroso: esa devastadora columna eléctrica que revienta cuanto encuentra en su camino.

Escuchaba los ladridos de Silver desde el piso de arriba. Sabía que a su perro le gustaba la situación tan poco como a ella. Si pudiera, seguro que salía corriendo, envalentonado, en dirección a los relámpagos. Estaba convencida de que no cejaría en su empeño hasta que la tormenta amainase; había sido testigo de esa circunstancia en decenas de ocasiones.



De lo que jamás lo había sido es de que los deseos de Silver se vieran cumplidos. Tuvo que frotarse los ojos para confirmar que no era un sueño. Le pareció apreciar, a cámara lenta, cómo un rayo descendía desde lo más alto e impactaba contra la cuerda que sostenía a su perro, partiéndola al instante en dos. Durante unos segundos, incluso el propio perro quedó perplejo, quién sabe si por saberse libre, o por la seguridad de haber visto cómo la muerte acariciaba su pelaje. En cualquier caso, el animal comenzó a correr en pos del núcleo de la tormenta, como un justiciero que quiere equilibrar la balanza entre el bien y el mal.

Como un demente que busca la muerte.

Vicky abandonó a toda prisa el cobijo de las sábanas y, sin perder el tiempo en cambiarse de ropa, bajó las escaleras a toda prisa. Por el pasillo, escuchó los leves tintineos de la música que su padre utilizaba para relajarse y dormir. Creyó reconocer los característicos acordes de Shine on you, crazy diamond, de Pink Floyd. Que tuviera ocho años no implicaba que no le pudiera gustar la buena música, y es que se había convertido en una niña adelantada a su tiempo en muchos aspectos.

Ahora se enfrentaba a la posibilidad de adelantarse al resto también en un más que factible abrazo con la muerte. Las noches de películas de terror le iban a pasar factura con la increíble imaginación que poseía.

Abrió la puerta del hogar, y el abrazo helado de la tormenta la acogió con dulzura. No se lo pensó, y corrió en calcetines por el mullido césped, reblandecido a causa de la lluvia. Sus pies se tiñeron de marrón, y sintió cómo se le hundían en algunos puntos traicioneros. A lo lejos, oteó la silueta familiar de su mascota. Haría lo que fuera necesario por traerle de vuelta a casa, y al mismo tiempo, le atenazaba la inseguridad respecto a lo que le aguardase unos metros más allá.

Dejó atrás todas sus inseguridades, y ya se encontraba a unos pocos metros de Silver. Sería rápido, sí: alcanzarle, cogerle de la correa y traerle de vuelta a casa. Estaba empapada, y la camiseta del pijama se ceñía a su cuerpo, provocándole escalofríos.

—¡Silver, ven aquí!

Alargó el brazo, tratando de acariciarle el lomo, de agarrar la correa, pero el perro, ignorante de quién se le acercaba, se revolvió y se lanzó contra ella. La imagen de Vicky era diferente a la habitual: cabello empapado, adherido a la cabeza, la ropa unida al cuerpo, y el olor, inexistente a causa de la invasión de la lluvia: era una persona diferente para Silver. Irreconocible.


        Por eso, se abalanzó contra su propia dueña, compañera de juegos, mejor amiga e incluso hermana. Preso de la confusión, maniatado por la furia, lanzó una dentellada mortífera hacia el cuello de Vicky, que cerró los ojos como único medio de protección.

Estaba sentenciada. Cuando dejó de escuchar la tormenta, supo que todo había acabado. Fue consciente de que estaba llorando cuando el inconfundible regusto salado de las lágrimas se paseó por la comisura de sus labios, y abandonó el mundo con la imagen de los dientes afilados y babeantes de su mascota cerniéndose sobre sí.

De repente, un golpe seco. ¿Así era el sonido de la muerte? Se forzó a abrir los ojos, si es que todavía seguía en el mundo de los vivos. Una figura humana, oscura y amenazante, se alzaba sobre ella, y la observaba con condescendencia. Un nuevo peligro al que temer.

—¿Estoy muerta? —se atrevió a preguntar, con un hilo de voz que se abrió paso a duras penas.

—¿Cómo? —respondió la voz familiar de su padre— ¡Lo que estás es tonta! Anda, levántate, que vas a coger una pulmonía.

