Maldito rifle.
Pascual mascullaba oraciones, renegaba de sus
decisiones atrevidas, alocadas. El viaje a EEUU le iba a salir caro, ya lo
creía. Peter, su colega de la infancia, le había convencido para semejante
tontería con la frase que siempre funcionaba:
—No hay huevos.
Y ahí estaba Pascual, cruzando el
charco de camino a Washington.
Recapitulemos. La pareja de
amigos, separados por miles de kilómetros de océano pero unidos en un espíritu
aventurero y (¿por qué no decirlo?) falto de oxígeno en la toma de decisiones,
había estado indagando en internet durante semanas. Se sumergieron, uno desde
España, y el otro desde Estados Unidos, en la red más profunda y oculta al
ciudadano medio. Pascual se ganaba la vida llevando la correspondencia a la ciudadanía,
pero le había cogido el gustillo a investigar las leyendas más bizarras que
ofrecían los foros conspirativos.
Después de una conversación por
WhatsApp a altas horas de la madrugada, se produjo la dichosa frase. El mismo
reto de siempre. Él no sabía callarse ante un «no hay huevos». Toda la noche
viajando, de página en página, por foros, vídeos, intentando saber qué había de
cierto en la leyenda de que el fusil que mató a Kennedy estaba expuesto en
Washington, en una residencia para veteranos de guerra. Como si de un arma decorativa
se tratase.
Entre «no puede ser», «vamos a por él» y la maldita sentencia final transcurrieron solo veinte minutos. Una leve muesca en el arma parecía otorgar cierta autenticidad a la leyenda, y la oportunidad estaba presente, puesto que Pascual había iniciado sus vacaciones ese mismo día.
De vuelta al presente, volvió a
maldecir. Volvió a sonreír. Era cierto, ese era el rifle que mató a Kennedy, y
lo tenía en sus manos. ¿Cómo eran capaces de dejarlo ahí, a merced de cualquier
loco que se atreviese a robarlo?
El caso es que las sirenas de
policía sonaron, y pese a la risa histérica que el temor le provocaba, Pascual
se encontraba en territorio extranjero, cargando con un arma única y con la ley
siguiendo sus pasos.
Peter le hizo señas desde la
siguiente esquina. Corrió hacia él, creyéndose Pierce Brosnan en las películas
de James Bond que tanto le gustaban. Se metió tanto en el papel, que lo mezcló
con el espíritu hollywoodiense, sintiéndose el protagonista de una de sus películas
preferidas.
Al cruzar la acera, se vio
sorprendido por un policía algo pasado de peso. Corrió, puesto que la forma
física de uno y otro distaba mucho de estar pareja, pero cuando escuchó en un
perfecto inglés la amenaza de ser disparado, se giró y fue él mismo quien
apretó el gatillo del Carcano M91/38[1]
que quitó la vida a John Fitgerald Kennedy.
El agente quedó tendido en el
suelo. ¡Había acertado! En lugar de preocuparse por quitarle la vida a un ser
humano, Pascual estaba dando saltos de alegría por su puntería con el arma.
—¿Lo has visto, Peter? ¡Soy John McClane[2]!
—Ambos amigos se rieron, como si
se tratara de la partida de un videojuego.
La carrera se vio apresurada ante
el acoso de los refuerzos. El helicóptero sonaba en todo lo alto, y los gritos
se sucedían desde todas las esquinas. Reporteros de televisión que buscaban su
titular.
Pascual escuchó la orden del que
debía ser el jefe, parapetado tras uno de los coches patrulla. Iban a disparar.
Vio cómo el proyectil salía desde
una de las armas reglamentarias, y aunque debía haber recorrido la distancia
hasta su cabeza en centésimas de segundo, observó la bala acercándose a él con
lentitud. Trató de moverse, quería esquivarla, pero estaba paralizado. Iba a
morir.
—Pascual… ¡Pascual! Venga, despierta,
que tenemos que ir a trabajar —la voz de Mari Carmen, su mujer, sonaba
insistente—. Te has vuelto a quedar dormido. ¿Qué decías de un tal John
McClane?
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