miércoles, 16 de diciembre de 2020

Velasco

 

La documentación en la vida de un escritor es fundamental. Y si se trataba, como era el caso, de un autor atípico, esa importancia se multiplicaba. No es lo mismo buscar en Google «Alfarería en Brazzaville» que ir a Brazzaville a comprobar, en primera persona, el primer plano de la artesanía que se llevaba a cabo en la capital de El Congo. En ocasiones, la segunda opción marcaba la diferencia sobre la primera, y es algo que Gabriel tenía claro.

Sí, también supo reconocer, en su fuero interno, que quizás esa documentación se le había ido de las manos. Pero un espíritu viajero como el suyo, el alma aventurera que llevaba dentro, le pidió a gritos viajar a África, aunque la excusa fuera tan burda como aquella.

Gabriel había buscado, desde un primer momento, un lugar que captase la esencia misma de la cultura africana. Podría haber escogido decenas de países tan buenos como El Congo, y sin embargo, el azar le hizo decantarse por ese lugar. En cuanto su avión aterrizó, supo que se trataba del sitio indicado. Cada día visitaba un emplazamiento diferente, pero siempre partía desde la vera del Río Congo, a los pies de la salida de su hotel. De ensueño.

Aquella mañana, sin embargo, el cielo había amanecido turbio, quejicoso, y mostraba sus achaques en forma de relámpagos que resquebrajaban el cielo. Unos pocos segundos después, el trueno murmullaba a lo lejos. La tormenta estaba lejos.

Pese a todo, no quiso confiarse. Dejaría las maravillas naturales de la ciudad para otro momento. Se acercó, con pasos cansinos como el día, a la Iglesia Sainte-Anne, a unos cientos de metros de donde se encontraba. Había oído hablar de los talleres que se impartían en el local aledaño al templo, y creyó que sería una gran forma de entremezclarse con la cultura más inherente del ciudadano africano.

Gabriel encontró unas calles despobladas, en comparación con las jornadas anteriores. Había desechado las habladurías sobre aquellos monstruos que habitaban las alcantarillas y que, en días lluviosos, se aventuraban y asomaban a la superficie; sin embargo, sabía del escepticismo autóctono, y puso en consideración que la escasez de ciudadanos estuviese relacionada con semejante patraña.

Con estos pensamientos, alcanzó el lugar donde se celebraba el taller alfarero. Se sorprendió a sí mismo al haber tardado tanto en visitarlo. Eran ya dos semanas en la ciudad, y no encontró el momento adecuado para acudir al reclamo de su viaje hasta que una tormenta le hizo valorarlo.

El ambiente en el interior era completamente opuesto al gris que inundaba las calles de la capital. Al fondo del inmenso local, la percusión y el canto dotaban al ambiente de un entusiasmo regenerador, que hizo que Gabriel activase sus sentidos y recuperase el ímpetu olvidado minutos atrás.

Varias mesas estaban dispuestas bajo una intensa iluminación. En cada una de ellas, tres tornos daban vueltas mientras sus inexpertos ocupantes se las deseaban para que la figura de arcilla no se derrumbase. Caminó unos pocos metros más, y se topó con una mesa que contaba con un puñado de espectadores. Al aproximarse descubrió, no sin cierta sorpresa, a una pareja coterránea que jamás hubiera imaginado encontrarse allí: Jesús Calleja, el aventurero y presentador de televisión. Iba acompañado de José Coronado, y juntos, contemplaban al que parecía ser el alfarero más diestro del lugar.

Transcurrieron unos segundos de silencio. Los espectadores, hipnotizados con la demostración; Gabriel, en parte contagiado por el mismo sentimiento, desviaba de cuando en cuando la mirada hacia sus paisanos, deslizando sonrisas incrédulas a causa de semejante coincidencia. Pasados unos minutos, el lugar comenzó a vaciarse, intuyendo que el clímax del espectáculo ya había quedado atrás. Trató de dar unos pasos mas para saludar a las celebridades que siempre veía por televisión. Sin embargo, se detuvo después de la primera zancada.

Un relámpago iluminó el interior del taller, y el trueno que le secundó hizo temblar los cimientos. Un par de gritos ahogados, a causa del susto, dotaron de un punto cómico a la situación.

Parecía que todo volvía a la normalidad, cuando un nuevo rayo cercenó la tranquilidad que los presentes pudieran conservar. El trueno, más cercano. Demoledor. Varias personas salieron a la carrera del edificio, arrastrados por la psicosis, y Gabriel los observó mientras se marchaban. En el pequeño intervalo desde que sus figuras se esfumaron y la puerta se cerrase, le pareció distinguir una extraña figura en el exterior. Una especie de pulpo verdoso, gigantesco, con algo parecido a escamas y decenas de tentáculos que se formaban en su ¿boca?

Parpadeó. Sacudió la cabeza, y cuando devolvió la mirada a la puerta, estaba cerrada. Debía estar perdiendo la cordura. Dirigió la vista hacia Coronado y Calleja, que miraban a su vez hacia el exterior, a través de la ventana. Hizo lo propio, y descubrió una figura humana volando por el aire, entre aullidos de terror. La puerta volvió a chirriar.

No podía mirar. Quería mirar. Miró.

Lo primero que vio, lo único que vio, fue un tentáculo del tamaño de un hombre, que agarraba la gruesa lámina de metal y la abría por completo. Se sintió mareado.

El ambiente había enloquecido. Gritos enardecidos que buscaban huir.

Algo le golpeó en la cabeza, y ni siquiera fue consciente de caer al suelo entre el delirio en el que Brazzaville se había convertido.

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