—¿Dónde está Silver?

—Aquí, al lado. Ya sabes que le gusta jugar con la lluvia. Por cierto, te ha llenado de babas.


lunes, 30 de noviembre de 2020

Reseña: El secreto de Oli


Título de la obra: El secreto de Oli

Autor: Luis A. Santamaría

Género: Intriga

Páginas: 303

Enlace de compra: papel (18,90€), digital (2,84€)

Sinopsis: OS CONTARÉ LA HISTORIA DE CÓMO FUI ENGAÑADO POR LA PERSONA QUE MÁS QUERÍA.

Así comienza Alfonso Morales el relato sobre cómo, hace 23 años, se vio sumergido en una atípica historia con una joven ambareña que le cambió la vida.

En la actualidad, Oli, un entrometido niño de diez años, descubre que una enfermedad letal amenaza la vida de su madre. Inmediatamente construye en su peculiar imaginación un plan para salvar a su familia. Para ello cuenta con la ayuda del 'Yayo', sarcástico cirujano retirado, conocido por los inmorales tratos utilizados con sus discípulos y que tiene buenas razones para no preocuparse por las consecuencias del mañana. Juntos se adentrarán en los oscuros misterios de la familia y en una trama en la que saldrán a la luz algunos turbulentos sucesos ocurridos en el pueblo pesquero de Ámbar: venganzas, corrupciones, traiciones… y un secreto que cambiará el destino de todos para siempre.


Hay autores a los que ves pasar por redes sociales, ves las cubiertas de sus libros, los títulos... y dices: «algún día». Lees buenas opiniones sobre sus trabajos que refuerzan ese algún día, pero por uno u otro motivo, siempre hay otros títulos que se adelantan.

Luis A. Santamaría ha sido mi «algún día» durante mucho tiempo. Siempre me han llamado mucho la atención las cubiertas de sus novelas, todas ellas dignas y del perfil de las grandes editoriales. Hace poco, pasando las páginas de la biblioteca de mi Kindle, vi aquella novela que me cautivó hasta el punto de comprarla: El secreto de Oli. Leí (releí) la sinopsis, y me dije: «Hoy es el día».

Si hay algo que me ha quedado claro, es que la espera ha merecido la pena. Como habéis leído en la sinopsis, en esta novela nos encontraremos con un rompecabezas familiar digno de un culebrón de sobremesa, pero narrado a niveles inconcebibles para algo de ese tipo. No se habla de romances, aunque los hay (y de lo más recónditos), y las intrigas y secretos entre cada uno de los miembros de su familia hacen que, tras cada esquina, nos aguarde una nueva sorpresa. Tenemos entre manos una novela de las que te mantiene con el culo inquieto durante toda su lectura.

Si hay algo que quiero destacar por encima del resto son los personajes. Los tenemos de todo tipo. Nos encontraremos al villano, que pese a serlo, tiene sus motivaciones para comportarse como lo hace, y lleva sus acciones hasta la última de las consecuencias. Algo que, dentro de todo, es de elogiar. Personalmente, me quedo con la figura del 'Yayo', protagonista y partícipe de buena parte de lo que leeremos en El secreto de Oli. Los padres del niño son los grandes personajes a tener en cuenta, por supuesto, pero en muchas ocasiones, son vistos desde la perspectiva del niño, lo que dota al manuscrito de una riqueza que no es muy habitual.

Ese es otro de los puntos fuertes: el manejo de los puntos de vista y los tiempos. Nos vamos a meter de lleno en una novela que alterna narraciones en 1983 y en 2006. El inicio de la relación que provoca esta historia, y su final desenfrenado. La viviremos desde la perspectiva de Alfonso (padre), Oli, Sara (médico), el 'Yayo' y algún otro que seguro, se me está quedando en el olvido. Esa variedad, esa elección de qué información dar en un momento y, sobre todo, cuál no dar, es la que propicia que nos mantengamos en tensión a toda hora.

Para concluir, y porque me gusta dar toda la información necesaria, os diré que El secreto de Oli es la primera parte de una trilogía ya publicada por completo.

1. El secreto de Oli.
2. El aleteo de la mariposa.
3. Veinte veintitrés.

No sé cuándo, pero, desde luego, que no me voy a perder los dos libros que me faltan.