domingo, 27 de diciembre de 2020

Reseña: Allí estaré

Título de la obra: Allí estaré

Autor: Estanislao Munreal

Género: Novela negra

Páginas: 345

Enlace de compra: papel (13,52€), digital (2,99€)

SinopsisUn thriller impactante, original, escrito para los lectores más arriesgados. Con una trama que crea adicción y mantiene al lector en tensión. Una novela brutal en la que hay asesinatos, violencia, sexo, intriga, así como diálogos ingeniosos y mordaces. Una historia por donde transitan personajes de distinta calaña: empresarios de la noche, promotores inmobiliarios corruptos, traficantes, prostitutas, médicos, empleados de banca, policías... Y, sobre todo, dos personajes principales, dos hombres de apariencia normal con un lado oscuro, una doble vida. Y una mujer especial que lo desencadena todo. Dos individuos inquietantes. Dos sujetos impredecibles. Dos caminos destinados a cruzarse.

Si todo lo anterior te atrae, adéntrate en su lectura. Eso sí, prepárate para emociones fuertes.


¡Aquí estamos otra vez! Nos enfrentamos a otra reseña, en este caso, la última del año. Si no me fallan las cuentas, se trata del vigésimo libro leído en este fatídico 2020. Todo un logro para mí, que llevaba años sin tiempo para leer esta cantidad de novelas. Mientras que otras personas alcanzan con holgura el centenar de lecturas en un año, yo celebro las dos decenas como el futbolista que alza la Champions League.

Para cerrar el año, tenemos ante nosotros una de las reseñas más complicadas de hacer. Y es que no nos encontramos ante un libro cualquiera. Ya lo avisa el autor, Estanislao Munreal, a través de sus redes sociales, y no va de farol. Allí estaré es una novela que no se amolda a lo preestablecido, no se casa con nadie y no se anda con tabúes ni tapujos. Esto, como todo extremo en la vida, te podrá parecer maravilloso o abominable.

No sé si sois asiduos a Netflix, pero estuve pensando el otro día en los avisos que saltan en la cabecera de las series o películas en la parte superior de la pantalla: «violencia, sexo, angustia», como advertencias de lo que contiene aquello que vas a ver. Si tuviésemos que etiquetar esta novela con este tipo de anuncios, la pantalla se llenaría de ellos. Fuera bromas, la primera palabra que se me viene a la cabeza para etiquetar Allí estaré es impactante.

Comenzaremos por el principio, por la trama. La viviremos desde dos puntos de vista diferentes. El principal, Ramiro, y otro que aparece más tarde, Damián. Dos hombres con una historia detrás, con una vida trampeada por multitud de obstáculos que les han llevado a ser como son. Uno de los puntos fuertes de la novela, que también puede tratarse de uno de los débiles, es lo cercanas que se encuentran las posiciones de estos dos personajes. Cómo dos hombres tan distantes entre sí pueden llegar a parecerse tanto en algunos aspectos.

Ramiro ve pasar los días desde su asiento como empleado del banco, un oficio que detesta. La ira le envuelve cada día que pasa, y fantasea con poner fin a la vida de las personas que él cree que lo merecen. No voy a destripar más, puesto que el propio Estanislao no lo hace en la sinopsis, pero sí diré que la premisa principal me captó. Aunque no tenga nada que ver, fui un gran adepto a la serie Dexter, y siempre me han llamado la atención esos justicieros que se toman la justicia por su mano.

Una de las cosas que más me ha gustado de esta novela es su forma directa de llegar al lector. Nos encontramos un estilo simple y rápido, que hace imposible que llegues siquiera a plantearte la posibilidad de alcanzar el aburrimiento. Y eso, a día de hoy, es algo digno de elogio. Esta escritura frenética me ha recordado, viajando al cine norteamericano, a la película de Jason Statham, «Crank, veneno en la sangre». Si las has visto, te podrás hacer una idea de a qué me refiero.

Lo dicho, Allí estaré es una novela que, en palabras de su propio autor, «amarás u odiarás». A mí, con algún pequeño pero (como toda novela que se precie), me ha encantado.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Velasco

 

La documentación en la vida de un escritor es fundamental. Y si se trataba, como era el caso, de un autor atípico, esa importancia se multiplicaba. No es lo mismo buscar en Google «Alfarería en Brazzaville» que ir a Brazzaville a comprobar, en primera persona, el primer plano de la artesanía que se llevaba a cabo en la capital de El Congo. En ocasiones, la segunda opción marcaba la diferencia sobre la primera, y es algo que Gabriel tenía claro.

Sí, también supo reconocer, en su fuero interno, que quizás esa documentación se le había ido de las manos. Pero un espíritu viajero como el suyo, el alma aventurera que llevaba dentro, le pidió a gritos viajar a África, aunque la excusa fuera tan burda como aquella.

Gabriel había buscado, desde un primer momento, un lugar que captase la esencia misma de la cultura africana. Podría haber escogido decenas de países tan buenos como El Congo, y sin embargo, el azar le hizo decantarse por ese lugar. En cuanto su avión aterrizó, supo que se trataba del sitio indicado. Cada día visitaba un emplazamiento diferente, pero siempre partía desde la vera del Río Congo, a los pies de la salida de su hotel. De ensueño.

Aquella mañana, sin embargo, el cielo había amanecido turbio, quejicoso, y mostraba sus achaques en forma de relámpagos que resquebrajaban el cielo. Unos pocos segundos después, el trueno murmullaba a lo lejos. La tormenta estaba lejos.

Pese a todo, no quiso confiarse. Dejaría las maravillas naturales de la ciudad para otro momento. Se acercó, con pasos cansinos como el día, a la Iglesia Sainte-Anne, a unos cientos de metros de donde se encontraba. Había oído hablar de los talleres que se impartían en el local aledaño al templo, y creyó que sería una gran forma de entremezclarse con la cultura más inherente del ciudadano africano.

Gabriel encontró unas calles despobladas, en comparación con las jornadas anteriores. Había desechado las habladurías sobre aquellos monstruos que habitaban las alcantarillas y que, en días lluviosos, se aventuraban y asomaban a la superficie; sin embargo, sabía del escepticismo autóctono, y puso en consideración que la escasez de ciudadanos estuviese relacionada con semejante patraña.

