viernes, 22 de enero de 2021

Erika

        Todo comenzó como un simple juego. Una carrera tonta, jugueteando con su mascota, entre carcajadas y suelas que derrapaban sobre la tierra seca. Solía pasear a Ziva en una sucesión de descampados que culminaban en un intento de bosquecillo, irrisorio para considerarlo tal, pero suficiente para que la perra y ella corretearan, una evadiéndose de sus tormentos, la otra disfrutando del mejor momento de su día a día.

Erika zigzagueó, tal y como acostumbraba, tratando de desconcertarla; quebró hacia un lado, después hacia el otro, y cuando comprobó que Ziva había picado el anzuelo, efectuó un último giro para emprender la carrera final. La misma jugada de siempre, en el mismo lugar de siempre. Hay que señalar, eso sí, que el final del bosquecillo se encontraba en un pequeño barranco. La valentía inherente a su espíritu la hacía despreocuparse, aunque en el fondo de su ser, sabía que podía llegar el día que le diese un susto.

Y llegó el día. La zapatilla de Erika resbaló sobre la grava. Tropezó, y sus piernas se sumieron en una sucesión de torpezas (orlandadas, como ella las llamaba) que la llevaron a quedar colgada de la cornisa del barranco. Sí, como en las películas.

        ¿Podría haber evitado la situación? Por supuesto. ¿Se lo había advertido su marido en repetidas ocasiones (la última, ese mismo día, el del cumpleaños de Kike)? Efectivamente. Y sin embargo, allí se encontraba ella, bregando contra el capricho de la madre naturaleza, que había querido que los descampados y los árboles huidos de su rebaño concluyesen de manera abrupta.

«¿Qué cojones haces con tu vida?», se preguntó. «Llevas años sin hacer nada de provecho. Saliste de tu vida por un encabezonamiento, y todavía no has encontrado un camino por el que pisar. Y ahora… ¿de verdad va a acabar todo así? ¿Cayendo por un barranco de chiste?»

Un par de lágrimas silenciosas descendieron por sus mejillas, testigos mudos de la rabia que ascendía por su interior. No tenía miedo, y ni siquiera estaba preocupada; lo que realmente le hacía sentir esa impotencia era el ardor de hallarse vacía, de creerse perdida en una vida que ahora parecía pender de un hilo.

Escuchó un pequeño lamento, un quejido agudo que preguntaba por ella.

—¡Ziva! ¡Aquí!

El trote torpe de su compañera acudió hacia ella, un sonido tan familiar como el del timbre de voz de su hijo. El nerviosismo de la perra fue palpable cuando comprobó la situación de su dueña. Le brindó toda la ayuda posible por medio de un lametazo en el dorso de la mano.

La miró a los ojos. Esas pupilas oscuras, esos iris oscuros que la observaban siempre con completa admiración. Sintió los nervios ascendiendo por su cuerpo.

Un nuevo sollozo.

Recordó que esa perra no estaría allí de no ser por ella. Rememoró la jornada en la que la encontró abandonada y se la llevó a casa. La evolución de un animal descuidado y raquítico, que con el paso de las semanas cogió peso, fuerza y vivacidad. ¿Qué sería de Ziva si aquel día aleatorio se hubiese cruzado con otra persona?

Recapituló y contempló el seno de su familia. Su hijo, cuya vida giraba en torno a la propia, cuya felicidad era tal gracias a ella, a la educación que le brindaba día a día, al cariño deslizado con palabras alegres, con reprimendas pausadas, con paciencia ilimitada.

¿Y su vida laboral? Ah, la gran piedra de toque. El caballo de batalla que la atormentaba noche tras noche. Tomó una mala decision, sí. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? Desde luego, las hay con mayor o menor recorrido. Hay senderos que se cierran tras diez pasos, y otros que te llevan hasta el fin de tu camino. «Nunca te quedes parada», le susurró la voz de su pasado. «Camina, corre y vuela, porque tarde o temprano, tu momento llegará».

        Supo que, de una manera u otra, era una mujer con sueños, con propósitos y con objetivos marcados en su horizonte. Tal vez en el futuro llegasen nuevas decisiones equivocadas, pero cuando alguien tiene proyectos y ambiciones, no hay límite alguno.

El enésimo lametón de Ziva la devolvió a la realidad. Se encotraba extenuada; al cansancio físico se había unido el desgaste mental, por las muchas noches en vela, las dudas sobre su propio sino, que de un plumazo, parecían evaporarse. Sintió cómo la perra se aferraba a su mano. El tacto de su hijo  se hizo presente, acariciándole los dedos. El propio Kike se unió al batallón de rescate, y con una amplia sonrisa, no extenta de esfuerzo, la ayudaron a incorporarse y dejar atrás el barranco de la congoja.

        En ese momento, mientras se sacudía el polvo, fue cuando descubrió (recordó) que el futuro de uno mismo depende de la manera en la que se afronte.

3 comentarios:

ElRincónDeMisLecturas dijo...

HOLA HOLAAA!!
Es la primera vez que me paso por aquí, me ha gustado mucho la entrada
Necesitaba un poco de variedad entre los post que suelo leer!
Un besote desde el rincón de mis lecturas💞

Fernando Llordén dijo...

¡Muchas gracias! Intentaré seguir trayendo cosas variadas. 😅

Louis dijo...

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