jueves, 25 de abril de 2019

Tierra verde


Erik
Los relámpagos comenzaban a difuminarse a su espalda, y el sonido de los truenos era cada vez más vago, tanto que el último ya no se había dejado escuchar. El cielo estaba totalmente ocupado todavía por unos nubarrones tan oscuros como amenazadores. Levantó su mirada imperceptiblemente para certificar que la tormenta había pasado. A su lado, uno de los marinos temblaba todavía, y oteaba el entramado borrascoso con expresión de recelo.
Con el paso de las olas, el mar se calmaba, el viento remitía, y el horizonte comenzaba a esclarecerse, quién sabe si por las nubes que continuaban marchándose o porque la noche, guerrera como él, estaba por fin entregando el testigo a un nuevo día. Poco a poco, Erik comenzó a distinguir a lo lejos, en los confines de lo que su vista alcanzaba, algo que podía ser tierra firme. Según sus cálculos, y conforme a lo que le habían asegurado, así debía ser. La luminosidad iba en aumento y él cambió el peso de uno a otro pie, inquieto. En cualquier caso, no tanto como para separar las manos, que permanecían entrelazadas a su espalda, guardando una pose que infundiera valor a sus acompañantes.
En efecto, a unos cientos de metros avistó tierras desconocidas, esas tierras que ya se había intentado alcanzar años atrás, pero nadie había dado con ellas. Llevaban semanas de navegación, y lo que había comenzado como una huida, se fue transformando en una misión con cada nuevo amanecer. La tierra firme que a Erik le había sido prometida se mostraba solitaria, oscura y solo perturbada por un oleaje protestón pero inofensivo. Ni un alma campaba por ella para recibir a la primera exploración vikinga que se adentraba en ese sombrío paraje.
Erik decidió seguir bordeando la costa, rumbo al Oeste, en busca del lugar apropiado. No tenía prisa por poner los pies sobre tierra firme, no ahora que había encontrado un lugar que era para él. Era preciso identificar el sitio idóneo para clavar su bandera y diseminar a su gente. Varios ya se habían congregado a su alrededor, expectantes como él ante el lugar que se les había prometido.
Todavía tardaron unas horas en decidir dónde encallar la embarcación. La costa giraba siempre a la derecha, hacia el norte, disfrazada con terrenos mitad tierra, mitad nieve. No era lo que Erik buscaba. Sin embargo, cuando el desánimo comenzaba a acudir a él, cuando el fuego de un gran descubrimiento empezó a apagarse, vislumbró unas tierras algo más escondidas, un serpenteo en el que las aguas jugaban a esconder los montículos terrosos que la naturaleza había formado. Unos metros más allá, la orilla ascendía tímida, dando paso a unos pastos verdes que prometían un buen lugar donde adentrarse, un prometedor paraje donde los suyos pudieran crecer. Miró a Leif, a su lado, con un yelmo que le quedaba grande, pero que no conseguía ocultar el brillo de unos ojos empoderados y ansiosos ante lo que acababan de descubrir.
Fue así como, contemplando un neblinoso amanecer en tierras desconocidas, observando un ejército de pastos tan verdes como la esperanza que al fin sentía, decidió que ese lugar tan esquivo como incierto obtendría el nombre de Groenlandia.
Los primeros días sirvieron para que Erik y los suyos se aclimatasen. No encontraron habitantes que los importunasen, por lo visto Groenlandia era un lugar tan pacífico en aspecto como en ocupación. El clima era frío, pero no tanto como podía esperarse en una ubicación tan inhóspita y norteña como esa. Había aprendido que la niebla era una norma, y la lluvia se ocupaba de no ser olvidada presentándose cada poco tiempo, de manera intermitente.
Erik Thorvaldsson, apodado El Rojo, su familia y los pocos que habían tenido las agallas suficientes para seguirle, estaban situados en los recovecos que los fiordos groenlandeses les proporcionaban para resguardarse de las ráfagas de viento que tenían por costumbre azotar. En pocos días, habían construido varias cabañas improvisadas con la madera que habían podido recolectar de los alrededores. Tuvieron que alejarse varios kilómetros para obtenerla, pero después de una semana de esfuerzo y trabajo repartido entre la totalidad del grupo, se podía decir que estaban acomodados de manera decente.
Acompañados de lluvia, niebla y viento, y con la distracción esporádica del Sol o la nieve, pasaron las semanas y los meses. Erik fue dejando atrás una vida de sangre y violencia, y el exilio forzoso al que estaba sometido se transformó, por momentos, en unas vacaciones en tierras lejanas y pacíficas. La pesca y la caza les dieron el sustento que necesitaban para salir adelante, y el marfil arrebatado a las morsas fue el principal recurso que hallaron. Todos sabían que en Europa era muy apreciado, y cuando concluyesen las vacaciones obligatorias podrían comerciar con ello.
Erik disfrutó de su familia como no lo había hecho antes. Especialmente con Leif, quien ya quería ser un hombre; pronto marcharía por su cuenta, labrándose su propio camino. El muchacho cazaba, tallaba marfil y trabajaba como el mejor de sus hombres, y se apreciaba en él la expresión decidida de quien estaba hecho para liderar.
Cada vez eran más esporádicas las ocasiones en que las pesadillas por sus pecados acudían a él. Había sido exiliado de Islandia por varios asesinatos, y no podía decir que no fuera merecedor de dicho castigo, o de alguno peor. En frío, con cientos de kilómetros de distancia y meses de reposo, Erik no reconocía al hombre despiadado que había perpetrado esos crímenes. No obstante, no se engañaba en absoluto y sabía que, en las condiciones requeridas, se volvería a transformar en él. Solamente trataba de infundir a sus hijos la dureza necesaria para hacer cuanto fuera necesario para proteger a los suyos, sin la necesidad de cometer las calamidades que él sí había perpetrado.
Los meses se transformaron en años, y sus hijos superaron etapas. La pequeña Freydís convirtió la orilla del mar en su mejor amiga, correteaba esquivando las olas y tratando de cazar pececillos despistados con sus propias manos. Nunca lo conseguía.
Dicen que el tiempo, cuanto más se disfruta, más veloz transcurre, y Erik pudo comprobarlo en sus propios huesos. Su exilio era de tres años, y cuando quiso darse cuenta, se encontraba en el barco de camino a Islandia,  lugar del que nunca quiso partir, y al que ahora se resistía a volver.

