Los sentimientos son caprichosos. Tan pronto te encuentras en la cima del pico más alto, como desciendes al inframundo más tenebroso. Es necesario un solo gesto, una sola contrariedad para torcer el devenir de los designios de la personalidad humana.
Silvia se encontraba en aquel
árbol de interminables ramas: euforia, furia, alegría, desazón. Se sentía en
una especie de laberinto, de cuyo recorrido dependía el resultado de su tarro
de las esencias particular. El ascenso en el trabajo, el inminente divorcio, el
fallecimiento de su madre y la plenitud que su hijo le otorgaba se colocaban en
la parrilla de salida de la carrera de su vida, batallando con ferocidad para
comprobar cuál de ellas se imponía en su corazón.
Agarró con delicadeza el colgante
broncíneo con la figura de un mandala. Su amuleto predilecto. Una de sus
pasiones, de forma consciente e inconsciente, era perderse en el entresijo de
callejones sin salida, bucear entre sus arterias, buscando aquella, solo una,
que conseguía vencer al resto hasta encontrar la salida a aquel túnel infinito.
Escogió un camino, acariciando el metal. Representaría su progresión laboral. Lo siguió también con la mirada, ya que su dedo era demasiado grande como para acertar con el recorrido completo. El sendero imitó la fulgurante carrera que la había llevado, en poco más de dos años, a saltar varios peldaños, situándose en un lugar de prestigio en aquella reconocida marca de ropa deportiva. Sonrió, orgullosa de que tanto esfuerzo hubiera merecido la pena. Sin embargo, y aunque un buen oficio, estable y enriquecedor, resultaba fundamental en el progreso vital de una persona, no era lo más importante para ella.
El camino se cortó.
Siguió el sendero que acababa de
sepultar al anterior. Este sería la separación
de su marido. Le frustraba profundamente que tantos años de conjunción
sentimental se fueran al traste por una época turbulenta. Silvia había sido una
esposa contemporánea. Independiente, pero cariñosa y siempre sincera con Jaime.
Tras un noviazgo de ensueño, completaron la tradición y se juraron amor eterno.
El nacimiento de Iago supuso un empujón mayestático a lo que terminó
conviertiéndose en una familia perfecta. A pedir de boca. Y sin embargo, con el
paso de los años, la distancia sentimental entre amos, inexistente hasta
entonces, comenzó a rasgar la corteza de una fruta que había comenzado a
madurarse. Monosílabos que sustituían a sonrientes explicaciones. Más tiempo
fuera de casa que en el hogar. Conversaciones fuera de lugar con personas
desconocidas. Hasta que llegó la
conversación. «Esto se ha acabado. Necesito una etapa a solas». Un muro de
hormigón cayó sobre Silvia, despedazando su corazón. Jamás lo habría
sospechado. ¿Por qué habría de hacerlo?
Camino bloqueado.
Como si de un deseo del mismísimo
diablo se tratase, la semana posterior a la caída del muro de hormigón, falleció su madre. Sesenta años, y
estaba, o eso le hacía creer, como un roble. «No te dijo nada para no
preocuparte», fue la respuesta de su padre, antes de encogerse de hombros. Manuela,
aquella mujer que lo había dado todo por su única hija. Aquella mujer que tuvo
dos abortos hasta que consiguió alumbrarla. Aquella mujer que hubiera dejado
cualquier cosa por ayudarla, había dejado la vida sin previo aviso con tal de
no contrariar a Silvia. Un diluvio de emociones la acometió en aquella maldita
jornada. Sus ojos terminaron desgarrándose de tanto llorar.
Y aun así, ese sendero del
mandala estaba cerrado.
La imagen de Iago se formó en su
cabeza, y Silvia sonrió al instante, embobada. Supo, desde el momento en que
vio su cabecita por primera vez, que ocuparía el centro de su universo hasta que sus ojos efectuasen el pestañeo
definitivo. La voz de pito con la que acudía a abrazarla por las mañanas
significaba el más liberador de los despertares. Lloraba con él, reía con él.
Soñaba despierta, queriendo descifrar qué incógnitas le deparaba el futuro.
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