viernes, 16 de octubre de 2020

Celia

        Los sentimientos son caprichosos. Tan pronto te encuentras en la cima del pico más alto, como desciendes al inframundo más tenebroso. Es necesario un solo gesto, una sola contrariedad para torcer el devenir de los designios de la personalidad humana.

Silvia se encontraba en aquel árbol de interminables ramas: euforia, furia, alegría, desazón. Se sentía en una especie de laberinto, de cuyo recorrido dependía el resultado de su tarro de las esencias particular. El ascenso en el trabajo, el inminente divorcio, el fallecimiento de su madre y la plenitud que su hijo le otorgaba se colocaban en la parrilla de salida de la carrera de su vida, batallando con ferocidad para comprobar cuál de ellas se imponía en su corazón.

Agarró con delicadeza el colgante broncíneo con la figura de un mandala. Su amuleto predilecto. Una de sus pasiones, de forma consciente e inconsciente, era perderse en el entresijo de callejones sin salida, bucear entre sus arterias, buscando aquella, solo una, que conseguía vencer al resto hasta encontrar la salida a aquel túnel infinito.


Escogió un camino, acariciando el metal. Representaría su progresión laboral. Lo siguió también con la mirada, ya que su dedo era demasiado grande como para acertar con el recorrido completo. El sendero imitó la fulgurante carrera que la había llevado, en poco más de dos años, a saltar varios peldaños, situándose en un lugar de prestigio en aquella reconocida marca de ropa deportiva. Sonrió, orgullosa de que tanto esfuerzo hubiera merecido la pena. Sin embargo, y aunque un buen oficio, estable y enriquecedor, resultaba fundamental en el progreso vital de una persona, no era lo más importante para ella.

El camino se cortó.

Siguió el sendero que acababa de sepultar al anterior. Este sería la separación de su marido. Le frustraba profundamente que tantos años de conjunción sentimental se fueran al traste por una época turbulenta. Silvia había sido una esposa contemporánea. Independiente, pero cariñosa y siempre sincera con Jaime. Tras un noviazgo de ensueño, completaron la tradición y se juraron amor eterno. El nacimiento de Iago supuso un empujón mayestático a lo que terminó conviertiéndose en una familia perfecta. A pedir de boca. Y sin embargo, con el paso de los años, la distancia sentimental entre amos, inexistente hasta entonces, comenzó a rasgar la corteza de una fruta que había comenzado a madurarse. Monosílabos que sustituían a sonrientes explicaciones. Más tiempo fuera de casa que en el hogar. Conversaciones fuera de lugar con personas desconocidas. Hasta que llegó la conversación. «Esto se ha acabado. Necesito una etapa a solas». Un muro de hormigón cayó sobre Silvia, despedazando su corazón. Jamás lo habría sospechado. ¿Por qué habría de hacerlo?

Camino bloqueado.

Como si de un deseo del mismísimo diablo se tratase, la semana posterior a la caída del muro de hormigón, falleció su madre. Sesenta años, y estaba, o eso le hacía creer, como un roble. «No te dijo nada para no preocuparte», fue la respuesta de su padre, antes de encogerse de hombros. Manuela, aquella mujer que lo había dado todo por su única hija. Aquella mujer que tuvo dos abortos hasta que consiguió alumbrarla. Aquella mujer que hubiera dejado cualquier cosa por ayudarla, había dejado la vida sin previo aviso con tal de no contrariar a Silvia. Un diluvio de emociones la acometió en aquella maldita jornada. Sus ojos terminaron desgarrándose de tanto llorar.

Y aun así, ese sendero del mandala estaba cerrado.

La imagen de Iago se formó en su cabeza, y Silvia sonrió al instante, embobada. Supo, desde el momento en que vio su cabecita por primera vez, que ocuparía el centro de su universo hasta que sus ojos efectuasen el pestañeo definitivo. La voz de pito con la que acudía a abrazarla por las mañanas significaba el más liberador de los despertares. Lloraba con él, reía con él. Soñaba despierta, queriendo descifrar qué incógnitas le deparaba el futuro.

        Surcó el llavero con suavidad, sintiendo el frío contacto del metal con la piel de su dedo. El camino serpenteó, libre y raudo, llevando el índice de Silvia hasta la escapatoria final.


*Imagen: Rafa Navas, Pinterest.

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