Con estos pensamientos, alcanzó el lugar donde se celebraba el taller alfarero. Se sorprendió a sí mismo al haber tardado tanto en visitarlo. Eran ya dos semanas en la ciudad, y no encontró el momento adecuado para acudir al reclamo de su viaje hasta que una tormenta le hizo valorarlo.

El ambiente en el interior era completamente opuesto al gris que inundaba las calles de la capital. Al fondo del inmenso local, la percusión y el canto dotaban al ambiente de un entusiasmo regenerador, que hizo que Gabriel activase sus sentidos y recuperase el ímpetu olvidado minutos atrás.

Varias mesas estaban dispuestas bajo una intensa iluminación. En cada una de ellas, tres tornos daban vueltas mientras sus inexpertos ocupantes se las deseaban para que la figura de arcilla no se derrumbase. Caminó unos pocos metros más, y se topó con una mesa que contaba con un puñado de espectadores. Al aproximarse descubrió, no sin cierta sorpresa, a una pareja coterránea que jamás hubiera imaginado encontrarse allí: Jesús Calleja, el aventurero y presentador de televisión. Iba acompañado de José Coronado, y juntos, contemplaban al que parecía ser el alfarero más diestro del lugar.

Transcurrieron unos segundos de silencio. Los espectadores, hipnotizados con la demostración; Gabriel, en parte contagiado por el mismo sentimiento, desviaba de cuando en cuando la mirada hacia sus paisanos, deslizando sonrisas incrédulas a causa de semejante coincidencia. Pasados unos minutos, el lugar comenzó a vaciarse, intuyendo que el clímax del espectáculo ya había quedado atrás. Trató de dar unos pasos mas para saludar a las celebridades que siempre veía por televisión. Sin embargo, se detuvo después de la primera zancada.

Un relámpago iluminó el interior del taller, y el trueno que le secundó hizo temblar los cimientos. Un par de gritos ahogados, a causa del susto, dotaron de un punto cómico a la situación.

Parecía que todo volvía a la normalidad, cuando un nuevo rayo cercenó la tranquilidad que los presentes pudieran conservar. El trueno, más cercano. Demoledor. Varias personas salieron a la carrera del edificio, arrastrados por la psicosis, y Gabriel los observó mientras se marchaban. En el pequeño intervalo desde que sus figuras se esfumaron y la puerta se cerrase, le pareció distinguir una extraña figura en el exterior. Una especie de pulpo verdoso, gigantesco, con algo parecido a escamas y decenas de tentáculos que se formaban en su ¿boca?

Parpadeó. Sacudió la cabeza, y cuando devolvió la mirada a la puerta, estaba cerrada. Debía estar perdiendo la cordura. Dirigió la vista hacia Coronado y Calleja, que miraban a su vez hacia el exterior, a través de la ventana. Hizo lo propio, y descubrió una figura humana volando por el aire, entre aullidos de terror. La puerta volvió a chirriar.

No podía mirar. Quería mirar. Miró.

Lo primero que vio, lo único que vio, fue un tentáculo del tamaño de un hombre, que agarraba la gruesa lámina de metal y la abría por completo. Se sintió mareado.

El ambiente había enloquecido. Gritos enardecidos que buscaban huir.

Algo le golpeó en la cabeza, y ni siquiera fue consciente de caer al suelo entre el delirio en el que Brazzaville se había convertido.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Enric

        No existe un cadáver bonito. Se puede adornar, siempre existe la opción de edulcorarlo con maquillajes en la morgue. Se pueden disimular las imperfecciones ocasionadas por el deceso.

Recuerdo aquella ocasión en la que presenté el cuerpo de aquella chica (Paula, creo recordar) sobre una cama plagada de pétalos de rosa, bajo las cuales apenas se distinguía el blanco de las sábanas inmaculadas. Ceñí el tallo entrelazado, punzante, de varias rosas más, alrededor de su cuello, como si de una gargantilla se tratase, lo que le proporcionó una imagen de sumisión grotescamente atractiva. Embadurné el poco terreno corporal que quedaba a la vista de maquillaje, con mis escasas dotes para tal oficio, y admiré aquella obra que fue capaz de conmocionarme.


          Una estampa bella.

Sobrecogedora.

Pero el cadáver no era bonito.

El escenario de Paula era el más optimista dentro de cuantos he dispuesto en los últimos años. Sin embargo, ahora me encuentro en el polo opuesto: frente a mí, la rica variedad en colores del vertedero municipal se abre, ostentosa, mostrándome el amplio y fétido abanico olfativo que tengo a mi alcance. Yo mismo me siento infectado del apestoso aroma, que se ha impregnado en mis prendas, en todo mi ser, envolviéndome sin remedio en la vomitiva espiral de la repugnancia y la muerte, que se abrazan y retuercen en un baile que no parece tener fin.

¿He dicho muerte? Desde luego.

La muerte me acompaña desde que tengo uso de razón. Aquella calurosa mañana de julio. Aquel verano en el que me cantaron mi duodécimo cumpleaños, y tras cuya celebración me dediqué a cocer hormigas bajo el amparo de una lupa. ¿Era un crío inconsciente, haciendo cosas de críos? Para nada. Sabía lo que ocurría en todo momento. Era conocedor del dolor de aquel insecto, y recuerdo cómo la sonrisa se dibujaba en mi rostro a medida que el humo se elevaba, y aquel pequeño agujero calcinero se ampliaba sin que el himenóptero pudiese hacer nada para evitar su muerte.

El paso de animales a humanos fue el más complicado, desde luego. No es lo mismo quemar un insecto o apalear a un perro que ponerle fin a la vida de una persona. El problema no fue moral, no. La cuestión era más pragmática, puesto que al ser humano le unen una serie de conexiones sociales que son complicadas de eludir. Mi primer caso «profesional» estuvo plagado de errores que, con un trabajo policial eficaz, me hubieran llevado a pasar unos cuantos años tras las rejas de una penitenciaría. Por suerte, mi pueblo no es conocido por la capacidad de sus fuerzas policiales, sino por la feria que organiza cada Navidad y por el vertedero en el que me hallo en este momento.

