Lucio despegó sus manos durante
un instante, y las observó. Los callos por un trabajo inhumano habían ido
ajándose con cada golpe de remo, un movimiento repetitivo y tedioso en las
primeras horas, cruel y desgarrador en las siguientes. Tenía las palmas en carne
viva, inexorablemente predestinadas a sangrar. Había visto lo que ocurría
cuando ese momento llegaba: dos sucios trapos a modo de vendaje, y vuelta a
empezar. No había disculpa alguna, no había más absolución que la muerte
otorgada por un océano despiadado, que aguardaba al final de un camino repleto
de jadeos y sufrimiento.
Recordó el momento en que fue
apresado. Hacía dos semanas ya. El fulgor en los ojos de un joven de veintitrés
años se apagó cuando su cuello fue rodeado por una cuerda áspera, implacable,
inclemente. No había vuelto a sonreír desde entonces. Acarició con sus manos
lastimadas el cuello lastimado, en un abrazo de autocompasión y remordimiento.
Atrás quedaron las tardes en las que sus padres le pidieron que llevase
cuidado. Pero él quería vivir aventuras.
Con sus heridas palpitando, y
saciado ya de esas aventuras, Lucio guió la mirada hacia su vestimenta. La
camisa impoluta con la que había salido de casa estaba ahora corrompida por una
mezcla de barro, sangre y bilis, y sus tenues sollozos no eran los únicos que
se escuchaban en la bodega de la embarcación.
—¡Eh, tú! ¿Para qué sirven tus
manos de clase noble?
A Lucio le dolieron las
palabras, el desdén con el que fueron pronunciadas. Pero le dolió todavía más
el latigazo que las siguió. Profirió un grito desgarrador como réplica, pero
sus manos obedecieron instantáneamente y se aferraron a la madera del remo.
Sendas lágrimas cayeron por su piel brillante, visitando las comisuras de unos
labios agrietados que las saborearon como amargo combustible.
Con el transcurso de los
minutos, los latigazos se sucedían, y Lucio se estremecía con cada uno de
ellos. Hasta que no pasaban unos segundos, no estaba completamente seguro de
que el destinatario fuera otro, y un profundo suspiro lo acompañaba.
No sueltes las manos, y todo irá
bien, se decía.
Un chico, dos cuerpos a su
izquierda, las levantó. Estiró y encogió las manos, y un par de gotas carmesíes
cayeron desde sus dedos. Se fijó en que no era la única persona que lo
observaba. Los últimos días habían sido especialmente duros, con varios
galeotes cayendo desmayados y los latigazos sucediéndose en intervalos más
escuetos. O bien, el navío llegaba tarde, o bien, el capataz tenía el humor
peor de lo acostumbrado.

—¿Se puede saber qué…? —la
pregunta iba acompasada con su brazo, que se alzaba con la fusta en el otro
extremo, presta a ser descargada sobre alguien.
Sin embargo Lucio, ese chico sin
fuerzas en la recámara y con el ánimo desplomado, había reunido el vigor
necesario para levantarse e interponerse entre el látigo y su destinatario.
¿Por qué había hecho algo así? Ni siquiera él lo sabía. En cualquier caso, fue
el detonante de una situación que se desvió de cualquier plan trazado con
anterioridad.
Reinó el caos.
Provistos de una dosis infinita
de valor, el resto de remeros hicieron propio el ejemplo de Lucio y se alzaron
contra el capataz. Una lluvia de brazos y piernas cayeron sobre la mole que tan
firme se alzaba unos segundos atrás, hasta derrumbarla y hacerla invisible a
los ojos que no estuviesen presentes en la amalgama de cuerpos que batallaban.
La anarquía debió ser escuchada en el exterior de la bodega, y su puerta se
abrió con un golpe seco.
Llegaban refuerzos.
Nadie sabe a ciencia cierta
quienes salieron victoriosos de aquella batalla anónima, pero tanto los
opresores como los sublevados marcaron con sangre ese día, ya fuera con dicha o
con desgracia, en el calendario de sus vidas.
2 comentarios:
Me asombra lo bien que escribes. Me gusta muchísimo leerte. ¡Que callado te lo tenías!
Un millón de gracias.
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