La verdad sobre Celia
Martes,
8 de noviembre de 1988
13:14
Cuando Celia abrió los ojos, recordó que
no estaba en su habitación. El lugar donde despertó era oscuro, solamente
entraba la luz por las pequeñas rendijas de una persiana que no estaba bajada
del todo. Tenía hambre, sed y se hacía pipí encima, pero todos esos problemas
juntos no igualaban al peor de ellos: no tenía a su osito Constantino. Adoraba
la suave textura de ese peluche. Ella era mayor, tenía siete años, sabía que
Constantino no tenía vida y que no podría protegerla de ningún mal, pero no
dejaba de sentirse más segura cuando lo abrazaba.
La cama era incómoda, más que la de su
casa. La tanteó con unas manos inseguras, que percibieron el tacto rugoso de
unas sábanas envejecidas. Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y
pronto pudo distinguir los límites de una habitación vacía, a excepción del
lecho donde ella estaba sentada y una silla en la pared del fondo. A su
derecha, unos pasos más allá, se podía intuir una puerta de color azul, el
único medio de escape de ese odioso lugar. Se incorporó y golpeó en repetidas
ocasiones la plancha de metal, primero con timidez, después con algo más de
atrevimiento. En ambas ocasiones el resultado fue el mismo: ninguno.
La llamada de la naturaleza intensificó su timbre, y Celia era
incapaz de reprimir el impulso. Se agarraba a la tela de la falda del colegio,
y no podía dejar de pensar en riachuelos, cascadas y grifos abiertos. Recordaba
a su padre chinchándole, unos años atrás, enumerando todo tipo de elementos
acuáticos mientras la llevaba en volandas hacia el aseo más cercano. De pronto,
su mirada se topó con la silla que antes había visto, y descubrió que escondía
un cubo bajo su sombra. Tenía miedo de hacer pipí ahí, pero era la mejor opción
que podía encontrar. Una vez vació el contenido de su vejiga en el cubo de plástico,
suspiró de alivio mientras sonreía por los riachuelos, cascadas y grifos
abiertos.
La sonrisa, sin embargo, duró unos pocos segundos.
¡Cuánto echaba de menos a mamá y papá! La última vez que vio a mamá fue esa
misma mañana, camino al colegio. ¿Dónde estaban ahora? Y ¿dónde estaba ella?
La soledad y la incomunicación que la rodeaban habían
tardado en atacarla, pero lo hicieron de manera estrepitosa y sin misericordia.
Celia se encontró sollozando, gimoteando y derramando unas pocas lágrimas
desconsoladas. No comprendía nada, no era capaz de entender por qué alguien
querría tenerla encerrada en esa habitación que tanto miedo le daba. Pasaron
muchos minutos, no sabría decir cuántos, hasta que el martilleo de sus propias
preocupaciones y de su amargo llanto volvió a adormecerla, cayendo en un sueño
azorado y desolador.
Calamocha
17:07
—Tranquilícese, señora Sáez —insistió la inspectora
Buñuel—. Con algo de calma, será más fácil que recuerde los detalles clave.
—¿Que me tranquilice? —La mujer estaba
evidentemente fuera de sí— ¡Mi hija de siete años ha desaparecido! Y usted me
pide calma.
—Se ha tratado de un delito múltiple, señora. Uno de
los profesores del colegio ha sido hallado muerto en el patio.
—Lo lamento muchísimo —se excusó—,
inspectora, pero yo solamente puedo pensar mi niña.
La madre de Celia había resultado ser el tipo
de víctima C en la clasificación totalmente inventada de Marta Buñuel,
inspectora al cargo de la Unidad de Personas Desaparecidas de Zaragoza.
Desgraciadamente, era la tercera y última opción en un listado de dificultad
ascendente. Es decir, que había dado con un hueso. El tipo A era la persona
que, pese a estar consternada por el terrible suceso, trata de serenarse para
ayudar en la medida de lo posible. Aunque no era lo habitual, el impulso que
una víctima de este tipo llegaba a proporcionar era inestimable. En el tipo B,
el familiar de la persona desaparecida no consigue salir del océano de sollozos
y gimoteos provocado por la desaparición. Marta lo sufría en su propia piel,
tanto por el afectado como por la propia investigación, que se paralizaba hasta
que se conseguía serenar a la víctima.
El tipo C, el de Marisa Sáez, era el más
complicado. Se cierra en banda con una actitud desafiante, grotesca en
ocasiones, complicando la labor del inspector al mando, sintiéndose ofendido
como quien encuentra un pelo en la sopa de un restaurante.
Nosotros no hemos secuestrado a su hija, quiso decirle Marta Buñuel. Pero sabía que ese no era el camino.
—Bien, señora Sáez —retomó la conversación con
diplomacia—. Volvamos a intentarlo. ¿Sabe usted de alguien que esté enemistado
con su familia? ¿Alguien que tenga motivos para hacer una cosa así?
—¿Otra vez? —Se quejó— No tenemos problemas
con nadie. Somos una familia pacífica, con una vida rutinaria y completamente
normal ¡Tienen que encontrarla!
—¿Señor Tobía?
Mientras Marisa resoplaba al ver que la
inspectora no daba por válida
su respuesta, José Tobía, su marido, se sentaba cabizbajo en el sofá, con los
codos apoyados sobre las rodillas y un absoluto mutismo como única declaración.