Leif
Leif ajustó el yelmo a su cabeza. Todavía quedaba ligeramente holgado, pero la mata de pelo que la vestía ayudaba, en parte, a que no desentonase del todo. El muchacho de doce años que había puesto rumbo a Groenlandia tres inviernos atrás había agrandado su cuerpo en ese período de tiempo. La cabeza no tanto, y por ello era que el yelmo todavía no le encajaba bien, pero él sabía que ese era su yelmo. Desde que su padre lo llevase a casa como premio tras una dura jornada, cinco años atrás, Leif exigió que ese premio fuera suyo.
Golpeado, esmaltado y, en parte, oxidado, pero con una marca de sangre que servía de testigo de lo ocurrido. Un joven Leif de diez años quedó impresionado por ese rastro, todavía pegajoso, y quiso que el yelmo ocupase su cabeza en adelante.
De vuelta al presente, la embarcación que les devolvía a Islandia contaba con solamente cinco personas: Erik, sus dos mejores hombres, el propio Leif y su hermana pequeña, Freydís. El por qué llevar a la niña de cinco años con ellos era un misterio para él. Quizás su padre se estaba ablandando, como decían en Groenlandia. A él se le había asignado la tarea de cuidar de ella, que podía parecer fácil, pero Freydís no era como cualquier otra niña.
El viento enfurecido hacía que las velas del barco restallasen, y Leif trataba de mantenerse en pie con ambas manos entrelazadas a su espalda, tal y como hacía su padre. Todos le veían como el hijo que cogería las riendas cuando las fuerzas de Erik el Rojo flaqueasen, y él se sentía más que dispuesto para cuando llegase ese momento. Un cielo tan despejado como desconocido era el Sol les brindaba una mañana espléndida para el retorno al país que los expulsó varios años atrás. Su padre les había hablado acerca del rencor: no lo quería con ellos, quería que comenzasen de cero, y quería captar al mayor número de gente posible para que les acompañase de vuelta a Groenlandia. Quería formar una familia mayor, quería que sus tierras verdes pertenecieran, por completo, a su gente.
Las costas de una Islandia preciosa se acercaron a una velocidad tediosa. Las aves revoloteaban sobre el mar, trazando unos surcos tan impredecibles como el futuro más próximo de los tripulantes del navío. Una vez en el destino, una pequeña multitud se había congregado al reconocer la embarcación de Erik el Rojo. Lo amarraron y desembarcaron ante una creciente expectación. Los niños tiraban de la mano de sus ascendientes, y se formó un círculo que rodeaba a los navegantes. El último en bajar fue su padre, quien lanzó un gran saco de tela al suelo, haciendo retroceder a su público. A causa del empuje, el saco se abrió y se desperdigaron decenas de colmillos de marfil.

—¡Amigos! —Vociferó Erik, extendiendo ambos brazos hacia el cielo— Estoy encantado de estar de vuelta con vosotros. Han sido tres años largos y difíciles —mintió al tiempo que agarraba a su hijo por el hombro—, pero al fin hemos podido regresar. En este viaje, mi familia y yo hemos encontrado un lugar maravilloso donde vivir, donde ver cómo los nuestros crecen, un nuevo lugar que conquistar. Apenas está habitado, y como podéis ver —indicó con su dedo hacia el saco— hay recursos más que valiosos para enriquecernos.
—Y si todo es tan perfecto —exclamó una voz lejana—, ¿por qué has vuelto?
—Buena pregunta, sí señor —Erik entrelazó ambas manos a su espalda y comenzó a caminar en torno al público—. El lugar del que venimos es grande, inmenso. Desproporcionado, diría, y solamente somos quince personas las que lo poblamos. He venido a por vosotros, he venido a que me acompañéis en esta nueva aventura. Islandia ya es nuestra, ahora tenemos que expandirnos más. ¿Qué me decís?