        La incertidumbre de aquel primer cadáver provocó en mí un torbellino de sentimientos que no había experimentado hasta entonces. Cuando vi que mi libertad corría un peligro real, me sentí vacío, pero al mismo tiempo colmado de un éxtasis desconocido para mí. Fue ahí cuando decidí que no solo iba a disfrutar cercenando vidas ajenas, sino que me dedicaría a exponerlas a lo largo y ancho del país.

Mi timidez inicial acabó dando paso a un ego descontrolado, que huía del temor a ser apresado. He sembrado cuerpos, siempre con cierta elegancia, siempre con meticulosidad, en parques, cajeros automáticos, portales de viviendas o habitaciones de hotel (la bella pero no bonita Paula), y ahora es el momento de paladear el Yang de ese Yin tan exquisito.

Un pie macilento asoma desde la pila de restos orgánicos, ropa, plástico y cartón. ¿Por qué cojones la gente no recicla? ¡Recicla, que no cuesta nada! El pie, verdoso a causa de la podredumbre, o tal vez de algún líquido vertido de la inmundicia, se asoma pero se esconde. No quiere ser protagonista, y yo tampoco quiero que lo sea.

Los cadáveres que la policía ha ido recolectando a lo largo de mi trayectoria han sido fastidiosamente fáciles de encontrar. Estoy esperando a que llegue alguien capaz de darme un susto, un inspector con algo más que fanfarronería en su cerebro, pero no parece que esa persona ronde por aquí cerca.

Por eso, este cuerpo es el más importante.

El más peligroso.

            ¿Qué pasará cuando se descubra que ÉL ha muerto?

martes, 1 de diciembre de 2020

Vicky

 

La mayoría de los niños tienen miedo de las tormentas. La oscuridad que envuelve el ambiente, la gelidez en la atmósfera, el viento habitual zigzagueando en torno a tu cuerpo. Pero, sobre todo, los truenos. El ensordecedor estallido del coloso que parece quebrar el firmamento, partirlo en dos hasta impactar contra el suelo.

Sin embargo, a Vicky, los truenos le daban lo mismo. Sí, el estruendo impresionaba, desde luego que no era su momento favorito del día, pero guardaba un mayor respeto por los relámpagos. El trueno te avisa, puesto que cuando el rayo cae, sabes lo que viene a continuación. Pero el relámpago es traicionero, aterriza cuando quiere y no tiene piedad, además de que va acompañado de lo realmente peligroso: esa devastadora columna eléctrica que revienta cuanto encuentra en su camino.

Escuchaba los ladridos de Silver desde el piso de arriba. Sabía que a su perro le gustaba la situación tan poco como a ella. Si pudiera, seguro que salía corriendo, envalentonado, en dirección a los relámpagos. Estaba convencida de que no cejaría en su empeño hasta que la tormenta amainase; había sido testigo de esa circunstancia en decenas de ocasiones.



De lo que jamás lo había sido es de que los deseos de Silver se vieran cumplidos. Tuvo que frotarse los ojos para confirmar que no era un sueño. Le pareció apreciar, a cámara lenta, cómo un rayo descendía desde lo más alto e impactaba contra la cuerda que sostenía a su perro, partiéndola al instante en dos. Durante unos segundos, incluso el propio perro quedó perplejo, quién sabe si por saberse libre, o por la seguridad de haber visto cómo la muerte acariciaba su pelaje. En cualquier caso, el animal comenzó a correr en pos del núcleo de la tormenta, como un justiciero que quiere equilibrar la balanza entre el bien y el mal.

Como un demente que busca la muerte.

Vicky abandonó a toda prisa el cobijo de las sábanas y, sin perder el tiempo en cambiarse de ropa, bajó las escaleras a toda prisa. Por el pasillo, escuchó los leves tintineos de la música que su padre utilizaba para relajarse y dormir. Creyó reconocer los característicos acordes de Shine on you, crazy diamond, de Pink Floyd. Que tuviera ocho años no implicaba que no le pudiera gustar la buena música, y es que se había convertido en una niña adelantada a su tiempo en muchos aspectos.

Ahora se enfrentaba a la posibilidad de adelantarse al resto también en un más que factible abrazo con la muerte. Las noches de películas de terror le iban a pasar factura con la increíble imaginación que poseía.

Abrió la puerta del hogar, y el abrazo helado de la tormenta la acogió con dulzura. No se lo pensó, y corrió en calcetines por el mullido césped, reblandecido a causa de la lluvia. Sus pies se tiñeron de marrón, y sintió cómo se le hundían en algunos puntos traicioneros. A lo lejos, oteó la silueta familiar de su mascota. Haría lo que fuera necesario por traerle de vuelta a casa, y al mismo tiempo, le atenazaba la inseguridad respecto a lo que le aguardase unos metros más allá.

Dejó atrás todas sus inseguridades, y ya se encontraba a unos pocos metros de Silver. Sería rápido, sí: alcanzarle, cogerle de la correa y traerle de vuelta a casa. Estaba empapada, y la camiseta del pijama se ceñía a su cuerpo, provocándole escalofríos.

—¡Silver, ven aquí!

Alargó el brazo, tratando de acariciarle el lomo, de agarrar la correa, pero el perro, ignorante de quién se le acercaba, se revolvió y se lanzó contra ella. La imagen de Vicky era diferente a la habitual: cabello empapado, adherido a la cabeza, la ropa unida al cuerpo, y el olor, inexistente a causa de la invasión de la lluvia: era una persona diferente para Silver. Irreconocible.


        Por eso, se abalanzó contra su propia dueña, compañera de juegos, mejor amiga e incluso hermana. Preso de la confusión, maniatado por la furia, lanzó una dentellada mortífera hacia el cuello de Vicky, que cerró los ojos como único medio de protección.

