viernes, 21 de abril de 2017

Mi alimento son las letras

Mi alimento son las letras - #historiasdelibros

Érase una vez una joven alma que se alimentaba de letras, palabras y páginas. Un niño cuyas historias transcurrían entre aventuras jamás imaginadas, entre lances improbables e historietas fantasiosas. Mientras sus amigos se enfangaban peleando por un balón, él humedecía su dedo índice para pasar página y devorar unas líneas más.
Volvió a elevar la posición de sus gafas que, como siempre, coqueteaban con descender por el puente de la nariz. No hubiera sido la primera vez, y mamá le había puesto remedio ciñendo una pequeña cuerda al extremo de las patillas, de manera que el riesgo de rotura estuviera controlado. Apretó los bordes del libro con vigor y se movió inquieto sobre el banco, cambiando con nerviosismo el apoyo de sus nalgas sobre la madera, puesto que la trama de la novela juvenil alcanzaba su punto álgido, y el desenlace que se aproximaba se estaba presentando tan emocionante como incierto.
Era el primer tomo que sus manos sopesaban, y se trataba de un regalo que su padre le había entregado un par de años atrás. Él, receloso, no lo había apreciado hasta la semana anterior, cuando la añoranza de la figura paterna le había hecho soplar sobre el lomo de la novela, provocando que las miles de partículas de polvo se marchasen enardecidas en busca de un nuevo inquilino.
“Una historia que te atrapará”, rezaba la contraportada. La frase estaba situada a unos milímetros de la boca de un dragón que escupía fuego, a modo de reclamo para el intrépido lector, y ahora, muchas páginas después, encontraba el atractivo que vocales y consonantes eran capaces de ofrecer con la simple mezcla de unas con otras. Ese dragón era su mayor inquietud ese momento, y no tenía intención de frenar el voraz recorrido de sus pupilas hasta conocer el desenlace que las últimas páginas terminarían por confesar.
Sin embargo, detuvo su avance y cerró el libro, con un solo dedo a modo de recordatorio del punto en que se encontraba. Observó la primera página, en la que papá había escrito una solitaria frase dedicada a él: “saborea cada momento de una novela, puesto que nunca tendrás otra primera vez para leerla”. Acarició los trazos anárquicos de las letras que su progenitor había escrito para él, que formaban un mínimo relieve por la presión que el bolígrafo había ejercido sobre el papel. Sus dedos danzaron por el título de la novela, sobre la tapa y también en relieve, y esbozó una sonrisa agradecida a su padre, al que no tardaría en ver. Ardía en deseos de abrazarle y reconocer lo tonto que había sido al no apreciar semejante regalo, y se prometió que ese sería el primero de los muchos libros que devoraría en el futuro.

Su espíritu era inmune a la brisa con la que el viento le obsequiaba, e ignoró el lento divagar del sol, que de este a oeste circulaba de manera cansina por el mismo sendero que recorría a diario. Vagamente fue consciente de las horas que iban quedando atrás, de cómo el ocaso volvía a vencer a una nueva jornada, y de cómo la oscuridad dificultaba la tarea de unos ojos que bregaban contra el cansancio acumulado por multitud de vivencias en tercera persona. Cuando, unas horas más tarde, el día finalizaba poniendo un nuevo punto y aparte, nuestro pequeño héroe cerraba los ojos, al igual que había hecho con su libro, con una amplia sonrisa que vestía un semblante rebosante de felicidad.


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