martes, 17 de noviembre de 2020

Marioles

 

La histeria invadía a Sergio.

Una mañana normal, como otra cualquiera, se había convertido en la mayor catástrofe de toda su vida. Una visita al centro comercial. Un vistazo al móvil.

La niña no estaba.

¿Dónde se había metido?

Sus ojos danzaban hacia todas partes, buscando la blusa azul (¿o era verde?) que llevaba Paula. El lugar era gigantesco, Sergio apreciaba ahora la inmensidad de ese sitio al que él llamaba habitualmente «cuatro tienduchas de ropa». Escaleras mecánicas (y tradicionales), ascensores, y decenas de locales en los que podía haberse escondido. Y estaba lleno a reventar. Era el primer fin de semana con barra libre para moverse tras el confinamiento por el COVID-19, y al parecer, la ciudad entera había escogido aquel lugar para propagar un virus todavía imbatido.

Confundido, deambuló con los ojos exigiendo salirse de las órbitas, las lágrimas pugnando por exhibir sus cuerpos cristalinos, y las ansias por gritar, colérico, cogiendo la vez en la lista de sus emociones.

Trató de serenarse. «Debe estar donde las chucherías», se dijo. Corrió hasta el lugar, donde un puñado de mocosos gritaban para ser atendidos, con la calderilla que sus padres les habían concedido para ayudarles a carcomer sus dentaduras. Sin rastro de Paula.

Rio, psicótico, cuando pensó en la bronca que le podía caer si la niña se perdía. «¿De verdad piensas en eso, y no en dónde puede estar tu hija?» Sintió asco de sí mismo. Siempre estás mirando el móvil, repitió, sin embargo, la voz de su mujer.

Se detuvo en el centro mismo del centro comercial. Giró en torno a sí, impotente, incrédulo de que semejante desgracia se irguiese, amenazante, sobre un ser insignificante como él. A lo lejos, una pequeña figura se escurrió entre los cuerpos de varios adultos, perdiéndose en la batalla de piernas del horizonte comercial. ¿Era esa la blusa azul?

Sin siquiera comprobarlo, se lanzó en una frenética carrera en la que chocó, con mayor o menor fuerza, contra un adolescente, una anciana —a la que tuvo que ayudar a mantenerse en pie en un alarde cívico— y un vigilante de seguridad, que le juzgó de forma reprobatoria. Casi saltó como un jugador de rugby cuando tuvo a la pequeña a su alcance, y cuando la agarró del brazo, la niña que se giró no era Paula.

Ni se parecía.

—¡Suelta a mi hija! —aulló la mamá loba, a un solo metro de su cría.

—Lo… siento —se limitó él a responder.

        Sergio supo que había llegado el momento de pedir ayuda. Buscar a los responsables del centro comercial, que cantasen por megafonía o que acudiera el mismísimo ejército. Se encaminó, raudo pero desazonado, hacia el puesto de información del centro, que se hallaba en la entrada principal. Cabizbajo, asumiendo su propia derrota y suplicando por una pronta solución, arrastró los pies, desistiendo incluso de buscar por su propia cuenta. Las relucientes baldosas grises le devolvían la imagen de un perdedor. De un fracasado. De un impostor que había tirado su vida por la borda por echar unas monedas virtuales en ese bingo que anunciaban por la tele. Maldijo el dinero, maldijo el bingo y maldijo al impresentable del presentador famoso que se enriquecía mediante anuncios de firmas que, a su vez, se aprovechaban de la ludopatía. ¿Su propia ludopatía, quizás?

Sonrió con amargura, siendo consciente de que era la primera ocasión en la que él mismo se planteaba tal posibilidad. Había tenido que desaparecer su propia hija para que asumiera una situación que se le había ido de las manos. Se sintió sucio. Se sintió vacío. Sn pretenderlo, había jugado con el futuro de su propia familia. En primer lugar, el dinero del que tenían que vivir. En segundo, la vida de Paula.

Al fondo, distinguió el letrero luminoso que anunciaba el lugar al que se dirigía. INFORMACIÓN, rezaba.

Un chispazo acudió a su cerebro atolondrado. Era el punto exacto en el que se hallaban cuando la pequeña le preguntó si le compraría… ¿qué era? «Yo estaba a punto de cantar línea y, claro, no le hice ni caso a la niña».

¡El peluche del rinoceronte! ¡Eso era! Aquel inmenso peluche gris, en cuyos orificios nasales, Paula había introducido incluso los dedos. Sergio sonrió. También respiró. Después corrió como una gacela, en esta ocasión veloz, esquivando a la gente, zafándose de cualquier obstáculo. Sin piedras en el camino.

Llegó, y tras un momento de duda, suspiró como no lo había hecho en años. Ahí estaba Paula, con su blusa verde, y ambos dedos índices en sendos agujeros nasales de aquel gran rinoceronte.

Lo compró. Desde luego que lo compró, tras abrazar a la niña durante un año aproximadamente. Una vez en paz, cuando el sosiego restableció su ánimo, fue consecuente con su propia amargura. Llamó a su mujer.

—Cariño… —musitó con la más trémula de las voces— tengo un problema.

1 comentario:

Ana Durá Gómez dijo...

Me ocurrió algo parecido con mi hijo cuando tenía tres años Le gustaba esconderse y esquivarme mientras yo llevaba a su hermana en el carro. Se creía muy gracioso. Tardamos un nanosegundo en llamar a los dependientes de El Corte Inglés para que nos ayudaran. Se portaron genial. Lo encontraron al fondo de la planta tan feliz como una perdiz. Recuerdo que el dependiente que nos lo trajo en brazos nos pidió que no lo riñéramos. ¡Y tanto que no! Pero volvió a repetir la hazaña un año después en el Oceanográfico. En fin. Ahora tiene nueve y ya no se pierde. Menos mal.