Un niño de no más de ocho años se adelantó y agarró uno de los colmillos del suelo. Lo giró en su mano, y el Sol lo hizo centellear. Aunque se hubiera tratado de excrementos, con ese Sol que tanto se agradecía en Islandia, cualquier cosa hubiera parecido valiosa, pero en este caso, además, lo era. Nadie pensó en los cientos de morsas que habían visto cómo partes de su cuerpo les eran arrancadas, sino que cada una de las personas allí presentes observaban los colmillos recordando lo valioso que era el marfil.
El niño, sucio y descuidado, debía ser de origen humilde, y Leif observó la tentación en sus ojos. La golosa tentación de salir corriendo con el colmillo. Estaba pensando en adelantarse a él y atraparlo, cuando vio una pequeña figura que le robaba la idea y se anticipaba. Freydís salió corriendo con una velocidad sorprendente y se abalanzó sobre el niño que ya estaba tratando de confundirse entre el gentío. Era varios años mayor que ella, y una cabeza más alto, pero esto no fue impedimento para que la niña le arrebatase el colmillo y le golpease en la cabeza con él. La escena concluyó con el chaval frotándose el cráneo y el corro de gente riendo y aplaudiendo.

—Como podéis ver —intervino Erik el Rojo de nuevo, a pleno pulmón—, en Groenlandia también se puede aprender a ser valiente, como mi pequeña Freydís.
—Así que Groenlandia, ¿eh?

Erik alzó el colmillo que su hija le había entregado, y la multitud congregada vitoreó al vikingo que había vuelto del exilio.

Freydís
Si había algo que había quedado patente con la ya no tan pequeña Freydís, era que no le faltaba carácter. La más joven de los hijos de Erik el Rojo siempre había trazado su propio camino, siempre había marchado por su cuenta, y jamás había necesitado de sus hermanos para hacerse notar. El episodio en el puerto de Islandia, diez años atrás, había supuesto el primero de los síntomas, pero muchos más iban a llegar para dejar claro el talante de la joven. Con seis años seccionaba los colmillos de las morsas, y con solo ocho, ya se encargaba de quitarles la vida y hacer el resto del trabajo.
A diferencia de su padre, el temperamento de Freydís iba en aumento, y en más de una ocasión se le había apreciado una crueldad de la que carecían alguno de sus hermanos. Nadie la veía como la sucesora de Erik, quizás fuera por tratarse de una bastarda, quizás por ser una mujer, pero a ella no le importaba. La ambición que atesoraba no remitía en su aumento y estaba dispuesta a cualquier cosa por obtener su porción de gloria.
Su cabello rubio se movía de adelante a atrás, en movimientos repetitivos, mientras ella se esforzaba por arrancar un colmillo de la morsa que había fallecido unos minutos atrás. La joven tenía la tez sonrosada por el esfuerzo, y la lluvia que permanecía todo el día acompañándola parecía estar dándole un pequeño respiro.

—Mañana partiremos —escuchó a Leif, unos metros atrás— hacia Vinland. Está todo preparado.
—Ten en cuenta —apuntó Erik, cogiéndole del hombro— que solo es una pequeña incursión, no necesito que ataques ni te apoderes de nada. Observa lo que hay y tráeme la información.
—Sí, padre  —respondió un Leif resignado.

Freydís rio para sus adentros. Por más señales que le dieran, su padre seguía insistiendo en que Leif fuera el gran conquistador, el que continuase su legado. No importaba que ella fuese quien más méritos hiciese, quien más duro trabajase o quien más ambición demostrase, porque Leif siempre era el elegido para todos los viajes. Quizás algún día su hermano tuviera éxito, al fin y al cabo era un hombre curtido y muy bien acompañado, pero ella se sentía desaprovechada, le daba la sensación de estar perdiendo su plenitud entre colmillos de morsa. Por otra parte se alegraba, porque nunca acataría un viaje de observación. Freydís no sería jamás una espía, Freydís sería una colonizadora.
Su hermano se fue, y ella tan solo pudo resoplar mientras observaba su embarcación alejarse. Disfrutaron de un clima idóneo, y es que para eso también había tenido suerte. “En fin, que siga siendo así y que le traigas mucha información”, pensó Freydís para sus adentros, mientras se daba la vuelta malhumorada.
Pasaron los meses y Leif volvió. Vinland se presentaba como una tierra próspera, rica en recursos, con un clima ligeramente mejor que el del Groenlandia y sin aparentes dificultades para su ocupación. Las misiones se sucedieron, y Leif continuó labrándose un porvenir bajo el cobijo de Erik. Pero ese cobijo dejó de cobijar, y Erik el Rojo, el famoso vikingo que había descubierto Groenlandia, murió poco tiempo después. La familia se sumió en una etapa de indecisión, y cada rama del árbol que su padre había plantado comenzó a crecer en su propia dirección. Los viajes a Vinland continuaron, y todos sus hermanos criaron fama y halagos en cada uno de ellos. La idea de seguir su camino y superarles crecía con el paso de los años, hasta que se topó con dos mercaderes que compartían sus mismos intereses.

—Llevaremos la misma cantidad de hombres —propuso Helgi.
—Ni uno más, ni uno menos —coincidió Finnbogi— ¿Lo tenemos claro?

Ambos desconfiaban entre sí, el uno del otro, y utilizaban a Freydís como intermediaria. El pacto consistía en viajar hasta Vinland con tres tropas, de los dos mercaderes y de la propia Freydís, obtener el máximo botín que pudieran y separarlo en tres partes. La teoría fue fantástica, pero en la práctica no ocurrió de esa manera.
El aire provocaba que el cabello de Freydís la vikinga, hija de Erik el Rojo, surcase el viento en dirección a Groenlandia, su punto de partida. La joven guerrera se sentía incómoda con la vestimenta marcial que la engalanaba, pero era necesaria, más que para la acción, para impregnar de su valor a los hombres que la habían querido acompañar. Los treinta que había acordado con los mercaderes, y los cuarenta que permanecían agazapados en los recovecos y escondrijos de la nave. Freydís sonrió. Ellos serían su llave hacia la fama y la gloria.


