miércoles, 10 de abril de 2019

El libro de los muertos


—Te voy a hablar del Libro de los muertos —dice el abuelo con los ojos vidriosos.
—Ya estamos —responde la niña suspirando, sin dejar de aferrar ese móvil del que no es capaz de despegar la vista.
—No hay muchos ejemplares del Libro de los muertos, y los que hay, están incompletos. En la época se utilizaba para guiar el alma de los fallecidos al mismo lugar en el que vivían los dioses, y allí podían comenzar su siguiente vida.
—Y todo eso, ¿de dónde te lo has sacado?

El abuelo hace una mueca casi imperceptible de desagrado. El intento por impresionar a su nieta, de apenas siete años, está fracasando. Lleva su mente al pasado, setenta años atrás, y recuerda cómo él aguardaba impaciente el siguiente cuento de su madre. La mayoría de las noches cedía ante el sueño entre fantasías relatadas por la mujer que le trajo al mundo, contando las horas que restaban para que, al día siguiente, la historia continuase.

—¡Esto es historia, chiquilla! —exclama él, comenzando a molestarse— Busca, busca en el aparato ese mientras yo traigo algo.

Elena intuye por el rabillo del ojo que su abuelo se aleja, y un resquicio de curiosidad le hace salir del juego y teclear a toda velocidad. No quiere que la pillen y tener que reconocer que, en el fondo, está intrigada.
Una gran ventana con fondos dorados y enrevesados se abre ante ella, deslumbrándole en la cara con su potente iluminación. Comienza a leer a su máxima velocidad, que no es mucha, pero no termina de entender las letras que su cerebro descifra. Sí se fija en las palabras clave, que coinciden con lo que el abuelo ha dicho. Lee nosequé de sortilegios y nosecuántos del más allá. Escucha el bastón golpear contra el suelo, cada vez con más fuerza, cada vez más cercano, y cierra la pestaña para adoptar su posición de indiferencia.

—¡Me ha costado encontrarlo!
—¿Qué es eso? —pregunta ella, incapaz de contenerse.
—Pues ¿qué va a ser? ¡El Libro de los muertos!

Elena salta espoleada por un resorte imaginario y se lo arrebata. Es una especie de cuaderno, en realidad, con unas hojas finas, diferentes en tamaño y rugosas al tacto, que parecen poder romperse con un solo soplido. El color es amarillento, envejecido, y ninguna de las esquinas permanece tal y como debió ser en su día. Sin embargo, Elena no ve más que dibujos sin sentido campando en todas las direcciones del cuaderno.

—¿Sabes lo que pone aquí? —pregunta, al verse acorralada.
—¡Vaya! Parece que te va interesando la historia —exclama el abuelo, sonriente al fin.
La niña no tiene más opción que rogar.
—Venga, cuéntamelo.
—Bien. Como te decía, el Libro de los muertos lo utilizaban los egipcios para conducir a sus fallecidos hasta sus dioses. Al principio escribían los sortilegios…
—¿Qué es un sortilegio, abuelo?
—Es una especie de hechizo, que se escribía en el ataúd del fallecido, en tablas o en pergaminos, para ayudarle a sortear las adversidades que se encontraría en su camino.
—¿Y tú te crees todo eso? —el recelo acude de nuevo al semblante de la joven, que mira de reojo el teléfono móvil.
—¿Me dejas continuar con la historia, y así verás hacia dónde voy? —ante la risita de Elena, el abuelo prosigue con su lento hablar— Esos muertos debían ser gente de dinero, de poder y de un alto estatus en la sociedad egipcia. Un esclavo no podía ni siquiera soñar con algo así. A menudo, junto a los cadáveres se introducía una estatuilla, llamada Ushebti, cuya misión era ayudar al fallecido en el transcurso de las dificultades que debería sortear. Y tú te preguntarás a qué viene todo esto. Hace cincuenta años, tu abuela me dijo que, si quería casarme con ella, tenía que pedírselo de una manera que nadie pudiera igualar. Era muy orgullosa. Yo no tenía ni treinta años, y estaba a punto de viajar a Egipto para continuar con mis estudios de arqueología…



