—Te voy a hablar del Libro de los
muertos —dice el abuelo con los ojos vidriosos.
—Ya estamos —responde la niña
suspirando, sin dejar de aferrar ese móvil del que no es capaz de despegar la
vista.
—No hay muchos ejemplares del Libro de
los muertos, y los que hay, están incompletos. En la época se utilizaba para
guiar el alma de los fallecidos al mismo lugar en el que vivían los dioses, y
allí podían comenzar su siguiente vida.
—Y todo eso, ¿de dónde te lo has sacado?
El abuelo hace una mueca casi
imperceptible de desagrado. El intento por impresionar a su nieta, de apenas
siete años, está fracasando. Lleva su mente al pasado, setenta años atrás, y
recuerda cómo él aguardaba impaciente el siguiente cuento de su madre. La
mayoría de las noches cedía ante el sueño entre fantasías relatadas por la
mujer que le trajo al mundo, contando las horas que restaban para que, al día
siguiente, la historia continuase.
—¡Esto es historia, chiquilla! —exclama
él, comenzando a molestarse— Busca, busca en el aparato ese mientras yo traigo
algo.
Elena intuye por el rabillo del ojo que
su abuelo se aleja, y un resquicio de curiosidad le hace salir del juego y
teclear a toda velocidad. No quiere que la pillen y tener que reconocer que, en
el fondo, está intrigada.
Una gran ventana con fondos dorados y
enrevesados se abre ante ella, deslumbrándole en la cara con su potente
iluminación. Comienza a leer a su máxima velocidad, que no es mucha, pero no
termina de entender las letras que su cerebro descifra. Sí se fija en las
palabras clave, que coinciden con lo que el abuelo ha dicho. Lee nosequé de sortilegios y nosecuántos del más allá. Escucha el
bastón golpear contra el suelo, cada vez con más fuerza, cada vez más cercano,
y cierra la pestaña para adoptar su posición de indiferencia.
—¡Me ha costado encontrarlo!
—¿Qué es eso? —pregunta ella, incapaz de
contenerse.
—Pues ¿qué va a ser? ¡El Libro de los
muertos!
Elena salta espoleada por un resorte
imaginario y se lo arrebata. Es una especie de cuaderno, en realidad, con unas
hojas finas, diferentes en tamaño y rugosas al tacto, que parecen poder
romperse con un solo soplido. El color es amarillento, envejecido, y ninguna de
las esquinas permanece tal y como debió ser en su día. Sin embargo, Elena no ve
más que dibujos sin sentido campando en todas las direcciones del cuaderno.
—¡Vaya! Parece que te va interesando la
historia —exclama el abuelo, sonriente al fin.
La niña no tiene más opción que rogar.
—Venga, cuéntamelo.
—Bien. Como te decía, el Libro de los
muertos lo utilizaban los egipcios para conducir a sus fallecidos hasta sus
dioses. Al principio escribían los sortilegios…
—¿Qué es un sortilegio, abuelo?
—Es una especie de hechizo, que se
escribía en el ataúd del fallecido, en tablas o en pergaminos, para ayudarle a
sortear las adversidades que se encontraría en su camino.
—¿Y tú te crees todo eso? —el recelo
acude de nuevo al semblante de la joven, que mira de reojo el teléfono móvil.
—¿Me
dejas continuar con la historia, y así verás hacia dónde voy? —ante la risita
de Elena, el abuelo prosigue con su lento hablar— Esos muertos debían ser gente
de dinero, de poder y de un alto estatus en la sociedad egipcia. Un esclavo no
podía ni siquiera soñar con algo así. A menudo, junto a los cadáveres se
introducía una estatuilla, llamada Ushebti,
cuya misión era ayudar al fallecido en el transcurso de las dificultades que
debería sortear. Y tú te preguntarás a qué viene todo esto. Hace cincuenta
años, tu abuela me dijo que, si quería casarme con ella, tenía que pedírselo de
una manera que nadie pudiera igualar. Era muy orgullosa. Yo no tenía ni treinta
años, y estaba a punto de viajar a Egipto para continuar con mis estudios de
arqueología…
Un joven Rafael Buruenca pisaba suelo
egipcio con una expresión de júbilo atemorizado que era tan extraña como suena.
