jueves, 26 de mayo de 2016

Amanecer #3

Ésta es una historia de superación.
Yo, Felicia Braun, llevo encerrada más de dos días. Podría ser uno o tres, pues he perdido la noción del tiempo. No sé si es de día o de noche, y también desconozco el motivo por el que aquí me hallo. De hecho, no recuerdo nada del momento de mi secuestro.
Cuatro son las paredes que se interponen ante mi libertad, y una sencilla pero gruesa puerta, sin barrote alguno para poder mirar, es la única vía por la que podría escapar, pues la estancia también carece de ventanas. La oscuridad es la dueña de mis últimas horas, y siento cómo mis fuerzas flaquean, ya que solamente me han servido una escueta comida durante todo mi cautiverio.
En alguna ocasión me ha parecido escuchar algún sollozo lejano; quizá haya más chicas encerradas al igual que lo estoy yo. Las respiraciones ante mi puerta tampoco son extrañas, y me he acostumbrado a acercarme para escucharlas, aunque sólo sea para sentir vida humana cerca de mí. Quizá me esté acercando a mi secuestrador, motivado sexualmente por mí, o por alguna otra de sus presas. Pero entonces, ¿por qué no entra y me viola? ¿Por qué no saciar su sed, y poner fin a ese deseo? Prefiero no pensarlo, y quedarme tal como estoy.
Sin embargo, mi instinto no se rinde. Cuando escucho esas respiraciones, trato de empatizar, y susurro frases a quien se halle al otro lado. “No me dejes morir” o “todavía estamos a tiempo” son las que más repito, pero no sé si mi estrategia es la adecuada. Ni siquiera sé si hay alguien tras la puerta, pues posiblemente todo sea producto de mi imaginación.
Las horas pasan, y sigo divagando. Pienso en mis padres, y en mi novio Ernest. ¿Qué será de él? ¿Habrá acudido en mi rescate? ¿Habrá avisado a las autoridades? Lo imagino llamando a mi teléfono, y encontrando el silencio como única respuesta.
Vuelven las ilusiones, en caso de serlo, y por segunda vez desde el fin de mi libertad, la puerta se abre. Lenta y pesadamente, pero con decisión. Cuarenta y cinco grados de apertura, y ninguna figura se atisba tras la oscuridad. ¿Será esta mi oportunidad? ¿Quién ha abierto la puerta?
Avanzo sigilosamente, con temor y precaución. Quizá sería mejor salir corriendo sin más, aprovechando el efecto sorpresa, pero el pánico me impide moverme más rápido de lo que lo hago. Atravieso el umbral de la puerta, y desde detrás, alguien me coloca con firmeza un saco en la cabeza.

-¡No! –grito, y trato de sacudírmelo.

Durante la agitación, mi codo impacta en una cabeza, y tras un aullido de dolor, saco el obstáculo que me impide ver. Hago un reconocimiento rápido de la situación. La penumbra sigue reinando, pero a pesar de ella distingo una sala redonda, en la que hay una escalera hacia la salvación y otras cinco puertas como la que me recluía. ¿Qué hago? Si trato de liberar a los demás rehenes, perderé una preciosa ventaja. Si no lo hago, condenaré a quien se halle tras las puertas a un destino fatal.
Quizá algún día me juzguen por abandono, pero mi egoísmo actúa por mí, e instintivamente corro hacia la escalera, la cual recorro a grandes zancadas. En el piso superior, una clara ascensión señala mi vía de escape. Sin embargo, no avanzo ni un metro, ya que desde unos metros atrás, escucho claramente la voz de mi padre.

-¡¡Felicia!!

¡No! En ningún momento ha pasado por mi cabeza que el resto de mi familia pueda estar en las demás salas, y ahora he desaprovechado la oportunidad de salvarles. El amor fraternal me hace girar sobre mis pasos, a sabiendas de que el secuestrador estará preparado en esta ocasión.
Temerosa, bajo los escalones de puntillas, lentamente, en contraste con la anterior ocasión. Asomo tímidamente mi cabeza, y escucho un susurro.

-Ven aquí, cariño, tu padre te está llamando.
Reconozco esa voz.
-¿Ernest?
-Sí, mi amor, aquí estoy.

Ahora lo recuerdo.
Recuerdo el último momento de consciencia antes de encontrarme aquí. Me encontraba con Ernest en mi habitación, viendo una película.

