jueves, 29 de octubre de 2020

Héctor

            Había pisado una mierda.

No una cualquiera. No era una mierda caducada, sino que se trataba de una deposición recién vertida por el inocente perro de dueño miserable. Alzó ligeramente la suela de su zapato, comprobando cómo la hez, pegajosa como un chicle, se adhería al caucho del calzado más elegante que poseía. El olor, nauseabundo en consonancia con el aspecto, ascendía hacia sus fosas nasales. Creía ver, incluso, las ondas que se dibujan en las animaciones para niños a la hora representar tan hedionda experiencia.

En realidad, era lo de menos. La mierda era la simple gota que termina por colmar el vaso. Sí, una expresión convertida en cliché, pero que encajaba como anillo en el dedo (otro cliché) de la esposa que jura amor eterno. En apenas un par de horas había sido testigo de cómo un día que se prometía esperanzador se volteaba como un cangrejo en una montaña de arena, cómo se desechaba cada pequeño ápice de simpatía que conservara en su interior.

Para cualquier ciudadano medio, este sentimiento se vería reflejado por la pérdida de un trabajo, del amor de su vida, la custodia de un hijo o el desahucio de una vivienda. Para Hugo no. Hugo había sentido que su existencia carecía de sentido paulatinamente, mediante pequeños acontecimientos que erosionaron su, ya de por sí, mermada paciencia.

Él mismo reconocía que su autocontrol distaba de ser digno de elogio. Se consideraba una persona impaciente, aunque tendía a guardarse sus inquietudes para sí mismo. Las satisfacciones de la vida jamás le provocaban plenitud, y por el contrario, las decepciones martilleaban su sien como el repiqueteo de la lluvia contra un cristal.

        Ese día, en concreto, estaba resultando ciertamente tedioso.

El despertador había decidido fallar el día que tenía una presentación. Quizás no tuvo «buen ojo» a la hora de activarlo, o tal vez, simplemente, estuviera perezoso también. Cuarenta personas que habían tenido que esperar otros cuarenta minutos más de la cuenta porque el protagonista del acontecimiento se había quedado retozando entre las sábanas.

Cuando miró por la ventana, un sol de justicia (tercer cliché) le había prometido que no tenía de qué preocuparse, por lo que el chaparrón en su camino hasta la sala de audiencias le había cogido totalmente por sorpresa. Solo fueron dos minutos de lluvia, pero pareció que el mar se volcase sobre Hugo, calándole hasta los huesos y dejándole en un estado nada presentable.

No podía volver a casa a cambiarse. El escaso tiempo del que podía disponer en un día cualquiera se había visto invertido en unos últimos ronquidos despreocupados. Tenía que continuar y, con la poca dignidad que conservase, concluir el nefasto episodio.

El público murmuraba, impaciente ante lo que tuviera que decir, y escéptico por la apariencia de esa supuesta eminencia de las finanzas. En su interior, se sentía un fraude. Cuando el viento acompañaba, no había quien pudiera detenerle, pero al más mínimo atisbo de resistencia, se venía abajo, dejando a la vista la miseria que ocupaba su interior. El gran secreto de su vida le perseguía disfrazado de remordimiento. Solamente él, y un par de personas más (que ya se había encargado de acallar con sendos fajos de billetes) sabían que su medio para enriquecerse había sido a causa de la diosa fortuna (cliché), y no mediante estrategias financieras impensables para el ciudadano medio.

En fin, estaba ante su público y, con buena o mala presencia, se hallaba en su terreno. Solamente necesitaba sus notas...

         ...que estaban empapadas en el bolsillo de su americana. Cuando las extrajo, reconoció algún que otro trazo de lo que, en algún momento, había sido su caligrafía. Una pasta multiforme era toda la ayuda disponible en el momento en el que los miedos más mundanos le atacaron sin piedad.

Balbuceó un par de palabras. Algo parecido al inicio de su alegato. O tal vez no. Todo su discurso se había difuminado en su cabeza. Aquellas frases entrelazadas, aquellos chascarrillos que hacían sonreír al respetable, aliviando la tensión, se habían esfumado.

Veinte minutos más tarde, se vio caminando como alma en pena por el parque, sus ojos divagando entre tierra y nubes. Era consciente de que, tras decenas de conferencias, un paso en falso como aquel supondría el final del «erudito».

Debía estar en las nubes cuando pisó la mierda.

Estaba revolcándose en su desdicha, peleando contra las excreciones cuando una lejana carcajada, la misma de Nelson en Los Simpson, lo sacó del embotamiento.

Un chaval de unos quince años que señalaba en dirección a él.

—¡Ha pisado una mierda! ¡Ha pisado una mierda!

Las carcajadas eran estruendosas. La gente comenzó a girarse y prestarle atención, contagiándose incluso de la burla del adolescente. El calor ascendió por su interior. Sintió cómo quemaba etapas, cómo avanzaba igual que la lava que emerge de un volcán.

Y el volcán entró en erupción.

Un tremendo vacío se apoderó de sus actos, y sin saber cómo, se encontró acuclillado sobre la figura indefensa de ese chaval que había perdido todo el atrevimiento. Descubrió magulladuras en sus pómulos, y certificó que mantenía cerrado uno de sus ojos. Incrédulo, comprobó que sus nudillos evidenciaban unas pequeñas marcas ensangrentadas.

«¿Qué he hecho?», se preguntó asombrado.

        Las sirenas de la ley y los gritos de «¡Alto, policía!» no hicieron más que corroborar que su vida había terminado por derrumbarse.

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