martes, 1 de diciembre de 2020

Vicky

 

La mayoría de los niños tienen miedo de las tormentas. La oscuridad que envuelve el ambiente, la gelidez en la atmósfera, el viento habitual zigzagueando en torno a tu cuerpo. Pero, sobre todo, los truenos. El ensordecedor estallido del coloso que parece quebrar el firmamento, partirlo en dos hasta impactar contra el suelo.

Sin embargo, a Vicky, los truenos le daban lo mismo. Sí, el estruendo impresionaba, desde luego que no era su momento favorito del día, pero guardaba un mayor respeto por los relámpagos. El trueno te avisa, puesto que cuando el rayo cae, sabes lo que viene a continuación. Pero el relámpago es traicionero, aterriza cuando quiere y no tiene piedad, además de que va acompañado de lo realmente peligroso: esa devastadora columna eléctrica que revienta cuanto encuentra en su camino.

Escuchaba los ladridos de Silver desde el piso de arriba. Sabía que a su perro le gustaba la situación tan poco como a ella. Si pudiera, seguro que salía corriendo, envalentonado, en dirección a los relámpagos. Estaba convencida de que no cejaría en su empeño hasta que la tormenta amainase; había sido testigo de esa circunstancia en decenas de ocasiones.



De lo que jamás lo había sido es de que los deseos de Silver se vieran cumplidos. Tuvo que frotarse los ojos para confirmar que no era un sueño. Le pareció apreciar, a cámara lenta, cómo un rayo descendía desde lo más alto e impactaba contra la cuerda que sostenía a su perro, partiéndola al instante en dos. Durante unos segundos, incluso el propio perro quedó perplejo, quién sabe si por saberse libre, o por la seguridad de haber visto cómo la muerte acariciaba su pelaje. En cualquier caso, el animal comenzó a correr en pos del núcleo de la tormenta, como un justiciero que quiere equilibrar la balanza entre el bien y el mal.

Como un demente que busca la muerte.

Vicky abandonó a toda prisa el cobijo de las sábanas y, sin perder el tiempo en cambiarse de ropa, bajó las escaleras a toda prisa. Por el pasillo, escuchó los leves tintineos de la música que su padre utilizaba para relajarse y dormir. Creyó reconocer los característicos acordes de Shine on you, crazy diamond, de Pink Floyd. Que tuviera ocho años no implicaba que no le pudiera gustar la buena música, y es que se había convertido en una niña adelantada a su tiempo en muchos aspectos.

Ahora se enfrentaba a la posibilidad de adelantarse al resto también en un más que factible abrazo con la muerte. Las noches de películas de terror le iban a pasar factura con la increíble imaginación que poseía.

Abrió la puerta del hogar, y el abrazo helado de la tormenta la acogió con dulzura. No se lo pensó, y corrió en calcetines por el mullido césped, reblandecido a causa de la lluvia. Sus pies se tiñeron de marrón, y sintió cómo se le hundían en algunos puntos traicioneros. A lo lejos, oteó la silueta familiar de su mascota. Haría lo que fuera necesario por traerle de vuelta a casa, y al mismo tiempo, le atenazaba la inseguridad respecto a lo que le aguardase unos metros más allá.

Dejó atrás todas sus inseguridades, y ya se encontraba a unos pocos metros de Silver. Sería rápido, sí: alcanzarle, cogerle de la correa y traerle de vuelta a casa. Estaba empapada, y la camiseta del pijama se ceñía a su cuerpo, provocándole escalofríos.

—¡Silver, ven aquí!

Alargó el brazo, tratando de acariciarle el lomo, de agarrar la correa, pero el perro, ignorante de quién se le acercaba, se revolvió y se lanzó contra ella. La imagen de Vicky era diferente a la habitual: cabello empapado, adherido a la cabeza, la ropa unida al cuerpo, y el olor, inexistente a causa de la invasión de la lluvia: era una persona diferente para Silver. Irreconocible.


        Por eso, se abalanzó contra su propia dueña, compañera de juegos, mejor amiga e incluso hermana. Preso de la confusión, maniatado por la furia, lanzó una dentellada mortífera hacia el cuello de Vicky, que cerró los ojos como único medio de protección.

Estaba sentenciada. Cuando dejó de escuchar la tormenta, supo que todo había acabado. Fue consciente de que estaba llorando cuando el inconfundible regusto salado de las lágrimas se paseó por la comisura de sus labios, y abandonó el mundo con la imagen de los dientes afilados y babeantes de su mascota cerniéndose sobre sí.

De repente, un golpe seco. ¿Así era el sonido de la muerte? Se forzó a abrir los ojos, si es que todavía seguía en el mundo de los vivos. Una figura humana, oscura y amenazante, se alzaba sobre ella, y la observaba con condescendencia. Un nuevo peligro al que temer.

—¿Estoy muerta? —se atrevió a preguntar, con un hilo de voz que se abrió paso a duras penas.

—¿Cómo? —respondió la voz familiar de su padre— ¡Lo que estás es tonta! Anda, levántate, que vas a coger una pulmonía.

—¿Dónde está Silver?

—Aquí, al lado. Ya sabes que le gusta jugar con la lluvia. Por cierto, te ha llenado de babas.


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