Estaba sentenciada. Cuando dejó de escuchar la tormenta, supo que todo había acabado. Fue consciente de que estaba llorando cuando el inconfundible regusto salado de las lágrimas se paseó por la comisura de sus labios, y abandonó el mundo con la imagen de los dientes afilados y babeantes de su mascota cerniéndose sobre sí.

De repente, un golpe seco. ¿Así era el sonido de la muerte? Se forzó a abrir los ojos, si es que todavía seguía en el mundo de los vivos. Una figura humana, oscura y amenazante, se alzaba sobre ella, y la observaba con condescendencia. Un nuevo peligro al que temer.

—¿Estoy muerta? —se atrevió a preguntar, con un hilo de voz que se abrió paso a duras penas.

—¿Cómo? —respondió la voz familiar de su padre— ¡Lo que estás es tonta! Anda, levántate, que vas a coger una pulmonía.

—¿Dónde está Silver?

—Aquí, al lado. Ya sabes que le gusta jugar con la lluvia. Por cierto, te ha llenado de babas.


lunes, 30 de noviembre de 2020

Reseña: El secreto de Oli


Título de la obra: El secreto de Oli

Autor: Luis A. Santamaría

Género: Intriga

Páginas: 303

Enlace de compra: papel (18,90€), digital (2,84€)

Sinopsis: OS CONTARÉ LA HISTORIA DE CÓMO FUI ENGAÑADO POR LA PERSONA QUE MÁS QUERÍA.

Así comienza Alfonso Morales el relato sobre cómo, hace 23 años, se vio sumergido en una atípica historia con una joven ambareña que le cambió la vida.

En la actualidad, Oli, un entrometido niño de diez años, descubre que una enfermedad letal amenaza la vida de su madre. Inmediatamente construye en su peculiar imaginación un plan para salvar a su familia. Para ello cuenta con la ayuda del 'Yayo', sarcástico cirujano retirado, conocido por los inmorales tratos utilizados con sus discípulos y que tiene buenas razones para no preocuparse por las consecuencias del mañana. Juntos se adentrarán en los oscuros misterios de la familia y en una trama en la que saldrán a la luz algunos turbulentos sucesos ocurridos en el pueblo pesquero de Ámbar: venganzas, corrupciones, traiciones… y un secreto que cambiará el destino de todos para siempre.


Hay autores a los que ves pasar por redes sociales, ves las cubiertas de sus libros, los títulos... y dices: «algún día». Lees buenas opiniones sobre sus trabajos que refuerzan ese algún día, pero por uno u otro motivo, siempre hay otros títulos que se adelantan.

Luis A. Santamaría ha sido mi «algún día» durante mucho tiempo. Siempre me han llamado mucho la atención las cubiertas de sus novelas, todas ellas dignas y del perfil de las grandes editoriales. Hace poco, pasando las páginas de la biblioteca de mi Kindle, vi aquella novela que me cautivó hasta el punto de comprarla: El secreto de Oli. Leí (releí) la sinopsis, y me dije: «Hoy es el día».

Si hay algo que me ha quedado claro, es que la espera ha merecido la pena. Como habéis leído en la sinopsis, en esta novela nos encontraremos con un rompecabezas familiar digno de un culebrón de sobremesa, pero narrado a niveles inconcebibles para algo de ese tipo. No se habla de romances, aunque los hay (y de lo más recónditos), y las intrigas y secretos entre cada uno de los miembros de su familia hacen que, tras cada esquina, nos aguarde una nueva sorpresa. Tenemos entre manos una novela de las que te mantiene con el culo inquieto durante toda su lectura.

Si hay algo que quiero destacar por encima del resto son los personajes. Los tenemos de todo tipo. Nos encontraremos al villano, que pese a serlo, tiene sus motivaciones para comportarse como lo hace, y lleva sus acciones hasta la última de las consecuencias. Algo que, dentro de todo, es de elogiar. Personalmente, me quedo con la figura del 'Yayo', protagonista y partícipe de buena parte de lo que leeremos en El secreto de Oli. Los padres del niño son los grandes personajes a tener en cuenta, por supuesto, pero en muchas ocasiones, son vistos desde la perspectiva del niño, lo que dota al manuscrito de una riqueza que no es muy habitual.

Ese es otro de los puntos fuertes: el manejo de los puntos de vista y los tiempos. Nos vamos a meter de lleno en una novela que alterna narraciones en 1983 y en 2006. El inicio de la relación que provoca esta historia, y su final desenfrenado. La viviremos desde la perspectiva de Alfonso (padre), Oli, Sara (médico), el 'Yayo' y algún otro que seguro, se me está quedando en el olvido. Esa variedad, esa elección de qué información dar en un momento y, sobre todo, cuál no dar, es la que propicia que nos mantengamos en tensión a toda hora.

Para concluir, y porque me gusta dar toda la información necesaria, os diré que El secreto de Oli es la primera parte de una trilogía ya publicada por completo.

1. El secreto de Oli.
2. El aleteo de la mariposa.
3. Veinte veintitrés.

No sé cuándo, pero, desde luego, que no me voy a perder los dos libros que me faltan.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Estrella Vega

           Día 1

Malai estaba asustada. Sentada en la tierra húmeda, abrazaba sus piernas en posición de indefensión. En ocasiones, se atrevía a asomar de forma tímida sus ojos, que intentaban, en vano, distinguir alguna figura diferente a la de sus compañeras. La oscuridad era total, y solamente se escuchaba el murmullo del agua corriendo de un lado a otro, y algún grito histérico de sus amigas. La entrenadora trataba de calmarlas con palabras suaves cargadas de un sosiego que ni ella misma se creía. Habían quedado atrapadas en aquella cueva angosta que Malai nunca había tenido intención de visitar.

*****

El equipo de fútbol femenino había desaparecido. Esa era la primera conclusión a la que se había llegado. Nadie sabía en qué lugar, hasta que los servicios de rescate fueron informados de la excursión programada para visitar la cueva Tham Luang. El diluvio ocasionado por el monzón dificultaba una pronta salvación, incluso aunque la ubicación fuese halagüeña, pero es que la cueva podría haber sepultado a las chicas en caso de que allí se encontrasen. El equipo de socorro halló las bicicleras de las niñas apostadas en la entrada de la gruta, certificando los peores temores.