Tipo A. El problema en ese hogar era que un tipo C obstruía el camino hacia un
tipo A. Tenía que sacar a la madre de ahí.
—Sergio, por favor —solicitó al subinspector de su
unidad—, acompaña a la señora Sáez a la habitación de la pequeña y toma unas
muestras. Señor Tobía —llamó al padre de Celia—, ¿caminamos un momento por el
jardín?
Los primeros cinco minutos del paseo
transcurrieron en un absoluto silencio. José Tobía se entretuvo memorizando los
adoquines de la acera de su calle, y Marta respetaba esa espera, confiando en
que terminase derivando en una declaración aprovechable. Los nubarrones de un
día tan gris en lo climático como en lo sentimental marchaban sin pausa, a un
ritmo vertiginoso a causa del viento violento que les estaba acompañando
durante toda la jornada. Las ramas de los pinos y olmos vecinos bregaban y
restallaban hacia uno y otro lado, como
la atormentada madre de Celia. Unas gotas dispersas comenzaron a caer de ese
cielo esquivo, y temiendo que también cayeran del rostro del señor Tobía, la
inspectora decidió seguir picando el hielo.
—¿Qué me responde usted? ¿Tiene su familia
alguien que pueda desearles semejante horror?
—No lo creo, inspectora —repuso después de unos instantes de
silencio—. Como le ha dicho mi mujer, nuestra relación es la habitual de
cualquier familia con sus allegados. Una vida normal en todos los sentidos.
La respuesta le pareció enigmática. Casi
ambigua en su explicación. Por ello, quiso explicarle a José la situación en la
que se encontraban.
—Verá, el móvil habitual para un secuestro
suele ser el monetario. Se atrapa al sujeto, y una vez puesto a buen recaudo,
se solicita una suma de dinero desproporcionada a los familiares. Otro motivo
para raptar a un niño es el ansia por tener un hijo que no ha podido obtenerse
de manera biológica o mediante una adopción, pero es raro de ver que alguien
llegue a ese extremo. Y el tercer motivo es el odio, la venganza, el deseo de
ver sufrir a las víctimas —el padre de Celia continuaba contando adoquines, o
hebras de césped, en función de por dónde caminasen, pero Marta sabía que tenía
los cinco sentidos puestos en sus palabras—. En el caso concreto de su hija,
estoy comenzando a descartar el dinero como motivo para llevarse a la pequeña
Celia. No se ofenda, pero aunque se nota que ustedes tienen una vida sin
complicaciones económicas, también se aprecia a simple vista que hay objetivos
mejores para pedir un rescate. Por lo tanto, y dejando momentáneamente de lado
la segunda opción que le he dado, al ser la más remota, por ahora me decanto
por algún tipo de enemistad como móvil para hacerles esto. De ahí que insista
tanto, y perdón por el sermón.
—No se preocupe, inspectora —contestó el hombre con una
sonrisa torcida—, me ha servido para ver con perspectiva la situación.
Lamentablemente, la respuesta sigue siendo la misma. No tenemos ninguna
desavenencia que recordemos, en nuestro círculo cercano no hay ningún tipo de
conflicto.
La inspectora decidió intentarlo por otro
camino.
—En las declaraciones que nos han prestado
en el colegio, nos han proporcionado una descripción de los dos
secuestradores. Un hombre de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, canoso y
con una incipiente calvicie, de brazos musculoso. Corpulento en general. La
mujer, de una edad similar, era menuda, con gafas y pelo negro, rizado, en
palabras de la profesora que testificó, casi a lo afro. ¿Le
dicen algo estas dos descripciones?
La sombra del espanto acudió al rostro de José
Tobía. Fue solamente un instante, después del cual se recompuso y respondió:
—No, inspectora, no me dicen nada. Vaya
descripción
tan detallada le han dado en el colegio.
—Ya lo creo. En cualquier caso, si está seguro de que no conoce
a esas personas —recalcó las últimas palabras con intensidad—, tenga mi
tarjeta, pueden llamarme a cualquier hora. Y si los secuestradores se pusieran
en contacto con ustedes, por supuesto, me llaman nada más colgar.
Marta Buñuel observó cómo el padre de Celia volvía
a su vivienda arrastrando los pies, en el mismo momento en el que Sergio Cañaes
abandonaba el portal de la misma. No sabía cuál era el motivo por el que esa
familia se encerraba y mentía, pero la inspectora había dado, con José Tobía,
con un posible tipo D para añadir a su glosario.
20:19
Era el tercer plato de comida que le servían. A las dos de la
tarde, el hombre que se la había llevado le tendió una generosa ración de
macarrones. No dijo una palabra, más que un pequeño gruñido cuando Celia le
preguntó si podía llamar a sus padres. Dejó el plato sobre la silla y se marchó
sin despedirse. Hacia las cinco, apareció de nuevo con un pequeño bocadillo y
un plátano. Mismo episodio, solo que Celia no se atrevió a articular palabra en
esa ocasión.
Odiaba a ese hombre con todas sus fuerzas. ¿Qué quería de ella?