Un joven Rafael Buruenca pisaba suelo egipcio con una expresión de júbilo atemorizado que era tan extraña como suena. Estaba deseoso de adentrarse en las pirámides, estudiar sarcófagos y descifrar jeroglíficos, pero pronto descubrió que una cultura totalmente contraria a la suya opondría más resistencia de la esperada. El pase que le habían dado no abría tantas puertas como le prometieron, y pasó sus primeras semanas en un edificio donde los papeles amenazaban con enterrarle.
Daba vueltas y más vueltas a su última conversación con Gemma: “me lo tendrás que pedir de una manera que nadie pueda igualar”, había dicho. Él se había envalentonado enseguida, pero no sabía cuál podía ser esa manera.
Un mes después de su llegada, no tenía más amistades que sus apuntes, y empleaba el tiempo libre en dar vueltas alrededor de su centro de estudio. Cada día se alejaba un poco más, sintiéndose el más valiente de El Cairo. El Sol había dado color a su tez, y ayudado de la barba y ropa propias de la capital, podía ser confundido con un ciudadano más.
Durante la tarde de un jueves especialmente caluroso, Rafa deambulaba con cada mano en su bolsillo, mirada caída y expresión taciturna. Lo habitual, una vez asumida la decepción de su aventura. Las cartas de y hacia Gemma tardaban mucho en llegar, y los días se estiraban hasta el punto de que se estaba comenzando a plantear una retirada hacia España. Sumido precisamente en estos pensamientos, unos gritos a su espalda le espolearon el ánimo. Un hombre con ropa que una vez fue blanca lo adelantó a la carrera, y le hizo gestos para que le siguiera. Indeciso, Rafa se giró y, a lo lejos, tras la densa polvareda que el desconocido había dejado, se distinguían unas siluetas oscuras, tres o cuatro tal vez, que corrían con rifles a modo de presentación.
Comenzó a correr como si la vida le fuera en ello —le iba, de hecho— y alcanzó al desconocido justo cuando estaba subiéndose en un Jeep. Rafa dudó, pero las señas de su ahora compañero le dieron el empujón necesario para abordarlo. Varios kilómetros después creyeron estar a salvo, y permitió que el aire le alejase del peligro que todavía acechaba. Disfrutó, por unos segundos, como el arqueólogo que estaba llamado a ser, dirigiéndose a una excavación recién descubierta. Al aminorar la marcha, un golpe llamado realidad le azotó sin preaviso cuando escucharon otro motor que les perseguía.

—Pero ¿qué les has hecho? —preguntó en un inglés torpe, aunque no tanto como el escaso árabe que chapurreaba.
—No necesitas hacer nada para que te persigan —replicó el otro—, son guerrilleros.

Rafa no sabía cómo se había metido en aquello, como tampoco sabía de qué manera iban a salir. En el horizonte, mientras el Sol se despedía hasta la siguiente jornada, se distinguieron las siluetas a contraluz de las Pirámides de Guiza, que se acercaban con cada vuelta que los neumáticos daban sobre sí. Majestuosas y señoriales, testigos de la historia casi desde que la propia historia comenzara a escribirse.
Sin tiempo para pensar, y viendo que habían sacado ventaja a sus perseguidores, Rafa y su nuevo compañero se apearon cuando la Pirámide de Keops estuvo a tiro de piedra. El español contempló, sorprendido, cómo el coche continuaba rodando a gran velocidad. El chico le sonrió y, agarrando una gran piedra que había en el suelo, hizo un gesto como para tirarla. ¡Había puesto una piedra sobre el acelerador! De esa manera, el coche continuaba avanzando y despistaría a los guerrilleros.
Era una gran idea, sin duda, pero si salía mal les dejaría sin vía de escape.
Y allí se encontraban, dos desconocidos con los traseros descansando en la Pirámide de Keops a la luz de una luna que comenzaba a asomar, tímida. La circunferencia era casi completa y alumbraba hacia todas partes, centenares, millares de kilómetros a la redonda, sin que ni siquiera una inoportuna nube la importunase.
Ellos todavía jadeaban cuando vieron el vehículo que pasaba a velocidad media, alejado unas decenas de metros. Cuatro hombres, mirando hacia los cuatro puntos cardinales, oteando en derredor, en busca de cualquier pista en el horizonte y con la férrea intención de ajusticiar a dos desconocidos.