Día 4

Tenía hambre. Toneladas de hambre. Tanta que el rugido de sus tripas, por ensordecedor, se había convertido en mudo. Los llantos aislados del resto de niñas pasaban inadvertidos y la entrenadora, abatida, esgrimía cada vez menos y peores motivos para tratar de levantarles el ánimo. Horas de silencio se combinaban con episodios de sollozos aunados, como si de una manada de lobos se tratase. Habían comprobado que todo intento de escape por su propia cuenta era en vano, e incluso podría provocar desprendimientos que las terminasen de sentenciar.

La gran pregunta que debían hacerse era: «¿hay alguien buscándonos?»

*****

       Jason llevaba meses sin ser llamado para una operación de importancia. Él había entrenado para ser el mejor en lo suyo, y realmente creía haber alcanzado tal nivel, pero la cotidianeidad de su trabajo le exasperaba. Reía con sarcasmo al reconocer que para que ese aburrimiento finalizase, debía producirse un trágico accidente, y tal contradicción le hacía calmarse. Pero no mucho.

El teléfono sonó. Debía viajar a Tailandia. ESA, y no otra, era la misión por la que él se formó como buzo de salvación. Con preocupación por tal empresa, pero con una sonrisa boba formándosele en los labios, Jason empaquetó lo justo y necesario para realizar un viaje de doce horas.

Día 10

El grupo que creía conocer la debilidad supo lo equivocado que había estado cuando transcurrieron diez días sin más alimento que el que, por fortuna divina, llevaban consigo en el momento de la excursión. Malai agradeció haber cargado más de la cuenta, aunque tuviera que compartir con las compañeras que no habían sido tan previsoras. El nivel de agua seguía descendiendo, pero por mucho que se secase la cueva, las piezas desprendidas por la Madre Naturaleza no volverían a su lugar original. No había salida.

La pobre Kulap parecía haber enfermado. La fiebre, la más inseparable de sus compañeras, y copaba el centro de la atención de la entrenadora. El ánimo era desolador, y varias de ellas, Malai incluida, daban por sentado que su destino no era otro que la muerte. ¿Qué estarían haciendo sus padres? ¿Removerían cielo y tierra para dar con ella? ¿O, por el contrario, coincidirían en el fatídico final que le aguardaba a la vuelta de la esquina?

El único aspecto positivo de semejante viaje al infierno era que, debido a la falta de vigor, sus sueños intranquilos eran más asiduos, quemando con mayor rapidez las etapas hasta el punto y final de su vida.

El delirio de Malai era tal que, incluso, creyó escuchar una voz lejana que acudía en su ayuda.

*****

—¡Las tenemos! —aulló Jason, eufórico— ¡Las hemos encontrado!

La confusión reinaba en el grupo de chicas. El éxtasis era absoluto, pero debían mostrarse comedidos. Haberlas encontrado no era lo mismo que haberlas rescatado. Los niveles de agua generados por el monzón eran inmensos, y no existía un modo fácil de extraerlas sin asumir determinados riesgos. Las salidas estaban inundadas.

Jason trató de explicárselo, desde la distancia, y comprobó en primera persona cómo el rostro confuso se convertía en jubiloso con la noticia del rescate, para después volver a la desilusión cuando fueron informadas de que, con toda probabilidad, tardarían días en poder salir de la cueva.

Día 16

Al menos, estaban alimentadas.

Malai siempre se había considerado una niña paciente, comprensiva y que empatizaba con quien tenía frente a sí, pero no alcanzaba a comprender cómo era posible que tanta gente trabajase para rescatarlas y que casi se hubiera cumplido una semana sin que lo consiguieran.

La comida propiciaba que el ánimo fuera mucho más positivo que en días anteriores, por supuesto. La persona que estaba en permanente contacto con ellas se había atrevido a deslizar que ese mismo día podría ser en el que algunas de ellas abandonasen el infierno de Tham Luang. El brillo en los ojos de las chicas, solo de pensar en volver a abrazar a sus familias, iluminó aquella angosta cueva.

*****

El circo estaba montado. Centenares de reporteros aguardaban a una distancia moderada, expectantes por el momento del rescate. Jason ignoraba hasta qué punto era sabido que la urgencia por llevarlo a cabo se debía a la llegada de otro inminente monzón. De no recuperar a las chicas a tiempo, la catástrofe podría arrastrar al grupo a una tragedia sin salvación alguna.

Trece buzos se internaron en la cueva, para trece chicas que debían salvar. De las condiciones que se encontrasen dependería el tiempo y la dificultad para su salvación. Eran cuatro los kilómetros de recorrido hasta alcanzar a las niñas. Cada buzo guiaría a su acompañante con el único objetivo de poner fin a una aventura que nadie querría haber vivido.

 

 

NOTA: este relato está inspirado en la historia real vivida por un equipo de fútbol juvenil en Tailandia. El único dato ficticio es el género de los chicos, modificado por petición* de la persona a quien va dirigido el relato, así como el nombre del buzo británico.

Los chicos fueron rescatados entre los días 16 y 18 desde que el grupo quedó atrapado.

*Petición de que la protagonista del relato fuera una niña.

martes, 17 de noviembre de 2020

Marioles

 

La histeria invadía a Sergio.

Una mañana normal, como otra cualquiera, se había convertido en la mayor catástrofe de toda su vida. Una visita al centro comercial. Un vistazo al móvil.

La niña no estaba.

¿Dónde se había metido?

Sus ojos danzaban hacia todas partes, buscando la blusa azul (¿o era verde?) que llevaba Paula. El lugar era gigantesco, Sergio apreciaba ahora la inmensidad de ese sitio al que él llamaba habitualmente «cuatro tienduchas de ropa». Escaleras mecánicas (y tradicionales), ascensores, y decenas de locales en los que podía haberse escondido. Y estaba lleno a reventar. Era el primer fin de semana con barra libre para moverse tras el confinamiento por el COVID-19, y al parecer, la ciudad entera había escogido aquel lugar para propagar un virus todavía imbatido.