Después de haber dejado el plato de los
macarrones más limpio que después de lavarlo, el enfado y la angustia que
sentía le impidieron tocar la merienda que le fue servida. Quizás el orgullo
también tuviese una pizca de culpa, sí. No entendía el porqué de tanta visita y
tanta alimentación si no había humanidad hacia ella. Una explicación le hubiera
llenado más el estómago que ese plátano. Con todo esto en la cabeza, Celia
volvió a llorar hasta secar su estanque de lágrimas. No podía verse, pero
estaba segura de que tenía los ojos enrojecidos, más que cuando su madre la
regañaba. Estaba agotada, física y mentalmente, y lo peor de todo era la
ignorancia sobre su futuro. ¿Qué estarían haciendo sus padres? ¿La policía
estaba buscándola? ¿Sabía alguien acaso que había desaparecido?
Se encontraba en esa retahíla de preguntas
interminables, cuando volvieron a chirriar los goznes de la puerta que la
separaba de la libertad. Apareció una pequeña rendija de luz artificial,
ampliándose progresivamente, hasta que una sombra humana hizo que se esfumase.
La figura menuda que ocupó ese espacio era la de la mujer que había participado
en el secuestro. Era la primera vez que la veía desde entonces, puesto que todo
contacto posterior había sido con el hombre sin palabras. Una maraña de rizos
anárquicos coronaba su cabeza, y las gafas de pasta le daban una apariencia
resabida que Celia estaba a punto de comprobar si era real.
—¡Hola, Cuqui! ¿Cómo estás? Yo soy Candela.
¿No te ha gustado el bocadillo?
Celia estaba perpleja. El vuelco respecto
al otro secuestrador era tan grande, que no sabía qué responder.
—¿Cuqui? —Fue todo lo que salió de su boca.
—Cuqui, cariño… Ya sabes, para romper el hielo.
—¿Dónde estoy? —Preguntó Celia, queriendo
sacar tajada de la aparente simpatía.
—Creo que esos asunto los podemos dejar
para más
adelante. Por el momento, vamos a preocuparnos de que estés lo mejor posible.
¿Es cómoda la cama?
—Bueno… No está mal —respondió cuando vio que los
ojos de la mujer se abrían, inquisitivos.
—Cuando llevemos un tiempo aquí y te hayas acomodado,
buscaremos otra mejor.
—¿Un tiempo?
—Y podremos buscar algo para decorar tu
habitación
—atajó la mujer—. ¿Quieres?
—Esto no me parece que sea una habit…
Se detuvo. Había algo en los ojos de
esa mujer que intranquilizaba profundamente a Celia. Era todo amor, nubes y
pajarillos, pero la rigidez de la que dotaba a su mirada cuando algo no le
agradaba, la convertía en el peor de los demonios.
—Con el tiempo ya verás como te lo parece.
Ambas echaron una ojeada a su alrededor.
Las paredes eran grises, testigos mudos de la reclusión a la que estaba
sometida. Un par de grietas desfilaban por la fría superficie, quizás
representando las insignificantes posibilidades que tenía de salir de ahí. Al
menos, quiso consolarse, no habían hecho nada malo con ella. Por el momento. En
cualquiera de los casos, Celia era una niña, pero tenía un carácter poderoso.
No se dejaba amedrentar por nadie, y después de haberse repuesto de una
experiencia traumática, se veía con fuerzas para plantar cara a esa mujer.
Trataría de no mirarla directamente a esos ojos pacíficos en ocasiones,
sanguinarios en otras, y todo iría bien.
—Quiero volver a casa —escupió sin pensarlo.
—Esta es tu casa ahora —repuso la mujer,
con una naturalidad pasmosa.
—No, porque en mi casa están mamá y papá. ¡Y quiero
volver con ellos!
Otra vez esa mirada. Celia desvió la suya, atemorizada,
pero sus ojos captaron, a través de la comisura, cómo la iluminación de la
estancia aumentaba. Cuando volvió la vista, estaba sola. La mujer se había ido.
No sabía si estar agradecida, o aterrada. Sus palabras habían sido dulces en
todo momento, pero sus gestos, silencios y omisiones daban más miedo que
cualquier gruñido de su compañero.
De esta manera, con Celia sumida en un
revoltijo de emociones afligidas, se lanzó sobre un camastro que ofrecía tan poca
compañía y tan poco consuelo como el que también debía necesitar Constantino,
su osito. Echaba de menos a mamá, echaba de menos a papá. Las coloridas paredes
de su habitación, y el sedoso tacto de sus sábanas. Quería corretear por el
jardín, y volver al colegio.
No, volver al colegio jamás. Después de lo
sucedido, no lo haría nunca.
Celia entornó los ojos paulatinamente, mientras todos
estos pensamientos danzaban por su mente. No supo en qué momento dejó de estar
despierta, pero era tal su cansancio, que se durmió con las piernas todavía
apoyadas en el suelo.
No fue consciente de que Candela entraba en
la estancia, caminando de puntillas, para acomodarla en el camastro y arroparla
con ternura.
Calamocha
22:29
—¡Son ellos! —Chilló José— ¡Me lo dijo la
inspectora!
—Ha pasado mucho tiempo. La gente cambia, tú mismo no te podrías
reconocer si te vieras hace siete años.
—No hay una pareja en el mundo como esa,
Marisa. El pelo de esa mujer, con las gafas, y el hombre corpulento. En toda la
provincia podrías
encontrar esa mezcla.
—Puede que tengas razón —respondió su mujer
después de meditarlo unos segundos—. Tenemos que ir a por Celia.
—¡No! —Espetó su marido— Tenemos que llamar
a la inspectora, y contárselo todo.
—¿Tú estás loco? Si hacemos eso,
terminaremos en la cárcel, y Celia ¡en una casa de acogida!