Estaba deseoso de adentrarse en las pirámides, estudiar sarcófagos y descifrar
jeroglíficos, pero pronto descubrió que una cultura totalmente contraria a la
suya opondría más resistencia de la esperada. El pase que le habían dado no
abría tantas puertas como le prometieron, y pasó sus primeras semanas en un
edificio donde los papeles amenazaban con enterrarle.
Daba vueltas y más vueltas a su última
conversación con Gemma: “me lo tendrás
que pedir de una manera que nadie pueda igualar”, había dicho. Él se había envalentonado enseguida, pero no sabía cuál
podía ser esa manera.
Un mes después de su llegada, no tenía más
amistades que sus apuntes, y empleaba el tiempo libre en dar vueltas alrededor
de su centro de estudio. Cada día se alejaba un poco más, sintiéndose el más
valiente de El Cairo. El Sol había dado color a su tez, y ayudado de la barba y
ropa propias de la capital, podía ser confundido con un ciudadano más.
Durante la tarde de un jueves
especialmente caluroso, Rafa deambulaba con cada mano en su bolsillo, mirada
caída y expresión taciturna. Lo habitual, una vez asumida la decepción de su
aventura. Las cartas de y hacia Gemma tardaban mucho en llegar, y los días se
estiraban hasta el punto de que se estaba comenzando a plantear una retirada
hacia España. Sumido precisamente en estos pensamientos, unos gritos a su
espalda le espolearon el ánimo. Un hombre con ropa que una vez fue blanca lo
adelantó a la carrera, y le hizo gestos para que le siguiera. Indeciso, Rafa se
giró y, a lo lejos, tras la densa polvareda que el desconocido había dejado, se
distinguían unas siluetas oscuras, tres o cuatro tal vez, que corrían con
rifles a modo de presentación.
Comenzó a correr como si la vida le fuera
en ello —le iba, de hecho— y alcanzó al desconocido justo cuando estaba
subiéndose en un Jeep. Rafa dudó, pero las señas de su ahora compañero le
dieron el empujón necesario para abordarlo. Varios kilómetros después creyeron
estar a salvo, y permitió que el aire le alejase del peligro que todavía
acechaba. Disfrutó, por unos segundos, como el arqueólogo que estaba llamado a
ser, dirigiéndose a una excavación recién descubierta. Al aminorar la marcha,
un golpe llamado realidad le azotó sin preaviso cuando escucharon otro motor
que les perseguía.
—Pero ¿qué les has hecho? —preguntó en un
inglés torpe, aunque no tanto como el escaso árabe que chapurreaba.
—No necesitas hacer nada para que te
persigan —replicó el otro—, son guerrilleros.
Rafa no sabía cómo se había metido en
aquello, como tampoco sabía de qué manera iban a salir. En el horizonte,
mientras el Sol se despedía hasta la siguiente jornada, se distinguieron las
siluetas a contraluz de las Pirámides de Guiza, que se acercaban con cada
vuelta que los neumáticos daban sobre sí. Majestuosas y señoriales, testigos de
la historia casi desde que la propia historia comenzara a escribirse.
Sin tiempo para pensar, y viendo que
habían sacado ventaja a sus perseguidores, Rafa y su nuevo compañero se apearon
cuando la Pirámide de Keops estuvo a tiro de piedra. El español contempló,
sorprendido, cómo el coche continuaba rodando a gran velocidad. El chico le
sonrió y, agarrando una gran piedra que había en el suelo, hizo un gesto como para
tirarla. ¡Había puesto una piedra sobre el acelerador! De esa manera, el coche
continuaba avanzando y despistaría a los guerrilleros.
