martes, 3 de noviembre de 2020

Pili

     

        Todo arte requiere de una paciencia y un control del tempo infinitos. El pintor necesita una luz adecuada, unos materiales concretos y un modelo u objeto en condiciones. El escritor solamente necesita dos cosas: máquina de escribir (en su defecto, papel y lápiz) e inspiración, pero esta última, en ocasiones, se presenta como la búsqueda del Santo Grial. El oficio de escultor requiere de una pericia única, y la asunción de que un golpe fuera de sitio puede dar al traste con todo el trabajo.

Hay muchas modalidades artísticas, y cada una de ellas peca de una u otra peculiaridad que la convierte en caótica a la par que irresistible. La fotografía, pasión de Pili, cuenta con el regusto que se te queda siempre, porque esa foto, aunque sea perfecta, SIEMPRE podría haber quedado mejor. Un poco más de luz, un mejor encuadre, diferentes condiciones meteorológicas, un mayor balance de blancos. Siempre hay algo que mejorar, y eso es difícil de asumir por parte de quien se halla tras la cámara.

Tal era el entusiasmo de Pili por el arte de la obturación, que voló en solitario hacia Islandia. Se dice de Noruega que es la cuna de las auroras boreales, y ella se había inventado que su destino podía denominarse como «la cigüeña que lleva al niño a esa cuna». La isla no contaba con la fama de su vecina del este, pero la mayor variedad de paisajes que esta albergaba la hizo decantarse por la Tierra de Fuego y Hielo.

Hacía ya dos días desde que aterrizó en aquella maravilla alejada de todo rastro de civilización. Por lo que había leído, fuera de Reikiavik, la calma era eterna, y al menos este punto lo estaba comprobando en su propia piel. Las gélidas temperaturas podían ser un contratiempo, sí, pero estaba dispuesta a pagar tal peaje solo por el hecho de sanearse por dentro de la manera que lo estaba haciendo. La excusa era la fotografía, y aunque se trataba en realidad del motivo del viaje, Pili agradecía la renovación personal que la envolvía. Las aguas termales de la piscina de Grettislaug acariciaban su cuerpo, y ella, con los ojos cerrados, se dejó llevar por el entorno, hasta que la noche devoró con calma al día, susurrándole al oído que su tiempo había terminado.


            Cuando abrió los ojos, inauguró el ritual que pensaba repetir hasta que consiguiese una instantánea —LA instantánea—de una aurora boreal. Salió de la piscina a toda prisa, puesto que era el único lugar en el que el frío no hendía sus mortíferas estacas. Se envolvió en la manta térmica y corrió hacia su iglú, donde le aguardaba un calor moderadamente satisfactorio, dadas las circunstancias.

Era su segunda noche en aquel lugar. Había llegado el momento.

Con capas y capas de ropa adaptada para el más crudo de los inviernos, abrió la cremallera que la devolvió a la intemperie. Aguzó la vista y echó una ojeada panorámica. Las montañas, completamente invadidas por la nieve, quedaban a su izquierda. Lo que en cualquier lugar del mundo hubiese copado la atención, aquí era tan solo un elemento más. Al pie del macizo, la llanura se confundía con la línea del mar, ahora invisible por la negrura. Ni un solo sonido distraía su atención, y es que la mayoría de los pocos turistas de la zona ya habían comenzado el camino de regreso al camping.

La noche era ya cerrada, y Pili tenía ya todo el equipo preparado. Toda su labor allí se resumía a ajustar la configuración idónea, el encuadre perfecto, y aguardar. Probablemente fuera una noche aburrida en la mayoría de sus tramos, pero el momento no espera a nadie y, cuando llegase, debería dar el cien por cien para capturar esa estampa para el resto de sus días. La imagen habitual de una aurora hace creer que son eternas, que se mantienen en el cielo para siempre, pero lo cierto es que son caprichosas, puesto que su cénit puede pasar desapercibido para un espectador despistado.

El cielo comenzó a moverse de manera imperceptible. No para ella. Su mirada era la del vigilante que sabe que se va a cometer un robo, y simplemente debe estar alerta para detectar el cuándo. Pili lo había estudiado, y la noche anterior, gracias a ello, estuvo cerca de tomar una imagen satisfactoria (pero no LA imagen). Ese día no pasaría, pero se lamentó, entró en cólera por dentro, cuando detectó que una pareja entraba en el marco de su foto. No tenía tiempo de mover el equipo, ya que se arriesgaba a perder el momento. Tampoco quiso vocear desde allí, entrando en una conversación que, con toda probabilidad, no la llevaría a ningún lado. Así pues, todo dependía de la ubicación que la pareja escogiese para contemplar la aurora.

        Ellos también apreciaron que el clímax de la noche se aproximaba y, tras una sonrisa de complicidad, tomaron asiento en el suelo mismo.

Pili observó. No estropeaban la imagen, desde luego. Incluso, algún alma enamoradiza podría asegurar que la completaban. De espaldas, a contraluz y ambos sentados en pose de flor de loto, la pareja colocaba el broche perfecto a una sucesión de espirales luminosos que ya daba comienzo. Dejó a un lado la conveniencia de aquellos dos invitados de última hora a su fiesta privada, y se enfrascó en el arte de la obturación. Disparó una y cien veces. Ajustó la configuración, cambiando solo algún pequeño detalle que variaba con el curso de la noche. Sintió que los segundos avanzaban, y ella, ajena a todo, disfrutó como no lo había hecho en la vida, aun sin conocer el resultado final de su trabajo.

Capturó el ascenso de la aurora, su cumbre y su ocaso, hasta que sintió que se había vaciado por dentro.

         Hay gente que invierte su tiempo y dinero en ver fútbol o ir a cenar, pero Pili supo que aquel viaje solitario, a la caza de auroras boreales, lo había capturado con el alma.




NOTA: relato enlazado. Este es un relato independiente, pero que va unido a otro de los relatos por la preventa de Los ecos de la mente. Esta misma semana será publicado en el blog.

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