José se dio la vuelta y comenzó a inspeccionar
el salón de su hogar, aunque lo conocía de memoria. Un número incalculable de
fotografías ocupaba cada una de las baldas de un mueble que llevaba décadas sin
moverse. Vistió esa misma estancia cuando la vivienda pertenecía a sus abuelos,
a sus padres, ahora a ellos. El televisor emitía un concurso de preguntas que
tenía a toda la sociedad española pendiente de él. Ellos mismos, en una noche
normal, estarían prestándole toda su atención mientras Celia dormía.
Pero Celia no estaba, y sus vidas se habían convertido en un
suplicio de la noche a la mañana.
Él
lo sabía. Sabía que llegaría el día en el que sus actos atrajeran a las
inevitables consecuencias. Cuando haces algo inapropiado, siempre hay
consecuencias. Marisa no le escuchó, y aunque nadie esperaba algo así, había
terminado por llegar.
Salió de la casa, dando un portazo tremendo.
Necesitaba fumar. Disfrutó cuando la nicotina aliviadora de un cigarrillo, el
primero en casi cinco meses, se internaba en sus pulmones, dominando su
organismo como había hecho siempre. Como el viajero que vuelve a su hogar
después de una peregrinación de varios meses.
Hogar, dulce hogar.
—¿Vienes a casa? O ¿tengo que solucionarlo
yo todo?
—No sé qué vamos a poder solucionar —replicó
José, mientras tiraba la colilla al suelo y recorría el camino de vuelta al
salón—. En realidad, ahora está todo en su sitio.
—Como vuelvas a decir eso —su mujer habló con tono glaciar—, me
llevo a la niña en cuanto la tengamos de vuelta.
—Y ¿qué quieres que hagamos? ¿Que vayamos a un
lugar que no conocemos, recojamos a Celia como si estuviera en una excursión y
nos la traigamos de vuelta a casa?
Marisa sonrió.
—Eso es exactamente lo que quiero que
hagamos.
Miércoles, 9 de noviembre de 1988
Teruel
9:01
—No tiene mucha historia, inspectora
—sentenció
el forense—. Este profesor murió de un golpe fortuito, provocado después de un
forcejeo con los secuestradores.
—Encaja con la declaración de la directora del
colegio. Afirma que, cuando ella apareció, ya se esfumaban por la puerta del
patio y un charco de sangre crecía bajo la cabeza de este hombre desafortunado.
La inspectora observó al doctor entornando
los ojos, cansado de una conversación que se acababa de iniciar.
—Tiene unos arañazos leves en las
muñecas, provocados por la disputa previa, pero el resto de su cuerpo está
impoluto. Y ahora, si me permite, tengo que continuar con otro caso.
Marta Buñuel había querido estar presente en la
autopsia del profesor Peruga. Sabía que no iba a encontrar nada que la
ilustrase para atrapar a los secuestradores —y homicidas—, pero
inconscientemente se lo había tomado como una forma de honrar al hombre que
murió tratando de defender la vida de su alumna. El forense con el que había
tratado le dedicó una mirada desdeñosa cuando la vio aparecer. Por lo visto,
gustaba de un trabajo rápido y sin público al que contentar, y esa inspectora
de Zaragoza había importunado su ritual.
Que te den, escupió Marta para sus
adentros.
Volvió a la pequeña mesa que le habían cedido
cordialmente en la comisaría provincial. Sobre ella, tenía los informes
relativos a Marisa Sáez y José Tobía, los padres de Celia. Aunque se tratase de
un daño colateral para los secuestradores, la muerte del profesor estaba ligada
al secuestro de la niña, de manera que certificando la salvación de la pequeña,
estaría obteniendo también justicia para Emilio Peruga.
Marisa y José formaban un matrimonio feliz, con la
protagonista del delito como única descendiente. Ella, enfermera; él, corredor
de seguros. Una familia convencional, como habían insistido. Vivían en esa casa
de Calamocha que había pertenecido a varias generaciones anteriores de los
Tobía. Ella se había mudado allí desde Lechago, uno de los pueblos vecinos. La
familia tenía un historial impoluto, sin ninguna infracción de tráfico o
antecedente penal, por insignificante que fuera, del que Marta pudiera tirar.
En realidad, era muy improbable que ese
matrimonio hundido estuviese detrás de la desaparición de su única hija.
Solamente dos motivos habían empujado a la inspectora a bucear en esos
expedientes: la actitud cortante de la mujer, y la expresión de asombro del
marido en su última conversación. Algo escondían, Marta se jugaría el cuello,
pero era cierto que se les veía tan preocupados como cualquier otro matrimonio
en semejantes circunstancias.
La inspectora agarró los expedientes y se
marchó. Nunca se había sentido cómoda investigando en un despacho, y uno que no
le pertenecía aumentaba esa sensación desazonada. Ella necesitaba sentir que el
aire golpeaba en su rostro, paradójicamente, necesitaba distracciones que la
ayudasen a concentrarse. Se sentó en un banco de la plaza que había junto a la
comisaría. Se trataba de un día espléndido para la época del año que corría,
totalmente opuesto a la jornada taciturna ofrecida el día anterior. Los
pajarillos cantaban, confesándole que luchase por Celia, que trabajase duro,
que se concentrase en esos papeles y que, si no hallaba la solución en ellos,
les diese carpetazo y lo intentase por otro lado.