Era una gran idea, sin duda, pero si salía
mal les dejaría sin vía de escape.
Y allí se encontraban, dos desconocidos
con los traseros descansando en la Pirámide de Keops a la luz de una luna que
comenzaba a asomar, tímida. La circunferencia era casi completa y alumbraba
hacia todas partes, centenares, millares de kilómetros a la redonda, sin que ni
siquiera una inoportuna nube la importunase.
Ellos todavía jadeaban cuando vieron el
vehículo que pasaba a velocidad media, alejado unas decenas de metros. Cuatro
hombres, mirando hacia los cuatro puntos cardinales, oteando en derredor, en
busca de cualquier pista en el horizonte y con la férrea intención de
ajusticiar a dos desconocidos.
—Se están tomando muchas molestias
—sentenció Rafa, desconfiado— ¿Seguro que no te buscan expresamente a ti?
El egipcio titubeó.
—Bueno…
—¿Qué hiciste?
—Hay una mujer.
—La de uno de ellos, imagino.
Los mercenarios —ahora vengadores
matrimoniales— se detuvieron en seco, a su vez detuvieron la conversación que
Rafa mantenía, y el miedo mudó los semblantes de los dos hombres agazapados. ¿Habían
sido descubiertos? ¿De qué manera? Rafa no sabría decirlo, pero lo irrebatible
era que el vehículo se aproximaba a una velocidad de vértigo y ellos no tenían
manera de escapar.
Maldijo, pataleó y gritó, gastando el poco
margen de reacción que pudiera tener.
—¡Allí! —señaló el chico, hacia la
pirámide.
Unos metros más allá se distinguía una
pequeña abertura por la que podría caber un ser humano. ¿Cómo podía ser que la
más antigua de las siete maravillas del mundo estuviese abierta para ellos?
—Pero… esa no es la entrada…
—¿Qué más te da? ¿Quieres morir?
Sin un argumento con el que rebatir, Rafa
corrió tras su compañero y se introdujo en la pirámide por una entrada que no
figuraba en sus apuntes, de la que jamás había oído hablar.
Ambos se quedaron quietos, inmóviles, en
la comisura de la misma, hasta que escucharon el trote en el exterior. Gatearon
un poco hacia lo desconocido, pero no escucharon nada más. Unos segundos
después, unas voces en el exterior.
—¿Han entrado en la pirámide? ¿De noche?
—Entonces ya no hay que preocuparse por
ellos.
Sus corazones dejaron de galopar al mismo
ritmo con que las pisadas enemigas se alejaban. Oxígeno dentro, oxígeno fuera,
y con el peligro alejándose, Rafa comenzó a ser consciente de dónde se
encontraba, y abrió los ojos buscando algo que investigar.
—Me llamo Hadad, por cierto —dijo el
extraño, con las manos apoyadas en las rodillas.
—Rafa.
Pero Rafa no estaba ahí. Sus ojos viajaban
por las paredes arenosas del pequeño pasadizo en el que se encontraban, y el
español no daba crédito. Solamente había dos accesos para adentrarse en la
pirámide, y uno de ellos estaba obstruido. Era imposible que la humanidad
hubiera dejado sin descubrir un tercer acceso durante cuatro mil seiscientos
años.
—Ciencia ficción —susurró Rafa para sí
mismo.
—¿Nos vamos? —pregunto Hadad, inquieto.
—Ni de broma —replicó el español
bruscamente.
—¿Cómo?
—¡Estamos en la maldita Pirámide de Keops!
¡En un pasillo que nadie ha descubierto en la historia de la humanidad! ¿De
verdad pretendes que me vaya?
—Es peligroso. Hay historias sobre esta
pirámide.
—¡Bah! Historias… ¡Historia la que vamos a
contar hoy!
