jueves, 12 de noviembre de 2020

María (SYA)

         «No hay espíritu más bondadoso que el de un animal».

Ignoro en qué lugar escuché o leí esa frase, puesto que pertenece ya a una vida pasada. Yo, Esmeralda, he vivido rodeada de una ferviente pasión por ellos, y es que, en mi corta vida, me han brindado más muestras de cariño que (casi) cualquier humano.

Dejando a mis padres y hermano a un lado, a quienes agradeceré eternamente todo el apoyo y el amor que me entregan día a día, el resto de mis iguales no han hecho más que apartarme y marginarme. En el mejor de los casos, claro. No me quieren, yo no les quiero a ellos, así que no encuentro ni una sola buena razón por la que deba tratar de acercarme a la especie humana. No en mi situación.

Trato de desviar ese torbellino de sentimientos desazonados. Hace ya tiempo desde que decidí no malgastar mi valioso tiempo en ellos. Bajo la mirada, te acaricio y sonrío.

Recuerdo, una vez más.

Recuerdo a aquella niña de tres años que, en cuclillas a la vera del río del pueblo, descubrió a un cachorro abandonado. Gemía, chillaba y se revolvía, atado mediante un fino cordel al enclenque tronco de un chopo distanciado de su propia arboleda, tan joven como él. Una estampa plagada de infancia e impotencia. Esmeralda, el perro y el árbol. Cada uno, cachorro a su manera, desamparados y alejados de quienes debían cobijarle.

La batalla dialéctica con mis padres a la hora de quedarme con Sabi (el nombre escogido para el nuevo miembro de la familia) fue ardua. Me encontraba en clara desventaja numérica, pero los argumentos de una niña de tres años con el desparpajo que yo atesoraba no eran cualquier cosa, como quedó demostrado en apenas veinte minutos. El cachorro, una mezcla entre mastín y labrador, creció como una mala bestia a medida que las semanas avanzaban. A mayor tamaño, mayor arrepentimiento por parte de mis padres, pero como el apego hacia Sabi también aumentaba, la situación no llegó a descontrolarse en ningún momento.

El amor hacia tu mascota siempre crea un vínculo de ida y vuelta entre ambos, una conexión plena en la que no hay sospecha alguna de sentirte abandonada. Si acaso, es la mascota la que puede paladear en alguna ocasión ese agrio sentimiento. Sin embargo, su infinita bondad les impide ser presa de algo así. En mi caso, Sabi fue mi mejor confidente desde el primer minuto. No me comprendía, pero no era porque no lo intentase. Sus ojos me perforaban con la mayor de las admiraciones, y no quedaba un solo movimiento de mi cuerpo en el que él no posase su atención. El suave tacto de su pelo sedoso siempre será uno de los mejores recuerdos de estos diecisiete años que cuento a mis espaldas.

Así transcurrieron, con Sabi como mayor apoyo en una infancia turbulenta en lo emocional. Nunca me adapté, no llegué a tener amigos reales como tampoco conecté con nadie fuera de mi reducido círculo familiar.

Y así, en una vorágine sentimental tan incierta como amarga, llegó la enfermedad.

Los problemas que te parecen graves o te escandalizan en determinadas situaciones, se disipan como la niebla en un día que amanece cuando te confirman que te envuelve un tumor maligno, y que no son muchas las posibilidades de vencerlo.

De pronto, las miradas de indiferencia en el instituto se convierten en juicios de condolencia, en tristes compadecimientos, y no sé cuál de las dos opciones detesto más. Incluso mi familia comienza a tratarme de modo diferente, y yo no hago más que recluirme todavía más en mi reducida burbuja, en la que solo cabemos Sabi y yo.

Tal vez sea egoísta, no creáis que no se me pasa a veces por la cabeza. Pero si alguien no lo es en el momento en el que teme por su vida, ¿cuándo va a serlo?

Lo cierto, todo hay que decirlo, es que llevamos un par de buenas semanas. Después de otra dura batalla dialéctica, en este caso, cruenta de verdad, hemos conseguido un permiso especial (llamémoslo «déjalo estar para que se calle de una vez») para que Sabi pueda estar conmigo en la habitación que ocupo desde un tiempo tan amplio que ya ni recuerdo. Acariciar su pelaje después de tantos días ha hecho que las lágrimas broten desde unos ojos que creían haberse secado.

        La segunda gran noticia, y es curioso que me parezca menos importante que la primera, es que el tratamiento parece estar surtiendo efecto, y creemos haber dado un primer paso en la dirección adecuada en la guerra de vencer a la enfermedad.

En este mismo instante, te miro a los ojos, y solo veo pureza en ellos. Te sonrío con verdadero fervor, y creo intuir una especie de sonrisa que también lucha por escapar desde tu hocico. No sé cuánta parte de realidad y cuánta de fantasía hay en lo que sentimos el uno por el otro, pero sí sé que tú y yo, el uno junto al otro, seremos capaces de salir adelante.

No hay comentarios: