martes, 13 de octubre de 2020

Hache

         El eterno cursor parpadeando ante una página en blanco. Si este ya era, de por sí, un problema recurrente en el proceso de la escritura, para una autora neófita representaba un reto mucho mayor.

Hache, por su parte, parecía no estar contenta con tan escasa problemática, y contaba con una piedra más en un camino plagado de inconvenientes. Observó el cable que salía desde su teclado, rudimentario, de fabricación artesanal, y recorría la parte trasera de la impresora, para finalmente elevarse y alcanzar el otro artilugio de improvisada manufactura que ocupaba su estancia literaria.

Por cada diez segundos en los que las letras de su teclado no fuesen pulsadas, la soga que se ceñía a su cuello efectuaba un nuevo tirón. El bloqueo a la hora de escribir estaba prohibido, y tampoco había opción de engañar al sistema pulsando teclas al azar, pues ella misma se encargó de retirar la de borrado para no boicotear la ¿agresiva? estrategia de motivación.


Y ¿quién le había hecho llegar a semejante situación? La respuesta era tan evidente como dolorosa: ella misma. Hache había quedado tan prendada con Misery, la afamada novela de Stephen King en la que Paul Sheldon era forzado a escribir por Annie Wilkes, le había fascinado de tal manera la manera del autor de sacar fuerzas e ideas de donde no las hallaba, sabiendo que su interrupción o negación a la hora de escribir significaría un nuevo dolor y la posibilidad de perder la vida, que había confeccionado su propio mecanismo de obligación a la escritura. También se sorprendió retirando su propia letra, la hache, del teclado. Tendría que rellenar esos huecos a mano, como en el manuscrito original.

Hache era su propia Annie Wilkes, pero también era su Paul Sheldon particular.

¿Se arrepentía? Por supuesto que lo hacía. Más de cinco minutos transcurridos desde que la sesión diese inicio, y la cuerda se había ido recogiendo en función de ese tiempo desperdiciado. Todavía quedaba un pequeño margen de acción, pero el sudor de una tarde veraniega, unido al nerviosismo por ver su estrategia en entredicho, provocaban que el calor resultase sofocante. Asfixiante, tal y como ella moriría en caso de no activar su proceso de escritura cuanto antes.

Se enfrentaba a un nuevo capítulo de su primera novela, aquella por la que ya tenía gente esperando. ¿Cómo podía ser que hubieran decenas de futuros lectores aguardando por el trabajo de alguien que jamás había publicado? El encanto de Hache, por más que ella misma se negara a aceptarlo, traspasaba las fronteras de toda lógica. Las únicas líneas que habían visto la luz, a modo de relato corto, cautivaron al respetable, y la eterna espera a la que les sometía (como aquel escritor de fantasía que tenía a su público desesperado, casi diez años después de su último libro) también espoleaba a quienes ardían en deseos de perderse entre las miles de comas de su Ópera prima.

Un nuevo tirón de la soga la sacó de su ensoñación. Sintió el rasgar seco del esparto lacerando su cuello, con toda seguridad, enrojecido. Su cabeza ya estaba ladeada, su postura incómoda representaría un nuevo impedimento a la hora de comenzar su escritura. «Has desperdiciado el tiempo más valioso de toda la sesión», se recriminó.

Todo el ultimo párrafo se diluiría bajo las tinieblas de su cerebro si no conseguía comenzar a teclear. La ilusión por no convertirse en la nueva George R. R. Martin la espoleó y le brindó la vivacidad que necesitaba. Sin saber cómo, una palabra fue creada con la presión de sus dedos sobre el tacto artificial del teclado. Esa era la palabra más difícil de todo el texto. De manera inconsciente, sonrió. Dejó de ver el cable que recorría la parte trasera de la impresora, la soga dejó de existir y el dolor se diluyó, permitiéndole concentrarse solo en la pantalla que aguardaba frente a sí. El cursor continuaba parpadeando, pero la página ya no estaba en blanco, sino que se había ido rellenando de formas negras. Y comas, muchas comas.

La sonrisa se fue ensanchando a medida que los dedos enloquecían con su frenético golpeteo. La historia fue tomando forma, y lo que en un principio solo fue una idea fugaz, una imagen abstracta, se había ido transformando en un texto conformado por más de diez páginas.

Ya hacía más de dos horas en las que la cuerda no se había recogido un solo centímetro, y Hache se sintió complacida. Puso el punto y final a aquello que durante tantos meses se le había resistido, y supo que su demente artilugio de tortura creativa había dado resultado. Enloqueció de gozo.

Jajajajajajajajajajaja.

Entonces fue cuando se percató de que no existía un mecanismo para finalizar la sesión de escritura, de manera que la soga seguiría recogiéndose siempre que dejase de escribir.

Evidentemente, ya era muy tarde para la remota opción de, simplemente, liberarse de la cuerda.

Las tijeras, cuchillos o cualquier utensilio que pudiera servirle de ayuda habían sido alejados por ella misma con anterioridad, de modo que no podía cortar el yugo que la oprimía.

Maldición.

Jajajajajajajajajajajaja.

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