Rafa continuó avanzando, y al final de ese
pasillo en el que cada metro era más estrecho que el anterior encontraron una
pequeña sala sin iluminación. Una vez en ella, Hadad sacó una linterna del
bolsillo, y sonrió haciendo el gesto de conducir. La había cogido del coche. La
extraña pareja que formaban se comunicaba, en parte, mediante gestos, puesto
que ni el inglés de uno ni el del otro era lo suficientemente desenvuelto para
conversaciones más complejas.
Iluminado por Hadad, avanzaron lentamente
por la sala, que aunque no contaba con mucho que ofrecer, lo que ofrecía era
obligatoriamente valioso. Rafa distinguió varias figuritas que representaban
escarabajos, y un par de jarrones cerámicos. Nada que fuera a cambiar el
transcurso de la historia, pero desde luego, suficiente para hacerse un nombre
en la historia de la arqueología.
—Un momento, gira la linterna hacia ahí.
El haz de luz titiló al dirigirse a la
esquina, quizá consciente de lo que iba a iluminar.
—¡Un sarcófago! —exclamó Hadad.
—¡Está abierto!
Rafa y Hadad no pudieron tener reacciones
más contrapuestas: mientras el español se abalanzaba sobre el sarcófago,
sabiéndose dueño de la historia, el egipcio retrocedió con estupor, amedrentado
y murmurando palabras sobre sacrilegios y profanaciones.
En el interior del descubrimiento no había
momia alguna, para decepción del joven arqueólogo, sino que tan solo había un
pequeño Ushebti que parecía azulado. No podía asegurarlo, pues el nerviosismo
de Hadad hacía que no estuviese quieto con la linterna.
—¡Tenemos que irnos!
—Ahora nos vamos. ¿Eres consciente de lo
que hemos descubierto?
Rafa jugueteaba con la pequeña estatuilla,
que en su día fue destinada a guiar al difunto hacia una nueva vida. El tacto
era suave y delicado, a excepción de un pequeño agujero en lo que debía ser la
nuca del Ushebti. ¿Un defecto de fabricación? ¿Una rotura en el interior del
sarcófago? Una figura como aquella no debería tener ningún orificio, hasta
donde él sabía era una imperfección.
Toqueteando, el torpe español escuchó cómo
la cabeza de la estatuilla crujía entre sus manos. “Ups”, sonó en su cabeza,
mientras observaba la cabecita cerámica en su palma derecha. Su faceta
arqueóloga le llamó hereje, pero la vertiente amorosa le dijo: esto es para
Gemma.
Mientras tanto, el grito que ahogó Hadad
asustó más a Rafa que el propio accidente. La linterna cayó al suelo, rebotó
varias veces y, como consecuencia, dejó la estancia a oscuras. Hadad corría
como un loco, Rafa lo intuía entre las sombras con las manos en la cabeza, y se
apartó de su camino. El egipcio, completamente enajenado, chocó con el
sarcófago, que se tambaleó varias veces. Parecía que se mantendría en pie, pero
el suspense se rompió al rodar sobre su canto, iniciando un brusco descenso que
encontró a Hadad en su camino.
Cuando un sarcófago de más de cien kilos se
cierne sobre ti, es mejor que te dé tiempo a apartarte. No fue el caso de
Haddad, que vio cómo la mole de piedra lo aplastaba sin piedad. El golpe fue
sordo, y sumió la sala en un absoluto silencio momentáneo. Solamente el eco del
puzle de sarcófago desperdigándose por la sala. Hadad comenzó a gimotear, pero
la postura inverosímil en la que se encontraba su cuerpo no auguraba opciones
de salir con vida de la pirámide.
El rostro de Rafa era un compuesto de
sensaciones contradictorias: el éxtasis por el descubrimiento arqueológico
todavía quería hacerse notar, pero era el pánico por la tragedia de Hadad quien
había tomado el mando. Sintió un temblor bajo sus pies, como si la esfinge de
Guiza se hubiera puesto en pie para ajustar cuentas con él.
Dio un paso hacia donde esperaba que
estuviese la salida.
Otro temblor, más intenso, más duradero.
Otro paso hacia la salvación.