Marta escrutó de nuevo los expedientes. Los había
ojeado por encima, pero tenía pendiente el último par de páginas de cada uno de
ellos. En el de José, nada interesante. Hablaba de sus padres y abuelos, una
breve crónica familiar. Respecto al de Marisa, se mencionaba la fuerte creencia
religiosa de su familia, los lazos que unían a su padre con la Iglesia y la
estrecha relación de los Sáez con el sacerdote de Zuera.
La sombra de una sospecha traspasó el cerebro de Marta.
Zuera. Conocía ese pueblo, puesto que estaba situado a
unos treinta kilómetros de Zaragoza.
Y lo había leído antes en esos expedientes.
Rebuscó entre las páginas hasta que alcanzó el de
Celia. Ahí estaba: lugar del bautismo: Zuera.
Una alarma sonó en su interior. ¿Por qué
se celebraría el bautizo de una niña a casi doscientos kilómetros del lugar
donde vivía esa familia? No había familiares ni ningún otro lazo que uniese a
los padres de Celia con Zuera. Solamente ese sacerdote.
No era más que una sospecha, una corazonada, pero
algo le decía que ese era el hilo del que tenía que tirar. Eso, o quizás que no
tenía ningún otro del que hacerlo.
—¡Inspectora! —Sergio Cañaes, el
subinspector, acudía a ella con expresión azorada— ¡Inspectora!
—Tranquilo, Sergio, respira —espetó ella con sorna.
—¡Los padres de la niña, se marchan!
—¿Cómo que se marchan? ¿A dónde?
—Hacia el norte —respondió él, todavía
resollando—. Han salido hace diez minutos.
—¿Traes las llaves del coche? —ante el gesto
afirmativo de Sergio, Marta le tendió la mano— ¡Vámonos!
Después de una mañana reflexiva en la que todo
el trabajo se había realizado en el depósito de cadáveres, sobre la mesa de un
escritorio y bajo el canto de los pájaros, Marta Buñuel tendría la posibilidad
de disfrutar de la esencia de su oficio de la mejor manera: pasando a la
acción.
Zuera
13:16
Debía de tratarse del secuestro más atípico de
la historia. Uno en el que la víctima pasaba la mayoría de su tiempo custodiada
—¿vigilada?— por uno de los secuestradores, con todo tipo de comodidades.
Durante buena parte de la mañana, Candela había acompañado a Celia en su cautiverio,
ya fuera ofreciéndole comida, llevándole revistas, tebeos, y un sinfín de
actividades lúdicas para tratar de confraternizar con ella. Dadas las
circunstancias, prefería la soledad, pero por muy amistosa que se presentase
esa mujer, dudaba que tuviese en cuenta la opinión de la niña a quien tenía
retenida.
Por el aro que tenía claro que no iba a
pasar, era por el de conciliarse totalmente con ella. En su última visita había
traído una baraja de cartas.
—He pensado que, de esta manera, podemos
pasar las horas muertas.
Celia consiguió emitir un resoplido de
desaprobación.
—No somos amigas —recriminó, plantándole cara de
una vez—. No eres mi madre, y prefiero estar a solas.
La noche anterior, cuando Candela se marchó sin articular palabra,
dolida, Celia se prometió que no volvería a retirarle la mirada por miedo. En
esta ocasión, y tratándose del mayor atrevimiento que le había lanzado, intentó
ser lo más fuerte posible, y no sucumbió ante esos ojos diabólicos. Aguantó su
mirada durante varios segundos, como si estuviese jugando con su madre a ver
quién se reía antes. Tanto fue así que temió que una sonrisa traviesa se
estuviese esbozando en sus labios. Finalmente, fue salvada por la reacción de
Candela, que suavizó su expresión, dando por perdida la batalla.
—Está bien, no tenemos porqué jugar a las
cartas. Cuéntame, ¿qué tal en el colegio?
—Bastante bien —respondió ella, envalentonada—,
hasta que vinieron unas personas mayores y me sacaron a rastras de allí.
Candela aguantó de nuevo el envite,
permitiéndose incluso ofrecer una sonrisa aislada.
—Me gustas, pequeña —declaró la mujer,
sorprendiéndola—. Me encanta tu actitud, y tu carácter. Eres todo lo que una
niña de siete años puede llegar a ser. Parece mentira que una criatura tan
pequeña llegue a convertirse en una niña con esta inteligencia.
Celia no supo qué decir ante semejante
reflexión.
—¿Tus padres te tratan bien?
—Son los mejores —afirmó ella, sin dejar un
segundo para la duda.
—Me alegra mucho escuchar eso. Nosotros te
vamos a tratar igual de bien. Dime una cosa: ¿dónde te gustaría vivir?
—¿Cómo?
Celia estaba confusa, pero por suerte o por
desgracia, no tuvo tiempo para asumir lo que se le había preguntado. Comenzó a
escuchar unos gritos agitados en el piso superior. Varias voces graves, una
sola más aguda. Ambas permanecieron en silencio, tratando de reconocer alguno
de los timbres, poniendo el cien por cien de su atención en lo que se estaba
viviendo arriba.
—¿Dónde está? —Preguntó una voz que le
resultaba familiar. Muy familiar.
Cuando Celia estaba haciendo acopio del
aliento suficiente para chillar con todas sus fuerzas, la mano de Candela tapó su boca, ahogando el
grito que pretendía llamar la atención. Sin sopesarlo ni un solo momento,
utilizó sus dientes para morder la mano de su secuestradora. Apretó lo más
fuerte que pudo, y sintió cómo la carne se hundía por debajo de su dentadura.
