El eterno cursor parpadeando ante una página en blanco. Si este ya era, de por sí, un problema recurrente en el proceso de la escritura, para una autora neófita representaba un reto mucho mayor.
Hache, por su
parte, parecía no estar contenta con tan escasa problemática, y contaba con una
piedra más en un camino plagado de inconvenientes. Observó el cable que salía
desde su teclado, rudimentario, de fabricación artesanal, y recorría la parte
trasera de la impresora, para finalmente elevarse y alcanzar el otro artilugio
de improvisada manufactura que ocupaba su estancia literaria.
Por
cada diez segundos en los que las letras de su teclado no fuesen pulsadas, la
soga que se ceñía a su cuello efectuaba un nuevo tirón. El bloqueo a la hora de
escribir estaba prohibido, y tampoco había opción de engañar al sistema
pulsando teclas al azar, pues ella misma se encargó de retirar la de borrado
para no boicotear la ¿agresiva?
estrategia de motivación.
Hache era su
propia Annie Wilkes, pero también era su Paul Sheldon particular.
¿Se
arrepentía? Por supuesto que lo hacía. Más de cinco minutos transcurridos desde que
la sesión diese inicio, y la cuerda se había ido recogiendo en función de
ese tiempo desperdiciado. Todavía quedaba un pequeño margen de acción, pero el
sudor de una tarde veraniega, unido al nerviosismo por ver su estrategia en
entredicho,
provocaban que el calor resultase sofocante. Asfixiante, tal y como ella
moriría en caso de no activar su proceso de escritura cuanto antes.
Se
enfrentaba a un nuevo capítulo de su primera novela, aquella por la que ya tenía
gente esperando. ¿Cómo podía ser que hubieran decenas de futuros
lectores aguardando por el trabajo de alguien que jamás había
publicado? El encanto de Hache, por más que ella misma se negara a aceptarlo,
traspasaba las fronteras de toda lógica. Las únicas líneas que habían
visto la luz, a modo de relato corto, cautivaron al respetable, y la eterna
espera a la que les sometía (como aquel escritor de fantasía que tenía a su
público desesperado, casi diez años después de su último libro) también
espoleaba a quienes ardían en deseos de perderse entre las miles de comas de su
Ópera prima.
Un
nuevo tirón de la soga la sacó de su ensoñación. Sintió el rasgar seco del
esparto lacerando su cuello, con toda seguridad, enrojecido. Su cabeza ya
estaba ladeada, su postura incómoda representaría un nuevo impedimento a la hora de
comenzar su escritura. «Has desperdiciado el tiempo más valioso de toda la
sesión», se recriminó.
Todo
el ultimo párrafo se diluiría bajo las tinieblas de su cerebro si no conseguía
comenzar a teclear. La ilusión por no convertirse en la nueva George R. R.
Martin la espoleó y le brindó la vivacidad que necesitaba. Sin saber cómo, una
palabra fue creada con la presión de sus dedos sobre el tacto artificial del
teclado. Esa era la palabra más difícil de todo el texto. De manera
inconsciente, sonrió. Dejó de ver el cable que recorría la parte trasera de la
impresora, la soga dejó de existir y el dolor se diluyó, permitiéndole
concentrarse solo en la pantalla que aguardaba frente a sí. El cursor
continuaba parpadeando, pero la página ya no estaba en blanco, sino que se había ido
rellenando de formas negras. Y comas, muchas comas.
La
sonrisa se fue ensanchando a medida que los dedos enloquecían con su
frenético golpeteo. La historia fue tomando forma, y lo que en un
principio solo fue una idea fugaz, una imagen abstracta, se había ido
transformando en un texto conformado por más de diez páginas.
Ya
hacía más
de dos horas en
las que la cuerda no se había recogido un solo centímetro, y Hache se
sintió complacida. Puso el punto y final a aquello que durante tantos meses se
le había
resistido, y supo que su demente artilugio de tortura creativa había dado
resultado. Enloqueció de gozo.
Jajajajajajajajajajaja.
Entonces
fue cuando se percató de que no existía un mecanismo para finalizar la sesión
de escritura, de manera que la soga seguiría recogiéndose siempre que dejase de
escribir.
Evidentemente,
ya era muy tarde para la remota opción de, simplemente, liberarse de la cuerda.
Las
tijeras, cuchillos o cualquier utensilio que pudiera servirle
de ayuda habían
sido alejados por ella misma con anterioridad, de modo que no podía cortar el
yugo que la oprimía.
Maldición.
Jajajajajajajajajajajaja.
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