El tercer temblor fue de tal contundencia
que Rafa supo que debía detenerse. Pensó que si devolvía la pequeña cabeza del
Ushebti, quizás la esfinge le perdonase. Retrocedió un par de pasos, pero el
sarcófago hecho añicos y un nuevo temblor estremecedor le confirmaron que ya no
había nada que pudiese hacer para enmendar su intromisión.
Entre seísmos, una voz sobrecogedora,
venida del mismísimo infierno, le acusaba. No tenía idea de qué palabras del
Antiguo Egipto pronunciaba ni de cuál era su significado, pero el tono era de condena
absoluta.
La voz de Hadad todavía consiguió abrirse
paso a duras penas, en forma de hilillo, pero Rafa no fue capaz de escucharle.
—¿Qué dices? —espetó el español.
—Los dioses… están furiosos…
—Sí, ya lo veo —admitió—. ¿Qué puedo
hacer?
—Vamos a morir.
Esta vez, Rafa no se atrevió a quitarle la
razón. El panorama, tintado de pura fantasía y pesadilla, no era nada
alentador. Los intermitentes temblores parecían ya un terremoto, y la voz
gutural surgida del mismo infierno amenazaba con reventarle los tímpanos.
Acorralado, Rafa cerró los ojos e inició
una carrera hacia donde podría estar la salida. Una aguja en un pajar, que
hubiera dicho su madre. Un tiro en la ruleta rusa, donde cinco eran las balas y
una sola la salvación. La momia que antes no existía salió del sarcófago y se
abalanzó sobre él, prometiéndole una muerte tan rápida como inevitable.
Elena
contempla a su abuelo, que mira absorto en dirección al suelo. Ella, que había
vuelto a coger el teléfono móvil, lo observa tirado en el suelo, de cualquier
manera; se le debe haber caído. Comprueba que su boca está abierta a causa del
asombro, y sacude la cabeza para tratar de zafarse de esa perplejidad.
—Esa
historia…
—Es
tan cierta como que hoy estamos aquí.
—Pero
¿cómo saliste de ahí? ¿Qué ocurrió con Hadad? Y la momia…
—Espera,
Elena, espera —la tranquiliza su abuelo—. No sé cómo salí de ahí, la verdad.
Cuando desperté, me encontraba en una especie de clínica en El Cairo, donde me
dijeron que habían encontrado mi cuerpo, tendido junto a la Pirámide de Keops.
—¿Y
el pasadizo?
—Ni
rastro de él.
—¿Los
mercenarios?
—Tampoco.
—¿Hadad?
El
abuelo observa cómo la niña pierde interés de nuevo. Ha dejado de creer la
historia, su historia. El abuelo sonríe.
—Necesitas
pruebas, ¿verdad?
—Es
una historia difícil de creer, abuelo. Muy buena, pero difícil de creer.
—Yo
regresé a España una semana después, sin un rasguño que demostrase que había
estado en Keops.
Elena
mira el móvil, pero el abuelo sigue hablando. Lento.
—Me
casé con tu abuela, a la que no has tenido la suerte de conocer.
—¿Cómo
conseguiste que se casara contigo? ¿Qué es lo que hiciste que nadie podría
igualar?
—Le
entregué la cabecita del Ushebti.
—¿El
de la pirámide?
—El
mismo.
De
pronto, Elena se fija en el colgante de cerámica que siempre lleva el abuelo.
Dorado, brillante.
Lo
toca. Suave y delicado al tacto.
Siente
un temblor bajo sus pies.
El abuelo
sonríe, pero esa sonrisa no es la suya.
2 comentarios:
Un relato estupendo que me ha hecho recordar las historias, no tan emocionantes claro, que me contaba mi abuela día sí y día también, aun que en mi caso estaba encantada de escucharlas. Un relato estupendo cuyo final deja con un buen sabor de boca. Me ha encantado leerte, un saludo, Cometa.
¡Muchas gracias! Yo acabo de seguirte en tu blog :)
Publicar un comentario