Candela gritó horrorizada, un alarido inhumano que se mezcló con el grito
encolerizado de la pequeña. Saboreó el hilillo de sangre que se internó en su
boca, y supo de esta manera que jamás se dejaría amilanar por nadie más. Soltó
a su presa, y la mujer retrocedió varios pasos, agarrándose una mano con la
otra, observando el resultado de interponerse entre ella y su madre. Libres al
fin, sus cuerdas vocales dieron rienda suelta al impulso que llevaba unos
segundos aguardando su momento:
—¡Mamáááááááá!
Camino a
Zuera
13:10
Parecían dos desconocidos. Llevaban más de cien
kilómetros de carretera y no habían mediado palabra. El matrimonio de los Tobía
y Sáez, que tan feliz había sido siempre, pasaba por el peor momento en sus
trece años de relación. No era para menos, después de que les fuera arrebatado
su nexo de unión, el gran motivo por el que sonreían cada mañana al despuntar
el alba.
José Tobía retrocedió más de una década en el
tiempo. Después de un noviazgo apasionado, como lo son los mejores, los
problemas llegaron con la dificultad a la hora de dar el siguiente paso. No
conseguían el embarazo deseado, y la frustración les acompañó durante varios
años inciertos. Uno y otro, de mejor o peor manera, fueron asumiendo que el
destino quería privarles de una descendencia, y la adopción era una opción
demasiado remota, costosa y dilatada en el tiempo. Entonces, y gracias a las
puertas que podía abrirles Pedro, el padre de Marisa, llegó el momento de tomar
la decisión.
Ese día supuso el mayor punto de inflexión en
las vidas de ambos, tanto para bien como para mal. Se les brindó la oportunidad
de tener a Celia, y cambiaría cada una de las decisiones de su vida con tal de
que su pequeña siguiese con él. Y sin embargo, ese momento también era el que
le acarreaba pesadillas por las noches, y le generaba remordimientos que se
habían ido espaciando cada vez más en el tiempo.
Hasta el día anterior.
—Hemos llegado —informó la voz a la que
idolatró un tiempo atrás.
—Muy bien —mirando todavía por la ventana,
respondió de manera ausente.
—¡Espabila, José! De lo que hagamos ahora
depende que Celia vuelva con nosotros.
Tenía razón.
—Tienes razón. ¿Qué propones?
—Tenemos que cogerles desprevenidos —agarró su mano con ternura,
queriendo atraerle a su terreno—. Si conseguimos deshacernos de uno de ellos
rápido, estaremos en superioridad.
—¿Deshacernos? —José estaba escandalizado—
¿Te crees que esto es una película de Bruce Willis?
—¿A qué crees que hemos venido?
—A hablar con esa gente, a hacerles entrar
en razón
y convencerles de que nos devuelvan a nuestra hija.
—Lo que tú dices suena más a película que lo mío,
imbécil. Te recuerdo que, para esa mujer, no somos los padres de Celia.
Después de unas pocas pullas más por cada bando,
bajaron del vehículo sin estar de acuerdo en lo que harían a continuación.
Marisa se aproximó con cautela a la repisa de una ventana que daba al interior
de la vivienda, y se asomó por la misma. Mientras tanto, él tenía claro que las
palabras les llevarían más lejos que las acciones, y caminó decidido hacia la
puerta. Estaba a punto de tocar al timbre cuando una sombra pasó veloz por su
lado y arremetió contra él.
Su mujer.
O quien lo había sido.
—¿Eres imbécil? —Estalló a viva voz— ¡Acabas
de tirar por tierra nuestras posibilidades!
—¡Lo que no soy es un asesino!
José observó que la puerta de la casa se
abría, un par de metros más allá. También observó la mirada encolerizada de Marisa,
en la que parecía estar iniciándose un incendio de proporciones desmesuradas.
Tenía el rostro desencajado, de tal manera que parecía estar bajo los efectos
de alguna droga. Sabía que no era el caso, que se trataba de la locura,
apoderándose de su esposa. José solamente tuvo tiempo de observar una cosa más.
Todavía aturdido por la caída, asistió como público de honor al momento en el
que Marisa le agarraba del pelo, tiraba de él, y emprendía el movimiento de
vuelta para que su cabeza impactase contra el asfalto de la calle.
Escuchó una voz grave al fondo, acudiendo quién
sabe si al rescate.
Escuchó también una voz angelical, su voz angelical, mucho más lejana, un grito de auxilio furibundo
que decía mamá.
Solamente fue consciente de un par de
golpes más,
divisando en el lejano horizonte el rostro enajenado de la mujer a la que una
vez amó.
Camino a
Zuera
13:22
El monótono recorrido de la carretera había
provocado que Marta Buñuel se internase en lo más profundo de sus recuerdos
policiales. El sol, que en ocasiones se exhibía y en otras se ocultaba, le
evocó a desplazamientos anteriores por tierras aragonesas, persiguiendo a otros
secuestradores. Por fortuna, podía presumir de que la mayoría de los casos en
los que había trabajado se habían resuelto satisfactoriamente. Recordaba las
dos excepciones con demasiada claridad. Julia Sanjerjo y Esteban Lázaro. Dos
nombres que jamás olvidaría, así como la historia detrás de ellos. Estaba
totalmente decidida a que Celia Tobía no se subiese a ese carro del infortunio.
