No existe un cadáver bonito. Se puede adornar, siempre existe la opción de edulcorarlo con maquillajes en la morgue. Se pueden disimular las imperfecciones ocasionadas por el deceso.
Recuerdo aquella ocasión en la
que presenté el cuerpo de aquella chica (Paula, creo recordar) sobre una cama
plagada de pétalos de rosa, bajo las cuales apenas se distinguía el blanco de
las sábanas inmaculadas. Ceñí el tallo entrelazado, punzante, de varias rosas
más, alrededor de su cuello, como si de una gargantilla se tratase, lo que le
proporcionó una imagen de sumisión grotescamente atractiva. Embadurné el poco
terreno corporal que quedaba a la vista de maquillaje, con mis escasas dotes
para tal oficio, y admiré aquella obra que fue capaz de conmocionarme.
Una estampa bella.
Sobrecogedora.
Pero el cadáver no era bonito.
El escenario de Paula era el más
optimista dentro de cuantos he dispuesto en los últimos años. Sin embargo,
ahora me encuentro en el polo opuesto: frente a mí, la rica variedad en colores
del vertedero municipal se abre, ostentosa, mostrándome el amplio y fétido
abanico olfativo que tengo a mi alcance. Yo mismo me siento infectado del
apestoso aroma, que se ha impregnado en mis prendas, en todo mi ser,
envolviéndome sin remedio en la vomitiva espiral de la repugnancia y la muerte,
que se abrazan y retuercen en un baile que no parece tener fin.
¿He dicho muerte? Desde luego.
La muerte me acompaña desde que
tengo uso de razón. Aquella calurosa mañana de julio. Aquel verano en el que me
cantaron mi duodécimo cumpleaños, y tras cuya celebración me dediqué a cocer
hormigas bajo el amparo de una lupa. ¿Era un crío inconsciente, haciendo cosas
de críos? Para nada. Sabía lo que ocurría en todo momento. Era conocedor del
dolor de aquel insecto, y recuerdo cómo la sonrisa se dibujaba en mi rostro a
medida que el humo se elevaba, y aquel pequeño agujero calcinero se ampliaba
sin que el himenóptero pudiese hacer nada para evitar su muerte.
El paso de animales a humanos fue
el más complicado, desde luego. No es lo mismo quemar un insecto o apalear a un
perro que ponerle fin a la vida de una persona. El problema no fue moral, no.
La cuestión era más pragmática, puesto que al ser humano le unen una serie de
conexiones sociales que son complicadas de eludir. Mi primer caso «profesional»
estuvo plagado de errores que, con un trabajo policial eficaz, me hubieran
llevado a pasar unos cuantos años tras las rejas de una penitenciaría. Por
suerte, mi pueblo no es conocido por la capacidad de sus fuerzas policiales,
sino por la feria que organiza cada Navidad y por el vertedero en el que me
hallo en este momento.
Mi timidez inicial acabó dando paso a un ego descontrolado, que huía del temor a ser apresado. He sembrado cuerpos, siempre con cierta elegancia, siempre con meticulosidad, en parques, cajeros automáticos, portales de viviendas o habitaciones de hotel (la bella pero no bonita Paula), y ahora es el momento de paladear el Yang de ese Yin tan exquisito.
Un pie macilento asoma desde la
pila de restos orgánicos, ropa, plástico y cartón. ¿Por qué cojones la gente no recicla? ¡Recicla, que no cuesta nada!
El pie, verdoso a causa de la podredumbre, o tal vez de algún líquido vertido
de la inmundicia, se asoma pero se esconde. No quiere ser protagonista, y yo
tampoco quiero que lo sea.
Los cadáveres que la policía ha
ido recolectando a lo largo de mi trayectoria han sido fastidiosamente fáciles
de encontrar. Estoy esperando a que llegue alguien capaz de darme un susto, un
inspector con algo más que fanfarronería en su cerebro, pero no parece que esa
persona ronde por aquí cerca.
Por eso, este cuerpo es el más
importante.
El más peligroso.
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