—Se están tomando muchas molestias —sentenció Rafa, desconfiado— ¿Seguro que no te buscan expresamente a ti?
El egipcio titubeó.
—Bueno…
—¿Qué hiciste?
—Hay una mujer.
—La de uno de ellos, imagino.

Los mercenarios —ahora vengadores matrimoniales— se detuvieron en seco, a su vez detuvieron la conversación que Rafa mantenía, y el miedo mudó los semblantes de los dos hombres agazapados. ¿Habían sido descubiertos? ¿De qué manera? Rafa no sabría decirlo, pero lo irrebatible era que el vehículo se aproximaba a una velocidad de vértigo y ellos no tenían manera de escapar.
Maldijo, pataleó y gritó, gastando el poco margen de reacción que pudiera tener.

—¡Allí! —señaló el chico, hacia la pirámide.
Unos metros más allá se distinguía una pequeña abertura por la que podría caber un ser humano. ¿Cómo podía ser que la más antigua de las siete maravillas del mundo estuviese abierta para ellos?
—Pero… esa no es la entrada…
—¿Qué más te da? ¿Quieres morir?

Sin un argumento con el que rebatir, Rafa corrió tras su compañero y se introdujo en la pirámide por una entrada que no figuraba en sus apuntes, de la que jamás había oído hablar.
Ambos se quedaron quietos, inmóviles, en la comisura de la misma, hasta que escucharon el trote en el exterior. Gatearon un poco hacia lo desconocido, pero no escucharon nada más. Unos segundos después, unas voces en el exterior.

—¿Han entrado en la pirámide? ¿De noche?
—Entonces ya no hay que preocuparse por ellos.

Sus corazones dejaron de galopar al mismo ritmo con que las pisadas enemigas se alejaban. Oxígeno dentro, oxígeno fuera, y con el peligro alejándose, Rafa comenzó a ser consciente de dónde se encontraba, y abrió los ojos buscando algo que investigar.

—Me llamo Hadad, por cierto —dijo el extraño, con las manos apoyadas en las rodillas.
—Rafa.

Pero Rafa no estaba ahí. Sus ojos viajaban por las paredes arenosas del pequeño pasadizo en el que se encontraban, y el español no daba crédito. Solamente había dos accesos para adentrarse en la pirámide, y uno de ellos estaba obstruido. Era imposible que la humanidad hubiera dejado sin descubrir un tercer acceso durante cuatro mil seiscientos años.

—Ciencia ficción —susurró Rafa para sí mismo.
—¿Nos vamos? —pregunto Hadad, inquieto.
—Ni de broma —replicó el español bruscamente.
—¿Cómo?
—¡Estamos en la maldita Pirámide de Keops! ¡En un pasillo que nadie ha descubierto en la historia de la humanidad! ¿De verdad pretendes que me vaya?
—Es peligroso. Hay historias sobre esta pirámide.
—¡Bah! Historias… ¡Historia la que vamos a contar hoy!

