domingo, 15 de noviembre de 2020

Coach P

 

El baloncesto tiene un algo que hace que cada décima de segundo pueda merecer la pena. Hay momentos, días o etapas que sabes que la van a merecer. Cuando un equipo se convierte en dominador, se advierte desde la propia confección del mismo. Cuando se enfrentan los dos combinados favoritos, sabes que, con toda probabilidad, aguarda una noche maravillosa. Cuando te alzas con un campeonato de la NBA, es el instante de mayor grandeza de este deporte.

Yo nunca he sido una estrella; de hecho, promedié no más de siete puntos por partido en la mejor liga baloncestística del mundo, y sin embargo, tuve ese algo que me hizo pasar a la historia. ¿Lugar indicado, momento, apropiado? Probablemente, pero también horas y horas de esfuerzo, entrenamiento y dedicación.

Siete puntos por partido, para siete anillos de campeón, siendo el jugador con más en la historia, si nos olvidásemos de aquellos Celtics de los 50-60 que lo ganaron todo. En alguno de esos anillos he tenido menos importancia, pero en otros he tenido la suerte de aportar en los momentos cumbre. Si me preguntas mi favorito, siempre será aquel quinto partido en 2005.

Jugábamos contra la reedición de aquellos Bad Boys que dieron fama a Detroit, vigentes campeones después de aplastar a Los Ángeles Lakers de Kobe Bryant. La serie, igualada 2-2. Hay una estadística que dice que, en una serie empatada a dos, quien vence el quinto partido, se lleva la eliminatoria el 82% de las veces.

Perdíamos de dos (93-95). Se la paso a Manu, que recibe el dos contra uno, y él me la devuelve. El pabellón enmudeció, el público local aguardaba con expectación, deseando que el hierro repoeliese mi lanzamiento. El tiempo se detuvo. El reloj marcaba 7,6 segundos cuando el balón abandonó mis dedos. Fuera cual fuera el desenlace, la suerte estaba echada.

La parábola descrita fue impresionante, tanto que crees imposible que esa esfera tan grande pueda hallar el hueco exacto hacia el que has lanzado. Hay tantas posibilidades de que no ocurra, y tan pocas de enhebrar el hilo en esa aguja, que recuerdo cómo cierta desazón me invadió antes de tiempo.

  

Robert Horry, for three! Oh! Only one! 

Narración original NBA.

 

—…viviendo la final del curso baloncestístico 2004-05… Quinto partido, estamos en el Palace de Auburn Hills. Balón, balón para Ginobili, Ginobili, Horry. ¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ese extraño elemento llamado Horry, Daimiel!

—Bueno, qué fácil es hacer la pizarra, ¿no? con un jugador como este. 

Narración Canal +.

Andrés Montes y Antoni Daimiel.

 

Y sin embargo, llamémoslo suerte, llamémoslo destino o ¿por qué no? talento, el tiro entró. Tan solo hubo un escueto abrazo de Tim, no hicimos más ceremonia, puesto que todavía había que defender la siguiente jugada. La cuestión es que ese balón perforó la red del Palace of Auburn Hills. Ganamos el partido, la eliminatoria y, por lo tanto, el anillo.

El emblema de aquel equipo era Tim. Era Manu, y era Tony, y sin embargo, aquella noche del diecinueve de junio de 2005, yo tuve mi momento.

 

 

 

 

 

*Discurso ficticio del jugador de la NBA Robert Horry.

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