Confundido, deambuló con los ojos exigiendo salirse de las órbitas, las lágrimas pugnando por exhibir sus cuerpos cristalinos, y las ansias por gritar, colérico, cogiendo la vez en la lista de sus emociones.

Trató de serenarse. «Debe estar donde las chucherías», se dijo. Corrió hasta el lugar, donde un puñado de mocosos gritaban para ser atendidos, con la calderilla que sus padres les habían concedido para ayudarles a carcomer sus dentaduras. Sin rastro de Paula.

Rio, psicótico, cuando pensó en la bronca que le podía caer si la niña se perdía. «¿De verdad piensas en eso, y no en dónde puede estar tu hija?» Sintió asco de sí mismo. Siempre estás mirando el móvil, repitió, sin embargo, la voz de su mujer.

Se detuvo en el centro mismo del centro comercial. Giró en torno a sí, impotente, incrédulo de que semejante desgracia se irguiese, amenazante, sobre un ser insignificante como él. A lo lejos, una pequeña figura se escurrió entre los cuerpos de varios adultos, perdiéndose en la batalla de piernas del horizonte comercial. ¿Era esa la blusa azul?

Sin siquiera comprobarlo, se lanzó en una frenética carrera en la que chocó, con mayor o menor fuerza, contra un adolescente, una anciana —a la que tuvo que ayudar a mantenerse en pie en un alarde cívico— y un vigilante de seguridad, que le juzgó de forma reprobatoria. Casi saltó como un jugador de rugby cuando tuvo a la pequeña a su alcance, y cuando la agarró del brazo, la niña que se giró no era Paula.

Ni se parecía.

—¡Suelta a mi hija! —aulló la mamá loba, a un solo metro de su cría.

—Lo… siento —se limitó él a responder.

        Sergio supo que había llegado el momento de pedir ayuda. Buscar a los responsables del centro comercial, que cantasen por megafonía o que acudiera el mismísimo ejército. Se encaminó, raudo pero desazonado, hacia el puesto de información del centro, que se hallaba en la entrada principal. Cabizbajo, asumiendo su propia derrota y suplicando por una pronta solución, arrastró los pies, desistiendo incluso de buscar por su propia cuenta. Las relucientes baldosas grises le devolvían la imagen de un perdedor. De un fracasado. De un impostor que había tirado su vida por la borda por echar unas monedas virtuales en ese bingo que anunciaban por la tele. Maldijo el dinero, maldijo el bingo y maldijo al impresentable del presentador famoso que se enriquecía mediante anuncios de firmas que, a su vez, se aprovechaban de la ludopatía. ¿Su propia ludopatía, quizás?

Sonrió con amargura, siendo consciente de que era la primera ocasión en la que él mismo se planteaba tal posibilidad. Había tenido que desaparecer su propia hija para que asumiera una situación que se le había ido de las manos. Se sintió sucio. Se sintió vacío. Sn pretenderlo, había jugado con el futuro de su propia familia. En primer lugar, el dinero del que tenían que vivir. En segundo, la vida de Paula.

Al fondo, distinguió el letrero luminoso que anunciaba el lugar al que se dirigía. INFORMACIÓN, rezaba.

Un chispazo acudió a su cerebro atolondrado. Era el punto exacto en el que se hallaban cuando la pequeña le preguntó si le compraría… ¿qué era? «Yo estaba a punto de cantar línea y, claro, no le hice ni caso a la niña».

¡El peluche del rinoceronte! ¡Eso era! Aquel inmenso peluche gris, en cuyos orificios nasales, Paula había introducido incluso los dedos. Sergio sonrió. También respiró. Después corrió como una gacela, en esta ocasión veloz, esquivando a la gente, zafándose de cualquier obstáculo. Sin piedras en el camino.

Llegó, y tras un momento de duda, suspiró como no lo había hecho en años. Ahí estaba Paula, con su blusa verde, y ambos dedos índices en sendos agujeros nasales de aquel gran rinoceronte.

Lo compró. Desde luego que lo compró, tras abrazar a la niña durante un año aproximadamente. Una vez en paz, cuando el sosiego restableció su ánimo, fue consecuente con su propia amargura. Llamó a su mujer.

—Cariño… —musitó con la más trémula de las voces— tengo un problema.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Coach P

 

El baloncesto tiene un algo que hace que cada décima de segundo pueda merecer la pena. Hay momentos, días o etapas que sabes que la van a merecer. Cuando un equipo se convierte en dominador, se advierte desde la propia confección del mismo. Cuando se enfrentan los dos combinados favoritos, sabes que, con toda probabilidad, aguarda una noche maravillosa. Cuando te alzas con un campeonato de la NBA, es el instante de mayor grandeza de este deporte.

Yo nunca he sido una estrella; de hecho, promedié no más de siete puntos por partido en la mejor liga baloncestística del mundo, y sin embargo, tuve ese algo que me hizo pasar a la historia. ¿Lugar indicado, momento, apropiado? Probablemente, pero también horas y horas de esfuerzo, entrenamiento y dedicación.

Siete puntos por partido, para siete anillos de campeón, siendo el jugador con más en la historia, si nos olvidásemos de aquellos Celtics de los 50-60 que lo ganaron todo. En alguno de esos anillos he tenido menos importancia, pero en otros he tenido la suerte de aportar en los momentos cumbre. Si me preguntas mi favorito, siempre será aquel quinto partido en 2005.

Jugábamos contra la reedición de aquellos Bad Boys que dieron fama a Detroit, vigentes campeones después de aplastar a Los Ángeles Lakers de Kobe Bryant. La serie, igualada 2-2. Hay una estadística que dice que, en una serie empatada a dos, quien vence el quinto partido, se lleva la eliminatoria el 82% de las veces.

Perdíamos de dos (93-95). Se la paso a Manu, que recibe el dos contra uno, y él me la devuelve. El pabellón enmudeció, el público local aguardaba con expectación, deseando que el hierro repoeliese mi lanzamiento. El tiempo se detuvo. El reloj marcaba 7,6 segundos cuando el balón abandonó mis dedos. Fuera cual fuera el desenlace, la suerte estaba echada.