Notas*En función de la saga consultada (Saga de los Groenlandeses o Saga de Erik el Rojo), Freydís Eiríksdóttir aparece como hija legítima o bastarda de Erik. Son dos versiones que se contradicen, pero yo he elegido a la hija bastarda, porque le da un punto más de sentido al carácter arrebatador de la famosa guerrera.*La mayoría de lo relacionado con el número de personas que aparece en el relato (en las expediciones o los viajes) es totalmente estimatorio y corre de mi cuenta. La información sobre lo que cuento no abunda, y lo que concierne a los números he tenido que ajustarlo en función a lo consultado en otros viajes del mismo tipo.*Aunque los hechos troncales del relato son verídicos (descubrimiento de Groenlandia por parte de Erik, primer viaje de Leif a Vinland o la expedición de Freydís) hay alguna de las escenas que es de mi invención.

sábado, 20 de abril de 2019

Reseña: Encogimiento anal con Blas Ruiz Grau

Ante todo, aclarar que la expresión del título es obra del propio Blas :)

Esta reseña que hoy voy a redactar me tiene un poco confuso. Habitualmente, cuando escribo algo, ya sea propio o hablando de un trabajo ajeno —como es el caso—, sé por dónde van a ir los tiros antes de comenzar a teclear. Sin embargo, esta vez estoy en ascuas, porque quiero hablar de más cosas que de la novela en sí. Quizás al final no lo haga y se quede en una opinión formal sobre No mentirás, o quizás me alargue y termine hablando de la imagen del agujero negro que se publicó hace unos pocos días.

Bien, para quien no lo conozca, Blas Ruiz Grau es un escritor alicantino (paisano) que se está abriendo paso a codazos en la cima del sector literario español. Un tío abierto, dicharachero, a quien le gusta llegar tarde a la presentación de sus libros (ejeemmm) y al que pocas veces vas a ver sin una sonrisa en la cara. Es un escritor que mira por el lector. Con decir que tengo más novelas suyas regaladas que compradas, lo digo todo (esto lo voy a ir solucionando paulatinamente, jajaja). La palabra autodidacta se creó para gente como él, al igual que emprendedor, valiente, demente, etc. Un tío que se lanza a la primera piscina que ve. ¿Que hay que hacer un ensayo sobre procedimientos policiales? Él lo hace. ¿Que hay que escribir una autobiografía/ensayo de ayuda para escritores? Ahí está Blas. Todo esto es lo que te puede ofrecer una persona a la que, aunque sólo he visto una vez en persona, considero una especie de amigo.

Nos dejaremos de sentimentalismos y nos meteremos en harina. He leído dos trabajos de Blas. Hace un par de meses, en el avión, devoré Mamá, quiero ser escritor, que no es otra cosa que la autobiografía/guía de la que hablaba más arriba. Es un ensayo que se divide nada más empezar, toma dos caminos totalmente diferentes, cada uno de los cuales te va a enseñar muchas cosas. Uno como persona, el otro como aspirante a escritor. No voy a ahondar más aquí porque no es su lugar (aquí si quieres leer una opinión más completa), pero solamente te digo que, si te interesa cualquiera de los dos caminos, gástate menos de un euro y léelo. Ya.

Un par de semanas después, el 14 de marzo, salía a la venta su última novela, No mentirás, la razón por la que estoy aporreando el teclado en este momento. Razones por las que reservé esta novela en su primer día de preventa:

1. Después de conseguir varias de sus novelas gratis, ya me iba tocando aflojar la billetera y pagar por algo suyo. Una cosa es aprovechar ofertas, y otra, no ser recíproco y agradecer estos gestos.

2. La novela está ambientada en un pueblo de la provincia de Alicante, su provincia, mi provincia. Razón de peso.

3. El motivo principal. La novela tenía una pinta TREMENDA. Os dejo su sinopsis:




Imagina uno de esos lugares donde nunca pasa nada...

Carlos es un abogado de éxito que debe acudir a un pueblo de Alicante cuando le comunican que su padre, con quien llevaba años sin hablar, se ha suicidado. Pero la tragedia se transforma en sospecha cuando encuentra un mensaje oculto en una torre de ajedrez.

Imagina que esta muerte fuera solo el principio...

Una sencilla investigación de suicidio se convierte en una peligrosa cacería cuando un asesino en serie empieza a cometer atroces homicidios que parecen estar relacionados entre sí. ¿Podría estar la clave en algo terrible que sucedió mucho tiempo atrás, en ese pueblo donde nunca pasaba nada?

No imagines más: tendrás que leerlo.


Tras conquistar los primeros puestos de ventas con sus best sellers digitales, Blas Ruiz llega a las librerías con un thriller diabólicamente adictivo.




Una de las cosas más difíciles después de una sinopsis así, es estar a la altura.

Pues No mentirás lo está.

En palabras del propio escritor en su presentación —bueno, voy a adaptar las palabras porque no recuerdo las suyas, jajaja—, él no es un escritor melodioso, de estos que, al leerle, te quedas embobado con su prosa. Blas es un escritor directo. Es un boxeador que te va atontando y, cuando más tranquilo estás, te golpea, directo a la mandíbula. Tiene la habilidad para terminar cada capítulo en lo más alto, de manera que, aunque sean las tres de la madrugada, te sientes obligado a leer uno más. Eso me pasó con las últimas doscientas páginas, a pesar de que sólo estoy pudiendo leer una media hora al día.