Rafa continuó avanzando, y al final de ese pasillo en el que cada metro era más estrecho que el anterior encontraron una pequeña sala sin iluminación. Una vez en ella, Hadad sacó una linterna del bolsillo, y sonrió haciendo el gesto de conducir. La había cogido del coche. La extraña pareja que formaban se comunicaba, en parte, mediante gestos, puesto que ni el inglés de uno ni el del otro era lo suficientemente desenvuelto para conversaciones más complejas.
Iluminado por Hadad, avanzaron lentamente por la sala, que aunque no contaba con mucho que ofrecer, lo que ofrecía era obligatoriamente valioso. Rafa distinguió varias figuritas que representaban escarabajos, y un par de jarrones cerámicos. Nada que fuera a cambiar el transcurso de la historia, pero desde luego, suficiente para hacerse un nombre en la historia de la arqueología.

—Un momento, gira la linterna hacia ahí.
El haz de luz titiló al dirigirse a la esquina, quizá consciente de lo que iba a iluminar.
—¡Un sarcófago! —exclamó Hadad.
—¡Está abierto!

Rafa y Hadad no pudieron tener reacciones más contrapuestas: mientras el español se abalanzaba sobre el sarcófago, sabiéndose dueño de la historia, el egipcio retrocedió con estupor, amedrentado y murmurando palabras sobre sacrilegios y profanaciones.
En el interior del descubrimiento no había momia alguna, para decepción del joven arqueólogo, sino que tan solo había un pequeño Ushebti que parecía azulado. No podía asegurarlo, pues el nerviosismo de Hadad hacía que no estuviese quieto con la linterna.

—¡Tenemos que irnos!
—Ahora nos vamos. ¿Eres consciente de lo que hemos descubierto?

Rafa jugueteaba con la pequeña estatuilla, que en su día fue destinada a guiar al difunto hacia una nueva vida. El tacto era suave y delicado, a excepción de un pequeño agujero en lo que debía ser la nuca del Ushebti. ¿Un defecto de fabricación? ¿Una rotura en el interior del sarcófago? Una figura como aquella no debería tener ningún orificio, hasta donde él sabía era una imperfección.
Toqueteando, el torpe español escuchó cómo la cabeza de la estatuilla crujía entre sus manos. “Ups”, sonó en su cabeza, mientras observaba la cabecita cerámica en su palma derecha. Su faceta arqueóloga le llamó hereje, pero la vertiente amorosa le dijo: esto es para Gemma.
Mientras tanto, el grito que ahogó Hadad asustó más a Rafa que el propio accidente. La linterna cayó al suelo, rebotó varias veces y, como consecuencia, dejó la estancia a oscuras. Hadad corría como un loco, Rafa lo intuía entre las sombras con las manos en la cabeza, y se apartó de su camino. El egipcio, completamente enajenado, chocó con el sarcófago, que se tambaleó varias veces. Parecía que se mantendría en pie, pero el suspense se rompió al rodar sobre su canto, iniciando un brusco descenso que encontró a Hadad en su camino.
Cuando un sarcófago de más de cien kilos se cierne sobre ti, es mejor que te dé tiempo a apartarte. No fue el caso de Haddad, que vio cómo la mole de piedra lo aplastaba sin piedad. El golpe fue sordo, y sumió la sala en un absoluto silencio momentáneo. Solamente el eco del puzle de sarcófago desperdigándose por la sala. Hadad comenzó a gimotear, pero la postura inverosímil en la que se encontraba su cuerpo no auguraba opciones de salir con vida de la pirámide.
El rostro de Rafa era un compuesto de sensaciones contradictorias: el éxtasis por el descubrimiento arqueológico todavía quería hacerse notar, pero era el pánico por la tragedia de Hadad quien había tomado el mando. Sintió un temblor bajo sus pies, como si la esfinge de Guiza se hubiera puesto en pie para ajustar cuentas con él.
Dio un paso hacia donde esperaba que estuviese la salida.
Otro temblor, más intenso, más duradero.
Otro paso hacia la salvación.
El tercer temblor fue de tal contundencia que Rafa supo que debía detenerse. Pensó que si devolvía la pequeña cabeza del Ushebti, quizás la esfinge le perdonase. Retrocedió un par de pasos, pero el sarcófago hecho añicos y un nuevo temblor estremecedor le confirmaron que ya no había nada que pudiese hacer para enmendar su intromisión.
Entre seísmos, una voz sobrecogedora, venida del mismísimo infierno, le acusaba. No tenía idea de qué palabras del Antiguo Egipto pronunciaba ni de cuál era su significado, pero el tono era de condena absoluta.
La voz de Hadad todavía consiguió abrirse paso a duras penas, en forma de hilillo, pero Rafa no fue capaz de escucharle.