Tan ajena se encontraba a lo que transcurría a su alrededor, que
había olvidado por completo la sirena que aullaba sobre el techo del vehículo.
Miró a su izquierda, y comprobó que el subinspector Cañaes no contaba con esa
suerte, y mostraba una mueca de molestia en su rostro. Marta rió.
—¡Tampoco es para tanto, hombre!
El paisaje que les acompañaba comenzó a
transformarse. La carretera se rodeó de alguna vivienda solitaria, las señales
de tráfico mostraban cifras menos elevadas, y el inconfundible cartel de Zuera
apareció ante sus ojos. Las calles de la población les recibieron con un par de
miradas de desconfianza, y con la calma habitual de una localidad tranquila a
la hora de comer. En un pequeño bar se juntaban los jubilados, que jugaban al
dominó. En otra callejuela, los niños pateaban un balón de fútbol, pero nada
más.
Con la sirena ya desactivada, no tardaron
en alcanzar la dirección
que les habían dado por radio, y se toparon con el Ford de José Tobía y Marisa
Sáez. Detrás de él, una vivienda solitaria, antigua y, a simple vista,
descuidada. El polvo se acumulaba en las persianas del piso superior, que
llevaban meses, quizá años, sin levantarse, y no había señal alguna de que el
hogar estuviese habitado. Bajaron del vehículo con cautela, haciéndose gestos
para compaginar sus movimientos, ocultos tras la patrulla en un primer momento,
y utilizando el coche de los padres de Celia como cobijo después.
Había llegado el momento de la acción, para el
que Marta había estudiado y se había adiestrado toda su vida. Los papeleos eran
necesarios, y en la mayoría de las ocasiones suponían la diferencia entre el
éxito y el fracaso, pero a la inspectora Buñuel el cuerpo le pedía movimiento.
Por desgracia, no tardó en encontrarlo. Cuando
asomó la cabeza tímidamente desde el lateral del Ford Fiesta, descubrió un
cuerpo inmóvil, tendido en el suelo. Miró a uno y otro lado como medida de
seguridad, y cuando comprobó que no había compañía en las inmediaciones, corrió
para prestar auxilio.
Un auxilio que llegaba tarde.
El cuerpo sin vida de José Tobía yacía sobre el
frío asfalto de las calles de Zuera. Escuchó a Sergio Cañaes llamar a una
ambulancia por la radio de la patrulla, pero le hizo un gesto negativo desde la
distancia. La desolación se asomó al rostro del subinspector, que endureció a
continuación el semblante, y acudió como apoyo para la inspectora.
—Esto se complica —informó escuetamente.
—Gracias, no me había dado cuenta —respondió
ella con sarcasmo—. Vamos, los demás deben estar en la casa con Celia.
La pareja se parapetó a uno y otro lado de la
entrada a la vivienda, y asomaron unos ojos que apenas pudieron divisar algo.
Siguieron superando esquinas, adentrándose en un hogar en cuyas primeras
estancias no encontraron compañía. Guardaron silencio por un instante, tratando
de descubrir de dónde provenían las voces ahogadas que apenas habían alcanzado
a percibir.
—¡En el sótano! ¡Rápido!
Una puerta, al fondo, los dirigió escaleras abajo, y otra
más robusta, de un metal azulado, les prometió compañía.
Unas señales, mudas pero acompasadas, iniciaron
una cuenta atrás. Sirvieron, como tantas otras veces, para que Marta y Sergio
irrumpiesen en el sótano donde no les esperaba nadie. Descubrieron una fiesta a
la que no habían sido invitados, en la que Marisa Sáez encañonaba con una
pistola la sien del secuestrador. Mientras tanto, la pequeña Celia, sobre quien
giraba todo aquel caos, trataba de escaparse de las garras de la secuestradora.
Eran ellos. Tal y como los habían descrito en el
colegio. Tal y como les habían dicho por radio, camino a Zuera.
Sin embargo, el control de la situación parecía tenerlo la
madre de Celia. Cuando vio que alguien entraba en la estancia, cedió el testigo
a sus impulsos y, presa del miedo, disparó hacia los inspectores. El proyectil
pasó zumbando a escasos centímetros de Marta, que observó la expresión de
horror de Marisa al reconocerla. El subinspector aprovechó esta circunstancia y
se abalanzó sobre la mujer, haciéndola caer estrepitosamente sobre el cemento.
Miró a su alrededor: después de ver la vida
pasar ante sus ojos, todo parecía estar en orden. La única persona que tenía un
arma estaba sometida bajo el cuerpo de Sergio Cañaes, y el matrimonio
secuestrador parecía aterrorizado al observar hasta qué punto se habían desmadrado
sus actos.
—¡Mamá! —Gritó Celia, viéndose libre al fin.
—Candela Román y Óscar Zabal, quedan detenidos por el
secuestro de Celia Tobía y el asesinato de Emilio Peruga y José Tobía.
—¡A su marido lo ha matado ella! —Rugió el
hombre, completamente desquiciado.
—¿Mamá? —Preguntó la niña, incrédula.
Marta observó a la madre de la pequeña. Tenía la mirada
perdida, pero las salpicaduras de sangre, pequeñas pecas carmesíes en un rostro
desquiciado, relataban unos hechos inconfundibles. Pensó en la pobre Celia. De
un día para otro, había pasado de tener una vida feliz a que el caos la
gobernase por completo. Un padre asesinado, una madre homicida.