Son 544 páginas, pero es que además Blas hace trampa, porque la letra es un poquito más pequeña que de costumbre (comparado con Reina Roja de Juan Gómez-Jurado). Y ese medio millar de páginas no se hace largo.

Puntos a favor para la documentación y el reparto. La documentación es exquisita. Hay novelas en las que se pasa de puntillas por esto, ya sea por un escritor que no le da importancia, porque la información necesaria no está al alcance de Google o por dejadez. Hay otros trabajos, los que más, en los que se da la información justa y necesaria, sin más. "XXX va a la morgue donde le dieron la noticia de que no se había encontrado nada de relevancia en el cadáver. La hora de la muerte fue YYY y el motivo ZZZ". Eso es lo habitual. Y hay casos en los que el escritor se aventura un poco más. Pues Blas se mete hasta donde están los forenses, codo con codo, y literalmente te transfiere la experiencia que él tuvo en las páginas de No mentirás. Novelas negras hay muchas, escritas de todos los modos posibles, pero en cuanto a documentación, es la mejor que he leído jamás.

Vamos con el reparto. Cogiendo el toro por lo cuernos en su primer caso, tenemos a Nicolás Valdés, el protagonista fetiche de toda la obra de Blas Ruiz Grau. Este inspector, que ya es protagonista en las primeras novelas que escribió, vive su primer caso en Alicante. Los nervios de un puesto recién otorgado, de un primer caso, un pasado cruel que le hace afrontar los asesinatos de manera diferente a como lo haría cualquier otro inspector. En el otro lado de la moneda está Carlos, el abogado de éxito que conocíamos en la sinopsis, que ve cómo su día a día cuadriculado se viene abajo con la muerte de su padre. Todos los personajes, pero en especial estos dos, son profundos, carismáticos, te hacen entrar en sus problemas de tal manera que los sientes tuyos. No son robots, porque cuando tienen un mal día te lo hacen ver, ya que ellos no reaccionan de la misma manera. En fin, que podría tratarse de tu vecino de arriba perfectamente. Blas, en No mentirás, convierte el pueblo en el que nunca pasa nada en el Maine de Stephen King. 

No me voy a alargar mucho más, porque la verdad es que no me gustan las reseñas que se exceden. Pienso que una reseña sólo debe ser el preámbulo para que alguien decida que quiere leer un libro. Y créeme, quieres leer este libro. Simplemente me voy a limitar a poneros aquí abajo el booktráiler de la novela y a dar las gracias a Blas por dejarme disfrutar durante un mes con sus líneas.



miércoles, 10 de abril de 2019

El libro de los muertos


—Te voy a hablar del Libro de los muertos —dice el abuelo con los ojos vidriosos.
—Ya estamos —responde la niña suspirando, sin dejar de aferrar ese móvil del que no es capaz de despegar la vista.
—No hay muchos ejemplares del Libro de los muertos, y los que hay, están incompletos. En la época se utilizaba para guiar el alma de los fallecidos al mismo lugar en el que vivían los dioses, y allí podían comenzar su siguiente vida.
—Y todo eso, ¿de dónde te lo has sacado?

El abuelo hace una mueca casi imperceptible de desagrado. El intento por impresionar a su nieta, de apenas siete años, está fracasando. Lleva su mente al pasado, setenta años atrás, y recuerda cómo él aguardaba impaciente el siguiente cuento de su madre. La mayoría de las noches cedía ante el sueño entre fantasías relatadas por la mujer que le trajo al mundo, contando las horas que restaban para que, al día siguiente, la historia continuase.

—¡Esto es historia, chiquilla! —exclama él, comenzando a molestarse— Busca, busca en el aparato ese mientras yo traigo algo.

Elena intuye por el rabillo del ojo que su abuelo se aleja, y un resquicio de curiosidad le hace salir del juego y teclear a toda velocidad. No quiere que la pillen y tener que reconocer que, en el fondo, está intrigada.
Una gran ventana con fondos dorados y enrevesados se abre ante ella, deslumbrándole en la cara con su potente iluminación. Comienza a leer a su máxima velocidad, que no es mucha, pero no termina de entender las letras que su cerebro descifra. Sí se fija en las palabras clave, que coinciden con lo que el abuelo ha dicho. Lee nosequé de sortilegios y nosecuántos del más allá. Escucha el bastón golpear contra el suelo, cada vez con más fuerza, cada vez más cercano, y cierra la pestaña para adoptar su posición de indiferencia.

—¡Me ha costado encontrarlo!
—¿Qué es eso? —pregunta ella, incapaz de contenerse.
—Pues ¿qué va a ser? ¡El Libro de los muertos!

Elena salta espoleada por un resorte imaginario y se lo arrebata. Es una especie de cuaderno, en realidad, con unas hojas finas, diferentes en tamaño y rugosas al tacto, que parecen poder romperse con un solo soplido. El color es amarillento, envejecido, y ninguna de las esquinas permanece tal y como debió ser en su día. Sin embargo, Elena no ve más que dibujos sin sentido campando en todas las direcciones del cuaderno.

