La mujer encendió el televisor, hastiada ante lo que sabía que encontraría. Aunque llevaba años devorándolos, los programas del corazón cada vez le decían menos. Cansada de los comentarios de sus hijos, finalmente terminaría por darles la razón en que resultaban una patraña. Siempre el mismo mensaje vomitivo, solamente cambiaban los personajes.
Las series que veía a diario ya
estaban consumidas, y su jubilación después de cuarenta y cinco años de enseñanza
a niños pequeños le dejaba mucho tiempo libre para otros quehaceres. En aquel
momento, zapeó de forma aleatoria. Saltó varios canales, y no fue hasta que dio
la vuelta al dial cuando reparó que sí había algo que podía interesarle.
Milagros quedó hipnotizada ante
el discurso del candidato de aquel partido político recién inaugurado, que
tantas cosas prometía, y tantas buenas intenciones cargaba sobre la espalda. Como todos al principio. Todos los
jóvenes políticos comenzaban con los mismos pasos convencidos, henchidos por su
integridad, impolutos al no conocerse todavía sus trapos sucios.
El caso es que el porte de aquel
hombre, sus gestos e incluso alguna de sus palabras llamaban a la puerta del
recuerdo. Supuso que se trataría de anteriores mítines, en los que no había
terminado de prestarle atención.
Comenzó a recoger la mesa, puesto
que la pereza la había llevado a dejar los platos y cubiertos sucios tendidos
sobre el mantel. Las viejas costumbres, en ocasiones, perdían vigor con el
transcurso de los años. Recordó los hábitos que impartía a sus niños al comienzo de cada clase:
Colgamos
el abrigo en la percha. Sacamos el estuche de la mochila y lo colocamos sobre
la mesa. Lápices, bolígrafos, goma de borrar y pinturas para dibujar. Todo
ordenado.
Comprobó que ella misma, con el
paso del tiempo, se dejaba llevar por la incorrección. Sonrió para sí. Si no me
dejo llevar ahora, ¿cuándo lo haré?
Su mente, sin embargo, se había quedado en los recuerdos. Evocó aquellas mañanas de risas y aprendizajes, de regañinas y puntuaciones. Efectuó un rápido repaso por los niños que más se habían acercado a su corazón: Cynthia, aquella sabelotodo que nunca quedaba satisfecha. Félix, el granuja que, a pesar de todo, era un trozo de pan. Rocío, que demostró fortaleza pese a las penurias de su infancia. Carlos, que casi era capaz de convencerla a ella misma de que lo que explicaba no era correcto. ¿Carlos…?
Sin saber cómo, volvió a prestar
atención a la televisión.
El rostro de la maestra estaba
ocupado por las lágrimas. En una época en la que la enseñanza se veía puesta en
duda día tras día, aquella simple frase le demostró que toda una carrera de
paciencia y búsqueda de un mundo mejor, había dado resultado.
1 comentario:
Me gustó mucho tu relato.
Ojalá pudiera comprobar que mis enseñanzas han servido para bien con todos mis alumnos/as.
Muchos sé que si, porque los he seguido viendo.
Pero tu relato, es muy entrañable.
Te quiero, hijo.
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