Una familia destruida.
Entre Sergio y Marta, esposaron a los tres
adultos de la habitación
en un completo silencio. Tan solo se escuchaban, de manera esporádica, los
sollozos entrecortados de la verdadera víctima de aquel caso.
—¿Qué va a pasar con ella? —Preguntó Marisa,
con un tono neutro.
Fue el subinspector el único que se dignó a
informar.
—Será llevada a un hogar de acogida y, con
suerte, pronto será dada en adopción.
—Pero ¡es mi hija! —Protestó ella, débilmente.
—No, ¡es mía! —Fue Candela quien escupió las
palabras, con desprecio— ¡Lleva mi sangre, compruébenlo! ¡Soy su madre
biológica!
—¿Mamá? ¿Qué está diciendo esta mujer?
La comitiva formada por inspectores,
detenidos y Celia se detuvo por un instante.
Los primeros lo sospechaban, los segundos
lo sabían,
y la víctima estaba absolutamente perpleja.
—No hagas caso, cariño, esa mujer está loca.
—Cállese usted, Marisa —la orden de la
inspectora no dejaba lugar a la desobediencia —. Al menos, deje que la niña
sepa la verdad.
Candela Román y su marido eran delincuentes. Habían
secuestrado a una niña inocente, y eso no había quien lo borrase. Pero Marta
Buñuel no podía dejar de sentir una profunda aprensión por aquella situación.
Una niña que tenía dos padres y dos madres. Biológicos, y de adopción ilegal.
Unos desconocidos, otros la habían criado. De la noche a la mañana los había
perdido a todos. Decidió que, al menos, la niña debía tener conocimiento de su
propia historia, y permitió que Candela y Celia se separasen por unos minutos y
hablasen cuanto tuviesen que hablar.
Observó unas palabras llenas de emoción que eran
recibidas con un recelo gigantesco, pero que menguaba con el transcurso de los
segundos. Cada frase de la mujer, bien trenzada, emitida desde el fondo de un
corazón desconsolado, servía para aproximarse un poco más a su hija biológica.
Durante un instante, las manos de una y otra se unieron como señal de mutua y
profunda empatía.
La inspectora, abstraída por la escena,
decidió darles privacidad e hizo su trabajo.
Llamó a la comisaría de Zaragoza e informó del
cadáver que aguardaba paciente sobre el asfalto.
Viernes, 7 de diciembre de 1992
Hogar de
acogida Niños felices, Zaragoza
16:44
—¿Cómo estoy?
—Estás genial. Tranquilízate.
Óscar
nunca había sido un hombre de muchas palabras, pero las pocas que le había
dedicado en los últimos años, habían sido las correctas. Se encontraban, con absoluta
seguridad, en el momento de mayor importancia de sus respectivas vidas. Jamás,
en los años anteriores de oscuridad y calamidades, hubieran soñado con tener un
final tan feliz, dadas las circunstancias.
Cuando fueron arrestados, la condena, que
podía
haber llegado hasta los quince años, se había visto ostensiblemente reducida.
Testimonios providenciales como el de la inspectora Buñuel, atenuantes como la
injusticia de la que habían sido víctimas, y los lazos de sangre que unían a
Candela y Óscar con Celia, habían derivado en que solamente hubiesen
permanecido cuatro años en prisión. Se les había concedido la custodia
provisional de su hija, y aunque la vigilancia sobre ellos iba a resultar
asfixiante, al fin tenían unos cimientos sobre los que construir una vida
normal.
Una vez solucionados todos los asuntos
burocráticos,
se enfrentaban al momento de mayor temor de toda aquella aventura. Tenían que
aprender a convivir con una chica, ya adolescente, que había visto morir a las
personas que la habían criado, la habían educado, que le habían enseñado todo
cuanto sabía. Se había visto obligada a pasar por cuatro años de orfandad, y no
sería extraño que los culpase a ellos por todo. A fin de cuentas, y con más o
menos razón, ellos eran quienes habían desencadenado todos los sucesos. Dos
hombres habían perdido la vida, uno directamente por sus manos.
Para ser justos, Óscar debía regresar a
prisión. La muerte del profesor del colegio era un asunto mayor, y todavía
debía cumplir un año más de cautiverio. Pese a todo, él sonreía. La veía feliz,
y sabía que, más pronto o más tarde, formarían una familia cercana a la
normalidad.
La puerta ante la que aguardaban se movió tímidamente, chirriando
con cada grado de apertura que conseguía, y el rostro cohibido de una joven,
casi una mujer, asomó por detrás de ella.
No sonreía, aunque ellos no lo esperaban.
No les abrazó, aunque tampoco contaban con ello.
La relación que les unía tenía que construirse al
ritmo apropiado, y probablemente sufriera muchos altibajos.
Pero Candela
era feliz. Lo era porque, por primera vez desde que su hija nació, tenía la posibilidad de
demostrarle cuánto daría por ella.
2 comentarios:
Extraordinario relato, brillante. Espero tener ocasión de leer más casos con Marta, o al menos en esta línea porque te ha quedado excelente. Mira que lo ves venir, pero tiene una serie de giros tan bien llevados que es una delicia leer este texto. Felicidades.
Muchísimas gracias, de verdad. Comentarios como ese son los que te hacen seguir adelante.
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