—¿Sabes lo que pone aquí? —pregunta, al verse acorralada.
—¡Vaya! Parece que te va interesando la historia —exclama el abuelo, sonriente al fin.
La niña no tiene más opción que rogar.
—Venga, cuéntamelo.
—Bien. Como te decía, el Libro de los muertos lo utilizaban los egipcios para conducir a sus fallecidos hasta sus dioses. Al principio escribían los sortilegios…
—¿Qué es un sortilegio, abuelo?
—Es una especie de hechizo, que se escribía en el ataúd del fallecido, en tablas o en pergaminos, para ayudarle a sortear las adversidades que se encontraría en su camino.
—¿Y tú te crees todo eso? —el recelo acude de nuevo al semblante de la joven, que mira de reojo el teléfono móvil.
—¿Me dejas continuar con la historia, y así verás hacia dónde voy? —ante la risita de Elena, el abuelo prosigue con su lento hablar— Esos muertos debían ser gente de dinero, de poder y de un alto estatus en la sociedad egipcia. Un esclavo no podía ni siquiera soñar con algo así. A menudo, junto a los cadáveres se introducía una estatuilla, llamada Ushebti, cuya misión era ayudar al fallecido en el transcurso de las dificultades que debería sortear. Y tú te preguntarás a qué viene todo esto. Hace cincuenta años, tu abuela me dijo que, si quería casarme con ella, tenía que pedírselo de una manera que nadie pudiera igualar. Era muy orgullosa. Yo no tenía ni treinta años, y estaba a punto de viajar a Egipto para continuar con mis estudios de arqueología…



Un joven Rafael Buruenca pisaba suelo egipcio con una expresión de júbilo atemorizado que era tan extraña como suena. Estaba deseoso de adentrarse en las pirámides, estudiar sarcófagos y descifrar jeroglíficos, pero pronto descubrió que una cultura totalmente contraria a la suya opondría más resistencia de la esperada. El pase que le habían dado no abría tantas puertas como le prometieron, y pasó sus primeras semanas en un edificio donde los papeles amenazaban con enterrarle.
Daba vueltas y más vueltas a su última conversación con Gemma: “me lo tendrás que pedir de una manera que nadie pueda igualar”, había dicho. Él se había envalentonado enseguida, pero no sabía cuál podía ser esa manera.
Un mes después de su llegada, no tenía más amistades que sus apuntes, y empleaba el tiempo libre en dar vueltas alrededor de su centro de estudio. Cada día se alejaba un poco más, sintiéndose el más valiente de El Cairo. El Sol había dado color a su tez, y ayudado de la barba y ropa propias de la capital, podía ser confundido con un ciudadano más.
Durante la tarde de un jueves especialmente caluroso, Rafa deambulaba con cada mano en su bolsillo, mirada caída y expresión taciturna. Lo habitual, una vez asumida la decepción de su aventura. Las cartas de y hacia Gemma tardaban mucho en llegar, y los días se estiraban hasta el punto de que se estaba comenzando a plantear una retirada hacia España. Sumido precisamente en estos pensamientos, unos gritos a su espalda le espolearon el ánimo. Un hombre con ropa que una vez fue blanca lo adelantó a la carrera, y le hizo gestos para que le siguiera. Indeciso, Rafa se giró y, a lo lejos, tras la densa polvareda que el desconocido había dejado, se distinguían unas siluetas oscuras, tres o cuatro tal vez, que corrían con rifles a modo de presentación.
Comenzó a correr como si la vida le fuera en ello —le iba, de hecho— y alcanzó al desconocido justo cuando estaba subiéndose en un Jeep. Rafa dudó, pero las señas de su ahora compañero le dieron el empujón necesario para abordarlo. Varios kilómetros después creyeron estar a salvo, y permitió que el aire le alejase del peligro que todavía acechaba. Disfrutó, por unos segundos, como el arqueólogo que estaba llamado a ser, dirigiéndose a una excavación recién descubierta. Al aminorar la marcha, un golpe llamado realidad le azotó sin preaviso cuando escucharon otro motor que les perseguía.

—Pero ¿qué les has hecho? —preguntó en un inglés torpe, aunque no tanto como el escaso árabe que chapurreaba.
—No necesitas hacer nada para que te persigan —replicó el otro—, son guerrilleros.

Rafa no sabía cómo se había metido en aquello, como tampoco sabía de qué manera iban a salir. En el horizonte, mientras el Sol se despedía hasta la siguiente jornada, se distinguieron las siluetas a contraluz de las Pirámides de Guiza, que se acercaban con cada vuelta que los neumáticos daban sobre sí. Majestuosas y señoriales, testigos de la historia casi desde que la propia historia comenzara a escribirse.
Sin tiempo para pensar, y viendo que habían sacado ventaja a sus perseguidores, Rafa y su nuevo compañero se apearon cuando la Pirámide de Keops estuvo a tiro de piedra. El español contempló, sorprendido, cómo el coche continuaba rodando a gran velocidad. El chico le sonrió y, agarrando una gran piedra que había en el suelo, hizo un gesto como para tirarla. ¡Había puesto una piedra sobre el acelerador! De esa manera, el coche continuaba avanzando y despistaría a los guerrilleros.
Era una gran idea, sin duda, pero si salía mal les dejaría sin vía de escape.
Y allí se encontraban, dos desconocidos con los traseros descansando en la Pirámide de Keops a la luz de una luna que comenzaba a asomar, tímida. La circunferencia era casi completa y alumbraba hacia todas partes, centenares, millares de kilómetros a la redonda, sin que ni siquiera una inoportuna nube la importunase.
Ellos todavía jadeaban cuando vieron el vehículo que pasaba a velocidad media, alejado unas decenas de metros. Cuatro hombres, mirando hacia los cuatro puntos cardinales, oteando en derredor, en busca de cualquier pista en el horizonte y con la férrea intención de ajusticiar a dos desconocidos.



