Robert y Goretti se querían. Se amaban. Compaginaban en todo lo compaginable, y aunque, como toda pareja, tenían sus diferencias, también había ocasiones en las que parecían un mismo ser. Honrados, genuinos y, en cierto modo y como toda persona especial, un poco payasetes. Dos seres entusiastas que gustaban de devorar cada gramo de vida como si fuera el último.
Esa era la teoría, y ponían todo
de su parte para llevarlo a la práctica. Sin embargo, las obligaciones del
mundo contemporáneo no ponían de su parte, y después de completar sus estudios,
ambos se vieron encerrados en dos buenos trabajos, que ya desearía para sí el
ciudadano medio pero que, a la postre, les habían sumido en una monotoneidad
cuando apenas rascaban el cascarón de las tres décadas de vida.
Así fue como, en una noche de
película y manta, situación cómoda por antonomasia pero que les había sumido en
un silencio demasiado largo, Goretti preguntó:
—¿Qué tal si nos vamos?
—Adónde quieres irte? —respondió
Robert con su alemán cerrado.
—Fuera, pero no de viaje. Para
siempre.
La primera reacción de Robert fue
la carcajada, pero cuando vio que no era correspondida por parte de su pareja,
cayó en la cuenta de que no se trataba de una broma.
—Ahorramos dinero durante unos
años —continuó ella, ya en la misma onda— y nos marchamos. A algún lugar donde
nadie nos moleste. Estoy cansada de tanta ciudad, horarios, imposiciones y
obligaciones. Soy un alma libre, y sé que tú también.
—Pero…
—Solos tú y yo.
Las dudas y los contrapuntos se
agolpaban en la garganta de Robert, pero cuando miró a aquellos ojos azules,
que refulgían a tan solo unos centímetros de él, solamente pudo responder:
—Sí.
Transcurrieron las siguientes
semanas. Nada había ocurrido, pero todo había cambiado. La pareja avistaba en su
horizonte particular un fin, y debía conseguir los medios necesarios para
llevarlo a cabo. Tardarían años en alcanzar su meta, pero al menos, ya habían
fijado un destino a su viaje de dos.
Especialmente emotivo fue el
momento en el que decidieron el lugar donde se dejarían perder. Tres eran sus
opciones, después de descartar un puñado más. Las marcaron en un mapamundi que
ocupaba la pared al completo, y comenzaron el ritual que habían acordado.
Vendados los ojos, vendada el
alma, y con un cargamento de ilusión por bandera, Goretti avanzó, algo mareada
después de tres vueltas a ciegas, hasta toparse con la pared. Apoyó la mano
sobre la superficie, y con la otra, deshizo el nudo que le entorpecía la
visión. No había acertado, como era lógico, pero el punto más cercano a su dedo
era Islandia. Ese país al que siempre habían querido viajar, tan esquivo hasta
el momento.
Ahora sabía por qué. El destino
se lo había reservado.
Pasaron semanas, meses e incluso
años. Sus treinta años se convirtieron en cuarenta, siendo los últimos diez de
un ahorro casi enfermizo. Y llegó el momento. Las lágrimas de ilusión caían
desde aquellos cuatro ojos, incrédulos por decir adiós a la vida que todo el
mundo quería. Encontrarían obstáculos en el camino, por supuesto, así como, en
algún momento, deberían volver a escudarse en la civilización para mantener su
flujo monetario. Ya llegaría la hora. De momento, se limitarían a disfrutar y
evadirse del mundo.
Tras el aterrizaje, kilómetros y
kilómetros de un paisaje amparado en la nieve se sucedieron, otorgando una
sensación de paz tan desconocida como ansiada hasta entonces. Surcaron las
carreteras islandesas, se detuvieron en los lugares turísticos que hallaron en
su camino, e hicieron noche a mitad del recorrido hacia su destino. La iluminación
ambarina de la cabaña contrastaba a la par que encajaba, perfecta, en aquel
inhóspito paraje, y Goretti se supo saciada de vida.
Era feliz.
A la mañana siguiente,
continuaron hacia Grettislaug, un lugar a pocos minutos del que habían escogido
para pasar sus siguientes meses. Ansiaban contemplar el firmamento, el
zigzagueo de las auroras boreales campando a sus anchas, embelesando a los
pocos valientes que se atrevieran a pasar una noche al raso con tal de
observarlas. Robert le recordó que las auroras son caprichosas, y que seria
extraño cazarlas en su primera intentona. Goretti no le hizo caso. Su cuento de
hadas no podía disolverse en aquel momento.
Alcanzaron el emplazamiento
indicado cuando la noche ya era cerrada. Por fortuna, las nubes habían concedido
el permiso necesario para el disfrute del espectáculo, y las condiciones
parecían las adecuadas para que el cielo se manifestase. Cuando recorrían los
últimos metros hacia sus asientos improvisados, unas espirales verdosas
comenzaron a serpentear. Tímidas. Etéreas. La danza comenzó cuando se
acomodaron, el uno junto al otro, disfrutando del momento por el que tanto
tiempo habían esperado.
Tan perfecto como habían soñado.
Sendos escalofríos recorrieron
sus espaldas, y trenzaron sus manos, sin mirarse, convirtiéndose en un solo
ser.
Cuando el espectáculo concluyó,
continuaron con un mutismo que no quería quebrarse. Temían despertar de un
sueño, temían volver a una vida de obligaciones.
Una voz a la espalda les sacó de
su fantasía.
—Perdonad…
—¿Sí? —respondió Goretti,
sorprendida por encontrarse con una viajera española en aquel lugar.
—Siento interrumpiros, pero… he
estado haciendo fotos, y he creído que, ya que salís vosotros en ellas… quizás
queráís tenerlas.
3 comentarios:
Que historia mas bonita,Goretti estará encantada con este relato ya que ès escrito especialmente para ella y desde luego fenomenalmente,aun tengo un nudo en la farganta y una lagrimillacontenida
Brabo Fernando Llorden
Me ha encantado el relato. Y la foto,maravillosa. Eres un crack Fer.
Me ha encantado el relato. Y la foto,maravillosa. Eres un crack Fer.
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