—¿Qué dices? —espetó el español.
—Los dioses… están furiosos…
—Sí, ya lo veo —admitió—. ¿Qué puedo hacer?
—Vamos a morir.

Esta vez, Rafa no se atrevió a quitarle la razón. El panorama, tintado de pura fantasía y pesadilla, no era nada alentador. Los intermitentes temblores parecían ya un terremoto, y la voz gutural surgida del mismo infierno amenazaba con reventarle los tímpanos.
Acorralado, Rafa cerró los ojos e inició una carrera hacia donde podría estar la salida. Una aguja en un pajar, que hubiera dicho su madre. Un tiro en la ruleta rusa, donde cinco eran las balas y una sola la salvación. La momia que antes no existía salió del sarcófago y se abalanzó sobre él, prometiéndole una muerte tan rápida como inevitable.



Elena contempla a su abuelo, que mira absorto en dirección al suelo. Ella, que había vuelto a coger el teléfono móvil, lo observa tirado en el suelo, de cualquier manera; se le debe haber caído. Comprueba que su boca está abierta a causa del asombro, y sacude la cabeza para tratar de zafarse de esa perplejidad.

—Esa historia…
—Es tan cierta como que hoy estamos aquí.
—Pero ¿cómo saliste de ahí? ¿Qué ocurrió con Hadad? Y la momia…
—Espera, Elena, espera —la tranquiliza su abuelo—. No sé cómo salí de ahí, la verdad. Cuando desperté, me encontraba en una especie de clínica en El Cairo, donde me dijeron que habían encontrado mi cuerpo, tendido junto a la Pirámide de Keops.
—¿Y el pasadizo?
—Ni rastro de él.
—¿Los mercenarios?
—Tampoco.
—¿Hadad?
El abuelo observa cómo la niña pierde interés de nuevo. Ha dejado de creer la historia, su historia. El abuelo sonríe.
—Necesitas pruebas, ¿verdad?
—Es una historia difícil de creer, abuelo. Muy buena, pero difícil de creer.
—Yo regresé a España una semana después, sin un rasguño que demostrase que había estado en Keops.
Elena mira el móvil, pero el abuelo sigue hablando. Lento.
—Me casé con tu abuela, a la que no has tenido la suerte de conocer.
—¿Cómo conseguiste que se casara contigo? ¿Qué es lo que hiciste que nadie podría igualar?
—Le entregué la cabecita del Ushebti.
—¿El de la pirámide?
—El mismo.

De pronto, Elena se fija en el colgante de cerámica que siempre lleva el abuelo. Dorado, brillante.
Lo toca. Suave y delicado al tacto.
Siente un temblor bajo sus pies.
El abuelo sonríe, pero esa sonrisa no es la suya.

2 comentarios:

EscritosCometa dijo...

Un relato estupendo que me ha hecho recordar las historias, no tan emocionantes claro, que me contaba mi abuela día sí y día también, aun que en mi caso estaba encantada de escucharlas. Un relato estupendo cuyo final deja con un buen sabor de boca. Me ha encantado leerte, un saludo, Cometa.

Fer Llordén dijo...

¡Muchas gracias! Yo acabo de seguirte en tu blog :)