La documentación en la vida de un
escritor es fundamental. Y si se trataba, como era el caso, de un autor
atípico, esa importancia se multiplicaba. No es lo mismo buscar en Google
«Alfarería en Brazzaville» que ir a Brazzaville a comprobar, en primera
persona, el primer plano de la artesanía que se llevaba a cabo en la capital de
El Congo. En ocasiones, la segunda opción marcaba la diferencia sobre la
primera, y es algo que Gabriel tenía claro.
Sí, también supo reconocer, en su
fuero interno, que quizás esa documentación se le había ido de las manos. Pero
un espíritu viajero como el suyo, el alma aventurera que llevaba dentro, le
pidió a gritos viajar a África, aunque la excusa fuera tan burda como aquella.
Gabriel había buscado, desde un
primer momento, un lugar que captase la esencia misma de la cultura africana.
Podría haber escogido decenas de países tan buenos como El Congo, y sin
embargo, el azar le hizo decantarse por ese lugar. En cuanto su avión aterrizó,
supo que se trataba del sitio indicado. Cada día visitaba un emplazamiento
diferente, pero siempre partía desde la vera del Río Congo, a los pies de la
salida de su hotel. De ensueño.
Aquella mañana, sin embargo, el
cielo había amanecido turbio, quejicoso, y mostraba sus achaques en forma de
relámpagos que resquebrajaban el cielo. Unos pocos segundos después, el trueno
murmullaba a lo lejos. La tormenta estaba lejos.
Pese a todo, no quiso confiarse.
Dejaría las maravillas naturales de la ciudad para otro momento. Se acercó, con
pasos cansinos como el día, a la Iglesia Sainte-Anne, a unos cientos de metros
de donde se encontraba. Había oído hablar de los talleres que se impartían en
el local aledaño al templo, y creyó que sería una gran forma de entremezclarse
con la cultura más inherente del ciudadano africano.
Gabriel encontró unas calles
despobladas, en comparación con las jornadas anteriores. Había desechado las
habladurías sobre aquellos monstruos que habitaban las alcantarillas y que, en
días lluviosos, se aventuraban y asomaban a la superficie; sin embargo, sabía
del escepticismo autóctono, y puso en consideración que la escasez de
ciudadanos estuviese relacionada con semejante patraña.
Con estos pensamientos, alcanzó
el lugar donde se celebraba el taller alfarero. Se sorprendió a sí mismo al
haber tardado tanto en visitarlo. Eran ya dos semanas en la ciudad, y no
encontró el momento adecuado para acudir al reclamo de su viaje hasta que una
tormenta le hizo valorarlo.
El ambiente en el interior era
completamente opuesto al gris que inundaba las calles de la capital. Al fondo
del inmenso local, la percusión y el canto dotaban al ambiente de un entusiasmo
regenerador, que hizo que Gabriel activase sus sentidos y recuperase el ímpetu
olvidado minutos atrás.
Varias mesas estaban dispuestas
bajo una intensa iluminación. En cada una de ellas, tres tornos daban vueltas
mientras sus inexpertos ocupantes se las deseaban para que la figura de arcilla
no se derrumbase. Caminó unos pocos metros más, y se topó con una mesa que
contaba con un puñado de espectadores. Al aproximarse descubrió, no sin cierta
sorpresa, a una pareja coterránea que jamás hubiera imaginado encontrarse allí:
Jesús Calleja, el aventurero y presentador de televisión. Iba acompañado de
José Coronado, y juntos, contemplaban al que parecía ser el alfarero más
diestro del lugar.
Transcurrieron unos segundos de
silencio. Los espectadores, hipnotizados con la demostración; Gabriel, en parte
contagiado por el mismo sentimiento, desviaba de cuando en cuando la mirada
hacia sus paisanos, deslizando sonrisas incrédulas a causa de semejante
coincidencia. Pasados unos minutos, el lugar comenzó a vaciarse, intuyendo que
el clímax del espectáculo ya había quedado atrás. Trató de dar unos pasos mas
para saludar a las celebridades que siempre veía por televisión. Sin embargo,
se detuvo después de la primera zancada.
Un relámpago iluminó el interior
del taller, y el trueno que le secundó hizo temblar los cimientos. Un par de
gritos ahogados, a causa del susto, dotaron de un punto cómico a la situación.
Parecía que todo volvía a la
normalidad, cuando un nuevo rayo cercenó la tranquilidad que los presentes
pudieran conservar. El trueno, más cercano. Demoledor. Varias personas salieron
a la carrera del edificio, arrastrados por la psicosis, y Gabriel los observó
mientras se marchaban. En el pequeño intervalo desde que sus figuras se
esfumaron y la puerta se cerrase, le pareció distinguir una extraña figura en
el exterior. Una especie de pulpo verdoso, gigantesco, con algo parecido a
escamas y decenas de tentáculos que se formaban en su ¿boca?
Parpadeó. Sacudió la cabeza, y
cuando devolvió la mirada a la puerta, estaba cerrada. Debía estar perdiendo la
cordura. Dirigió la vista hacia Coronado y Calleja, que miraban a su vez hacia
el exterior, a través de la ventana. Hizo lo propio, y descubrió una figura
humana volando por el aire, entre aullidos de terror. La puerta volvió a
chirriar.
No podía mirar. Quería mirar.
Miró.
Lo primero que vio, lo único que
vio, fue un tentáculo del tamaño de un hombre, que agarraba la gruesa lámina de
metal y la abría por completo. Se sintió mareado.
El ambiente había enloquecido.
Gritos enardecidos que buscaban huir.
Algo le golpeó en la cabeza, y ni
siquiera fue consciente de caer al suelo entre el delirio en el que Brazzaville
se había convertido.
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