La parábola descrita fue impresionante, tanto que crees imposible que esa esfera tan grande pueda hallar el hueco exacto hacia el que has lanzado. Hay tantas posibilidades de que no ocurra, y tan pocas de enhebrar el hilo en esa aguja, que recuerdo cómo cierta desazón me invadió antes de tiempo.

  

Robert Horry, for three! Oh! Only one! 

Narración original NBA.

 

—…viviendo la final del curso baloncestístico 2004-05… Quinto partido, estamos en el Palace de Auburn Hills. Balón, balón para Ginobili, Ginobili, Horry. ¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ese extraño elemento llamado Horry, Daimiel!

—Bueno, qué fácil es hacer la pizarra, ¿no? con un jugador como este. 

Narración Canal +.

Andrés Montes y Antoni Daimiel.

 

Y sin embargo, llamémoslo suerte, llamémoslo destino o ¿por qué no? talento, el tiro entró. Tan solo hubo un escueto abrazo de Tim, no hicimos más ceremonia, puesto que todavía había que defender la siguiente jugada. La cuestión es que ese balón perforó la red del Palace of Auburn Hills. Ganamos el partido, la eliminatoria y, por lo tanto, el anillo.

El emblema de aquel equipo era Tim. Era Manu, y era Tony, y sin embargo, aquella noche del diecinueve de junio de 2005, yo tuve mi momento.

 

 

 

 

 

*Discurso ficticio del jugador de la NBA Robert Horry.

jueves, 12 de noviembre de 2020

María (SYA)

         «No hay espíritu más bondadoso que el de un animal».

Ignoro en qué lugar escuché o leí esa frase, puesto que pertenece ya a una vida pasada. Yo, Esmeralda, he vivido rodeada de una ferviente pasión por ellos, y es que, en mi corta vida, me han brindado más muestras de cariño que (casi) cualquier humano.

Dejando a mis padres y hermano a un lado, a quienes agradeceré eternamente todo el apoyo y el amor que me entregan día a día, el resto de mis iguales no han hecho más que apartarme y marginarme. En el mejor de los casos, claro. No me quieren, yo no les quiero a ellos, así que no encuentro ni una sola buena razón por la que deba tratar de acercarme a la especie humana. No en mi situación.

Trato de desviar ese torbellino de sentimientos desazonados. Hace ya tiempo desde que decidí no malgastar mi valioso tiempo en ellos. Bajo la mirada, te acaricio y sonrío.

Recuerdo, una vez más.

Recuerdo a aquella niña de tres años que, en cuclillas a la vera del río del pueblo, descubrió a un cachorro abandonado. Gemía, chillaba y se revolvía, atado mediante un fino cordel al enclenque tronco de un chopo distanciado de su propia arboleda, tan joven como él. Una estampa plagada de infancia e impotencia. Esmeralda, el perro y el árbol. Cada uno, cachorro a su manera, desamparados y alejados de quienes debían cobijarle.

La batalla dialéctica con mis padres a la hora de quedarme con Sabi (el nombre escogido para el nuevo miembro de la familia) fue ardua. Me encontraba en clara desventaja numérica, pero los argumentos de una niña de tres años con el desparpajo que yo atesoraba no eran cualquier cosa, como quedó demostrado en apenas veinte minutos. El cachorro, una mezcla entre mastín y labrador, creció como una mala bestia a medida que las semanas avanzaban. A mayor tamaño, mayor arrepentimiento por parte de mis padres, pero como el apego hacia Sabi también aumentaba, la situación no llegó a descontrolarse en ningún momento.

El amor hacia tu mascota siempre crea un vínculo de ida y vuelta entre ambos, una conexión plena en la que no hay sospecha alguna de sentirte abandonada. Si acaso, es la mascota la que puede paladear en alguna ocasión ese agrio sentimiento. Sin embargo, su infinita bondad les impide ser presa de algo así. En mi caso, Sabi fue mi mejor confidente desde el primer minuto. No me comprendía, pero no era porque no lo intentase. Sus ojos me perforaban con la mayor de las admiraciones, y no quedaba un solo movimiento de mi cuerpo en el que él no posase su atención. El suave tacto de su pelo sedoso siempre será uno de los mejores recuerdos de estos diecisiete años que cuento a mis espaldas.

Así transcurrieron, con Sabi como mayor apoyo en una infancia turbulenta en lo emocional. Nunca me adapté, no llegué a tener amigos reales como tampoco conecté con nadie fuera de mi reducido círculo familiar.

Y así, en una vorágine sentimental tan incierta como amarga, llegó la enfermedad.

Los problemas que te parecen graves o te escandalizan en determinadas situaciones, se disipan como la niebla en un día que amanece cuando te confirman que te envuelve un tumor maligno, y que no son muchas las posibilidades de vencerlo.

De pronto, las miradas de indiferencia en el instituto se convierten en juicios de condolencia, en tristes compadecimientos, y no sé cuál de las dos opciones detesto más. Incluso mi familia comienza a tratarme de modo diferente, y yo no hago más que recluirme todavía más en mi reducida burbuja, en la que solo cabemos Sabi y yo.

Tal vez sea egoísta, no creáis que no se me pasa a veces por la cabeza. Pero si alguien no lo es en el momento en el que teme por su vida, ¿cuándo va a serlo?

Lo cierto, todo hay que decirlo, es que llevamos un par de buenas semanas. Después de otra dura batalla dialéctica, en este caso, cruenta de verdad, hemos conseguido un permiso especial (llamémoslo «déjalo estar para que se calle de una vez») para que Sabi pueda estar conmigo en la habitación que ocupo desde un tiempo tan amplio que ya ni recuerdo. Acariciar su pelaje después de tantos días ha hecho que las lágrimas broten desde unos ojos que creían haberse secado.

        La segunda gran noticia, y es curioso que me parezca menos importante que la primera, es que el tratamiento parece estar surtiendo efecto, y creemos haber dado un primer paso en la dirección adecuada en la guerra de vencer a la enfermedad.

