La mayoría de los niños tienen
miedo de las tormentas. La oscuridad que envuelve el ambiente, la gelidez en la
atmósfera, el viento habitual zigzagueando en torno a tu cuerpo. Pero, sobre
todo, los truenos. El ensordecedor estallido del coloso que parece quebrar el
firmamento, partirlo en dos hasta impactar contra el suelo.
Sin embargo, a Vicky, los truenos
le daban lo mismo. Sí, el estruendo impresionaba, desde luego que no era su
momento favorito del día, pero guardaba un mayor respeto por los relámpagos. El
trueno te avisa, puesto que cuando el rayo cae, sabes lo que viene a
continuación. Pero el relámpago es traicionero, aterriza cuando quiere y no tiene
piedad, además de que va acompañado de lo realmente peligroso: esa devastadora
columna eléctrica que revienta cuanto encuentra en su camino.
Escuchaba los ladridos de Silver
desde el piso de arriba. Sabía que a su perro le gustaba la situación tan poco
como a ella. Si pudiera, seguro que salía corriendo, envalentonado, en
dirección a los relámpagos. Estaba convencida de que no cejaría en su empeño
hasta que la tormenta amainase; había sido testigo de esa circunstancia en
decenas de ocasiones.
De lo que jamás lo había sido es
de que los deseos de Silver se vieran cumplidos. Tuvo que frotarse los ojos
para confirmar que no era un sueño. Le pareció apreciar, a cámara lenta, cómo
un rayo descendía desde lo más alto e impactaba contra la cuerda que sostenía a
su perro, partiéndola al instante en dos. Durante unos segundos, incluso el
propio perro quedó perplejo, quién sabe si por saberse libre, o por la
seguridad de haber visto cómo la muerte acariciaba su pelaje. En cualquier
caso, el animal comenzó a correr en pos del núcleo de la tormenta, como un justiciero
que quiere equilibrar la balanza entre el bien y el mal.
Como un demente que busca la
muerte.
Vicky abandonó a toda prisa el
cobijo de las sábanas y, sin perder el tiempo en cambiarse de ropa, bajó las
escaleras a toda prisa. Por el pasillo, escuchó los leves tintineos de la
música que su padre utilizaba para relajarse y dormir. Creyó reconocer los
característicos acordes de Shine on you,
crazy diamond, de Pink Floyd. Que tuviera ocho años no implicaba que no le
pudiera gustar la buena música, y es que se había convertido en una niña
adelantada a su tiempo en muchos aspectos.
Ahora se enfrentaba a la
posibilidad de adelantarse al resto también en un más que factible abrazo con
la muerte. Las noches de películas de terror le iban a pasar factura con la
increíble imaginación que poseía.
Abrió la puerta del hogar, y el
abrazo helado de la tormenta la acogió con dulzura. No se lo pensó, y corrió en
calcetines por el mullido césped, reblandecido a causa de la lluvia. Sus pies
se tiñeron de marrón, y sintió cómo se le hundían en algunos puntos
traicioneros. A lo lejos, oteó la silueta familiar de su mascota. Haría lo que
fuera necesario por traerle de vuelta a casa, y al mismo tiempo, le atenazaba
la inseguridad respecto a lo que le aguardase unos metros más allá.
Dejó atrás todas sus
inseguridades, y ya se encontraba a unos pocos metros de Silver. Sería rápido,
sí: alcanzarle, cogerle de la correa y traerle de vuelta a casa. Estaba
empapada, y la camiseta del pijama se ceñía a su cuerpo, provocándole escalofríos.
—¡Silver, ven aquí!
Alargó el brazo, tratando de
acariciarle el lomo, de agarrar la correa, pero el perro, ignorante de quién se
le acercaba, se revolvió y se lanzó contra ella. La imagen de Vicky era
diferente a la habitual: cabello empapado, adherido a la cabeza, la ropa unida
al cuerpo, y el olor, inexistente a causa de la invasión de la lluvia: era una
persona diferente para Silver. Irreconocible.
Estaba sentenciada. Cuando dejó
de escuchar la tormenta, supo que todo había acabado. Fue consciente de que
estaba llorando cuando el inconfundible regusto salado de las lágrimas se paseó
por la comisura de sus labios, y abandonó el mundo con la imagen de los dientes
afilados y babeantes de su mascota cerniéndose sobre sí.
De repente, un golpe seco. ¿Así era
el sonido de la muerte? Se forzó a abrir los ojos, si es que todavía seguía en
el mundo de los vivos. Una figura humana, oscura y amenazante, se alzaba sobre
ella, y la observaba con condescendencia. Un nuevo peligro al que temer.
—¿Estoy muerta? —se atrevió a
preguntar, con un hilo de voz que se abrió paso a duras penas.
—¿Cómo? —respondió la voz
familiar de su padre— ¡Lo que estás es tonta! Anda, levántate, que vas a coger
una pulmonía.
—¿Dónde está Silver?
—Aquí, al lado. Ya sabes que le
gusta jugar con la lluvia. Por cierto, te ha llenado de babas.
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