miércoles, 9 de diciembre de 2020

Enric

        No existe un cadáver bonito. Se puede adornar, siempre existe la opción de edulcorarlo con maquillajes en la morgue. Se pueden disimular las imperfecciones ocasionadas por el deceso.

Recuerdo aquella ocasión en la que presenté el cuerpo de aquella chica (Paula, creo recordar) sobre una cama plagada de pétalos de rosa, bajo las cuales apenas se distinguía el blanco de las sábanas inmaculadas. Ceñí el tallo entrelazado, punzante, de varias rosas más, alrededor de su cuello, como si de una gargantilla se tratase, lo que le proporcionó una imagen de sumisión grotescamente atractiva. Embadurné el poco terreno corporal que quedaba a la vista de maquillaje, con mis escasas dotes para tal oficio, y admiré aquella obra que fue capaz de conmocionarme.


          Una estampa bella.

Sobrecogedora.

Pero el cadáver no era bonito.

El escenario de Paula era el más optimista dentro de cuantos he dispuesto en los últimos años. Sin embargo, ahora me encuentro en el polo opuesto: frente a mí, la rica variedad en colores del vertedero municipal se abre, ostentosa, mostrándome el amplio y fétido abanico olfativo que tengo a mi alcance. Yo mismo me siento infectado del apestoso aroma, que se ha impregnado en mis prendas, en todo mi ser, envolviéndome sin remedio en la vomitiva espiral de la repugnancia y la muerte, que se abrazan y retuercen en un baile que no parece tener fin.

¿He dicho muerte? Desde luego.

La muerte me acompaña desde que tengo uso de razón. Aquella calurosa mañana de julio. Aquel verano en el que me cantaron mi duodécimo cumpleaños, y tras cuya celebración me dediqué a cocer hormigas bajo el amparo de una lupa. ¿Era un crío inconsciente, haciendo cosas de críos? Para nada. Sabía lo que ocurría en todo momento. Era conocedor del dolor de aquel insecto, y recuerdo cómo la sonrisa se dibujaba en mi rostro a medida que el humo se elevaba, y aquel pequeño agujero calcinero se ampliaba sin que el himenóptero pudiese hacer nada para evitar su muerte.

El paso de animales a humanos fue el más complicado, desde luego. No es lo mismo quemar un insecto o apalear a un perro que ponerle fin a la vida de una persona. El problema no fue moral, no. La cuestión era más pragmática, puesto que al ser humano le unen una serie de conexiones sociales que son complicadas de eludir. Mi primer caso «profesional» estuvo plagado de errores que, con un trabajo policial eficaz, me hubieran llevado a pasar unos cuantos años tras las rejas de una penitenciaría. Por suerte, mi pueblo no es conocido por la capacidad de sus fuerzas policiales, sino por la feria que organiza cada Navidad y por el vertedero en el que me hallo en este momento.

        La incertidumbre de aquel primer cadáver provocó en mí un torbellino de sentimientos que no había experimentado hasta entonces. Cuando vi que mi libertad corría un peligro real, me sentí vacío, pero al mismo tiempo colmado de un éxtasis desconocido para mí. Fue ahí cuando decidí que no solo iba a disfrutar cercenando vidas ajenas, sino que me dedicaría a exponerlas a lo largo y ancho del país.

Mi timidez inicial acabó dando paso a un ego descontrolado, que huía del temor a ser apresado. He sembrado cuerpos, siempre con cierta elegancia, siempre con meticulosidad, en parques, cajeros automáticos, portales de viviendas o habitaciones de hotel (la bella pero no bonita Paula), y ahora es el momento de paladear el Yang de ese Yin tan exquisito.

Un pie macilento asoma desde la pila de restos orgánicos, ropa, plástico y cartón. ¿Por qué cojones la gente no recicla? ¡Recicla, que no cuesta nada! El pie, verdoso a causa de la podredumbre, o tal vez de algún líquido vertido de la inmundicia, se asoma pero se esconde. No quiere ser protagonista, y yo tampoco quiero que lo sea.

Los cadáveres que la policía ha ido recolectando a lo largo de mi trayectoria han sido fastidiosamente fáciles de encontrar. Estoy esperando a que llegue alguien capaz de darme un susto, un inspector con algo más que fanfarronería en su cerebro, pero no parece que esa persona ronde por aquí cerca.

Por eso, este cuerpo es el más importante.

El más peligroso.

            ¿Qué pasará cuando se descubra que ÉL ha muerto?

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