—Se están tomando muchas molestias —sentenció Rafa, desconfiado— ¿Seguro que no te buscan expresamente a ti?
El egipcio titubeó.
—Bueno…
—¿Qué hiciste?
—Hay una mujer.
—La de uno de ellos, imagino.

Los mercenarios —ahora vengadores matrimoniales— se detuvieron en seco, a su vez detuvieron la conversación que Rafa mantenía, y el miedo mudó los semblantes de los dos hombres agazapados. ¿Habían sido descubiertos? ¿De qué manera? Rafa no sabría decirlo, pero lo irrebatible era que el vehículo se aproximaba a una velocidad de vértigo y ellos no tenían manera de escapar.
Maldijo, pataleó y gritó, gastando el poco margen de reacción que pudiera tener.

—¡Allí! —señaló el chico, hacia la pirámide.
Unos metros más allá se distinguía una pequeña abertura por la que podría caber un ser humano. ¿Cómo podía ser que la más antigua de las siete maravillas del mundo estuviese abierta para ellos?
—Pero… esa no es la entrada…
—¿Qué más te da? ¿Quieres morir?

Sin un argumento con el que rebatir, Rafa corrió tras su compañero y se introdujo en la pirámide por una entrada que no figuraba en sus apuntes, de la que jamás había oído hablar.
Ambos se quedaron quietos, inmóviles, en la comisura de la misma, hasta que escucharon el trote en el exterior. Gatearon un poco hacia lo desconocido, pero no escucharon nada más. Unos segundos después, unas voces en el exterior.

—¿Han entrado en la pirámide? ¿De noche?
—Entonces ya no hay que preocuparse por ellos.

Sus corazones dejaron de galopar al mismo ritmo con que las pisadas enemigas se alejaban. Oxígeno dentro, oxígeno fuera, y con el peligro alejándose, Rafa comenzó a ser consciente de dónde se encontraba, y abrió los ojos buscando algo que investigar.

—Me llamo Hadad, por cierto —dijo el extraño, con las manos apoyadas en las rodillas.
—Rafa.

Pero Rafa no estaba ahí. Sus ojos viajaban por las paredes arenosas del pequeño pasadizo en el que se encontraban, y el español no daba crédito. Solamente había dos accesos para adentrarse en la pirámide, y uno de ellos estaba obstruido. Era imposible que la humanidad hubiera dejado sin descubrir un tercer acceso durante cuatro mil seiscientos años.

—Ciencia ficción —susurró Rafa para sí mismo.
—¿Nos vamos? —pregunto Hadad, inquieto.
—Ni de broma —replicó el español bruscamente.
—¿Cómo?
—¡Estamos en la maldita Pirámide de Keops! ¡En un pasillo que nadie ha descubierto en la historia de la humanidad! ¿De verdad pretendes que me vaya?
—Es peligroso. Hay historias sobre esta pirámide.
—¡Bah! Historias… ¡Historia la que vamos a contar hoy!

Rafa continuó avanzando, y al final de ese pasillo en el que cada metro era más estrecho que el anterior encontraron una pequeña sala sin iluminación. Una vez en ella, Hadad sacó una linterna del bolsillo, y sonrió haciendo el gesto de conducir. La había cogido del coche. La extraña pareja que formaban se comunicaba, en parte, mediante gestos, puesto que ni el inglés de uno ni el del otro era lo suficientemente desenvuelto para conversaciones más complejas.
Iluminado por Hadad, avanzaron lentamente por la sala, que aunque no contaba con mucho que ofrecer, lo que ofrecía era obligatoriamente valioso. Rafa distinguió varias figuritas que representaban escarabajos, y un par de jarrones cerámicos. Nada que fuera a cambiar el transcurso de la historia, pero desde luego, suficiente para hacerse un nombre en la historia de la arqueología.

—Un momento, gira la linterna hacia ahí.
El haz de luz titiló al dirigirse a la esquina, quizá consciente de lo que iba a iluminar.
—¡Un sarcófago! —exclamó Hadad.
—¡Está abierto!

Rafa y Hadad no pudieron tener reacciones más contrapuestas: mientras el español se abalanzaba sobre el sarcófago, sabiéndose dueño de la historia, el egipcio retrocedió con estupor, amedrentado y murmurando palabras sobre sacrilegios y profanaciones.
En el interior del descubrimiento no había momia alguna, para decepción del joven arqueólogo, sino que tan solo había un pequeño Ushebti que parecía azulado. No podía asegurarlo, pues el nerviosismo de Hadad hacía que no estuviese quieto con la linterna.

—¡Tenemos que irnos!
—Ahora nos vamos. ¿Eres consciente de lo que hemos descubierto?

Rafa jugueteaba con la pequeña estatuilla, que en su día fue destinada a guiar al difunto hacia una nueva vida. El tacto era suave y delicado, a excepción de un pequeño agujero en lo que debía ser la nuca del Ushebti. ¿Un defecto de fabricación? ¿Una rotura en el interior del sarcófago? Una figura como aquella no debería tener ningún orificio, hasta donde él sabía era una imperfección.
Toqueteando, el torpe español escuchó cómo la cabeza de la estatuilla crujía entre sus manos. “Ups”, sonó en su cabeza, mientras observaba la cabecita cerámica en su palma derecha. Su faceta arqueóloga le llamó hereje, pero la vertiente amorosa le dijo: esto es para Gemma.
Mientras tanto, el grito que ahogó Hadad asustó más a Rafa que el propio accidente. La linterna cayó al suelo, rebotó varias veces y, como consecuencia, dejó la estancia a oscuras. Hadad corría como un loco, Rafa lo intuía entre las sombras con las manos en la cabeza, y se apartó de su camino. El egipcio, completamente enajenado, chocó con el sarcófago, que se tambaleó varias veces. Parecía que se mantendría en pie, pero el suspense se rompió al rodar sobre su canto, iniciando un brusco descenso que encontró a Hadad en su camino.
Cuando un sarcófago de más de cien kilos se cierne sobre ti, es mejor que te dé tiempo a apartarte. No fue el caso de Haddad, que vio cómo la mole de piedra lo aplastaba sin piedad. El golpe fue sordo, y sumió la sala en un absoluto silencio momentáneo. Solamente el eco del puzle de sarcófago desperdigándose por la sala. Hadad comenzó a gimotear, pero la postura inverosímil en la que se encontraba su cuerpo no auguraba opciones de salir con vida de la pirámide.
El rostro de Rafa era un compuesto de sensaciones contradictorias: el éxtasis por el descubrimiento arqueológico todavía quería hacerse notar, pero era el pánico por la tragedia de Hadad quien había tomado el mando. Sintió un temblor bajo sus pies, como si la esfinge de Guiza se hubiera puesto en pie para ajustar cuentas con él.
Dio un paso hacia donde esperaba que estuviese la salida.
Otro temblor, más intenso, más duradero.
Otro paso hacia la salvación.
El tercer temblor fue de tal contundencia que Rafa supo que debía detenerse. Pensó que si devolvía la pequeña cabeza del Ushebti, quizás la esfinge le perdonase. Retrocedió un par de pasos, pero el sarcófago hecho añicos y un nuevo temblor estremecedor le confirmaron que ya no había nada que pudiese hacer para enmendar su intromisión.
Entre seísmos, una voz sobrecogedora, venida del mismísimo infierno, le acusaba. No tenía idea de qué palabras del Antiguo Egipto pronunciaba ni de cuál era su significado, pero el tono era de condena absoluta.
La voz de Hadad todavía consiguió abrirse paso a duras penas, en forma de hilillo, pero Rafa no fue capaz de escucharle.

—¿Qué dices? —espetó el español.
—Los dioses… están furiosos…
—Sí, ya lo veo —admitió—. ¿Qué puedo hacer?
—Vamos a morir.

Esta vez, Rafa no se atrevió a quitarle la razón. El panorama, tintado de pura fantasía y pesadilla, no era nada alentador. Los intermitentes temblores parecían ya un terremoto, y la voz gutural surgida del mismo infierno amenazaba con reventarle los tímpanos.
Acorralado, Rafa cerró los ojos e inició una carrera hacia donde podría estar la salida. Una aguja en un pajar, que hubiera dicho su madre. Un tiro en la ruleta rusa, donde cinco eran las balas y una sola la salvación. La momia que antes no existía salió del sarcófago y se abalanzó sobre él, prometiéndole una muerte tan rápida como inevitable.



Elena contempla a su abuelo, que mira absorto en dirección al suelo. Ella, que había vuelto a coger el teléfono móvil, lo observa tirado en el suelo, de cualquier manera; se le debe haber caído. Comprueba que su boca está abierta a causa del asombro, y sacude la cabeza para tratar de zafarse de esa perplejidad.

—Esa historia…
—Es tan cierta como que hoy estamos aquí.
—Pero ¿cómo saliste de ahí? ¿Qué ocurrió con Hadad? Y la momia…
—Espera, Elena, espera —la tranquiliza su abuelo—. No sé cómo salí de ahí, la verdad. Cuando desperté, me encontraba en una especie de clínica en El Cairo, donde me dijeron que habían encontrado mi cuerpo, tendido junto a la Pirámide de Keops.
—¿Y el pasadizo?
—Ni rastro de él.
—¿Los mercenarios?
—Tampoco.
—¿Hadad?
El abuelo observa cómo la niña pierde interés de nuevo. Ha dejado de creer la historia, su historia. El abuelo sonríe.
—Necesitas pruebas, ¿verdad?
—Es una historia difícil de creer, abuelo. Muy buena, pero difícil de creer.
—Yo regresé a España una semana después, sin un rasguño que demostrase que había estado en Keops.
Elena mira el móvil, pero el abuelo sigue hablando. Lento.
—Me casé con tu abuela, a la que no has tenido la suerte de conocer.
—¿Cómo conseguiste que se casara contigo? ¿Qué es lo que hiciste que nadie podría igualar?
—Le entregué la cabecita del Ushebti.
—¿El de la pirámide?
—El mismo.

De pronto, Elena se fija en el colgante de cerámica que siempre lleva el abuelo. Dorado, brillante.
Lo toca. Suave y delicado al tacto.
Siente un temblor bajo sus pies.
El abuelo sonríe, pero esa sonrisa no es la suya.