En este mismo instante, te miro a los ojos, y solo veo pureza en ellos. Te sonrío con verdadero fervor, y creo intuir una especie de sonrisa que también lucha por escapar desde tu hocico. No sé cuánta parte de realidad y cuánta de fantasía hay en lo que sentimos el uno por el otro, pero sí sé que tú y yo, el uno junto al otro, seremos capaces de salir adelante.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Goretti

            Robert y Goretti se querían. Se amaban. Compaginaban en todo lo compaginable, y aunque, como toda pareja, tenían sus diferencias, también había ocasiones en las que parecían un mismo ser. Honrados, genuinos y, en cierto modo y como toda persona especial, un poco payasetes. Dos seres entusiastas que gustaban de devorar cada gramo de vida como si fuera el último.

Esa era la teoría, y ponían todo de su parte para llevarlo a la práctica. Sin embargo, las obligaciones del mundo contemporáneo no ponían de su parte, y después de completar sus estudios, ambos se vieron encerrados en dos buenos trabajos, que ya desearía para sí el ciudadano medio pero que, a la postre, les habían sumido en una monotoneidad cuando apenas rascaban el cascarón de las tres décadas de vida.

Así fue como, en una noche de película y manta, situación cómoda por antonomasia pero que les había sumido en un silencio demasiado largo, Goretti preguntó:

—¿Qué tal si nos vamos?

—Adónde quieres irte? —respondió Robert con su alemán cerrado.

—Fuera, pero no de viaje. Para siempre.

La primera reacción de Robert fue la carcajada, pero cuando vio que no era correspondida por parte de su pareja, cayó en la cuenta de que no se trataba de una broma.

—Ahorramos dinero durante unos años —continuó ella, ya en la misma onda— y nos marchamos. A algún lugar donde nadie nos moleste. Estoy cansada de tanta ciudad, horarios, imposiciones y obligaciones. Soy un alma libre, y sé que tú también.

—Pero…

—Solos tú y yo.

Las dudas y los contrapuntos se agolpaban en la garganta de Robert, pero cuando miró a aquellos ojos azules, que refulgían a tan solo unos centímetros de él, solamente pudo responder:

—Sí.

Transcurrieron las siguientes semanas. Nada había ocurrido, pero todo había cambiado. La pareja avistaba en su horizonte particular un fin, y debía conseguir los medios necesarios para llevarlo a cabo. Tardarían años en alcanzar su meta, pero al menos, ya habían fijado un destino a su viaje de dos.

Especialmente emotivo fue el momento en el que decidieron el lugar donde se dejarían perder. Tres eran sus opciones, después de descartar un puñado más. Las marcaron en un mapamundi que ocupaba la pared al completo, y comenzaron el ritual que habían acordado.

Vendados los ojos, vendada el alma, y con un cargamento de ilusión por bandera, Goretti avanzó, algo mareada después de tres vueltas a ciegas, hasta toparse con la pared. Apoyó la mano sobre la superficie, y con la otra, deshizo el nudo que le entorpecía la visión. No había acertado, como era lógico, pero el punto más cercano a su dedo era Islandia. Ese país al que siempre habían querido viajar, tan esquivo hasta el momento.

Ahora sabía por qué. El destino se lo había reservado.

Pasaron semanas, meses e incluso años. Sus treinta años se convirtieron en cuarenta, siendo los últimos diez de un ahorro casi enfermizo. Y llegó el momento. Las lágrimas de ilusión caían desde aquellos cuatro ojos, incrédulos por decir adiós a la vida que todo el mundo quería. Encontrarían obstáculos en el camino, por supuesto, así como, en algún momento, deberían volver a escudarse en la civilización para mantener su flujo monetario. Ya llegaría la hora. De momento, se limitarían a disfrutar y evadirse del mundo.

Tras el aterrizaje, kilómetros y kilómetros de un paisaje amparado en la nieve se sucedieron, otorgando una sensación de paz tan desconocida como ansiada hasta entonces. Surcaron las carreteras islandesas, se detuvieron en los lugares turísticos que hallaron en su camino, e hicieron noche a mitad del recorrido hacia su destino. La iluminación ambarina de la cabaña contrastaba a la par que encajaba, perfecta, en aquel inhóspito paraje, y Goretti se supo saciada de vida.

Era feliz.

A la mañana siguiente, continuaron hacia Grettislaug, un lugar a pocos minutos del que habían escogido para pasar sus siguientes meses. Ansiaban contemplar el firmamento, el zigzagueo de las auroras boreales campando a sus anchas, embelesando a los pocos valientes que se atrevieran a pasar una noche al raso con tal de observarlas. Robert le recordó que las auroras son caprichosas, y que seria extraño cazarlas en su primera intentona. Goretti no le hizo caso. Su cuento de hadas no podía disolverse en aquel momento.

Alcanzaron el emplazamiento indicado cuando la noche ya era cerrada. Por fortuna, las nubes habían concedido el permiso necesario para el disfrute del espectáculo, y las condiciones parecían las adecuadas para que el cielo se manifestase. Cuando recorrían los últimos metros hacia sus asientos improvisados, unas espirales verdosas comenzaron a serpentear. Tímidas. Etéreas. La danza comenzó cuando se acomodaron, el uno junto al otro, disfrutando del momento por el que tanto tiempo habían esperado.


            Tan perfecto como habían soñado.

Sendos escalofríos recorrieron sus espaldas, y trenzaron sus manos, sin mirarse, convirtiéndose en un solo ser.

Cuando el espectáculo concluyó, continuaron con un mutismo que no quería quebrarse. Temían despertar de un sueño, temían volver a una vida de obligaciones.

Una voz a la espalda les sacó de su fantasía.

—Perdonad…

—¿Sí? —respondió Goretti, sorprendida por encontrarse con una viajera española en aquel lugar.

—Siento interrumpiros, pero… he estado haciendo fotos, y he creído que, ya que salís vosotros en ellas… quizás queráís tenerlas.

        Goretti, escéptica en un primer momento, sintió como una imborrable sonrisa comenzaba a formarse en su rostro, y sin darse cuenta, colmada de felicidad, se encontró abrazando a una completa desconocida.