-¿Tú nos has hecho esto? –pregunto horrorizada.
-¿Por qué no? ¿Sabes la cantidad de dinero que me van a dar por liberar a tu familia? No creo que deba recordarte quién es tu padre. He pedido un rescate al gobierno.
-¿Esa fue tu intención desde el principio?
-La verdad es que no. Al principio me gustabas. Me gustas, de hecho. Tal vez cuando todo esto acabe podamos retomarlo donde estaba.
-Tal vez –mentí.
Ernest rio estruendosamente.
-No está mal, casi me lo creo.
-¿Por qué me has abierto la puerta?
-Tenía ganas de jugar.
-Pues te has llevado un buen golpe.
-Me has sorprendido, la verdad. No volverá a pasar.

Avanza a grandes zancadas, y con un par de ellas me alcanza. Mi relación con Ernest apenas existe desde hace dos meses, y lo que él desconoce son mis cualidades en defensa personal. Mi padre insistió en mi niñez en ese aprendizaje, pues él estaba ascendiendo en su carrera política y se estaba convirtiendo en una persona de poder. Ocho años después de la última lección, propino esa patada para la que tanto tiempo me he preparado. Mi empeine impacta en la corva de la pierna de Ernest, cuyas rodillas caen al suelo. Sin bajar la pierna, vuelvo a golpear, esta vez en su cabeza, a una altura mucho más asequible ahora. Cojo las llaves que guarda en su bolsillo, y abro las puertas tras las cuales mis padres están recluidos.
Juntos, subimos las escaleras y recorremos el camino hasta una puerta. Miro por el ventanuco situado a la altura de mis ojos, y veo la claridad del amanecer en un bosque. Abro la puerta.
Afuera, un hombre, a buen seguro compañero de Ernest, está terminando de sacudir su miembro tras orinar. Se gira. Nos ve.
Lo dije, ésta es una historia de superación.
Corro a por él. 



Amanacer #2

Su respiración se hacía más y más entrecortada a medida que transcurrían los minutos. Quién sabe si trataba de aferrarse a la vida en última instancia, o si tal vez estuviera sufriendo alguna pesadilla. Mi mano sostenía la suya, la acariciaba, mostrando en todo momento un apoyo que jamás le brindé como debía.
Tras casi dos décadas de separación, hacía tan sólo un año que mi padre y yo nos habíamos otorgado el mutuo perdón, sin nada que reprochar. Fue un trato injusto, lo sé. Yo no tenía nada que perdonar, y a él le faltaban dedos en ambas manos para enumerar los engaños y traiciones a las que le había sometido. Finalmente, resultó ser verdad que un padre es capaz de perdonar todo a su hijo, y afortunadamente para mí, estábamos viviendo una nueva etapa, un nuevo amanecer para nuestra relación, en el que habíamos dejado todo atrás.
Sin embargo, la alegría había durado poco, y a la edad de ochenta y dos años, Francis se encontraba exhalando sus últimas bocanadas en la situación más usual, pero menos agradable; postrado en la cama de un hospital.
El intermitente sonido de la máquina que le mantenía con vida llenaba un espacio que nos recordaba que el fin estaba cerca, que nuestro tiempo en compañía se estaba agotando. Mi padre se removía, inquieto. Nunca había sido capaz de permanecer diez minutos inactivo, y era un hábito que no iba a cambiar ahora.
Alternaba momentos lúcidos con otros de alucinaciones. En algunos gritaba mi nombre, sumido todavía en la época de discusiones y desavenencias; en otros momentos imploraba a mi madre que no le abandonase; de vez en cuando apretaba con renovado ímpetu mi mano. En ningún instante descansaba, pese a los tranquilizantes suministrados por el personal médico, y ya fuera de manera consciente o en sueños, su ceño fruncido pugnaba por solventar sus problemas. Un fiel reflejo de lo que había sido su vida.
Por mi parte, los remordimientos por mis pecados de juventud volvían a visitarme después de meses de tregua. Dos habían sido los mayores desaires perpetrados hacia mis progenitores, y ambos los cometí al mismo tiempo. Rondando la treintena, me presenté en el hogar de mi infancia, el cual no había pisado en muchos años, no pidiendo, sino exigiendo, una suma de dinero que necesitaba para pagar mis deudas. Mis padres no se negaron, simplemente quisieron conocer la historia que me había llevado a tal situación. Con el dinero en la mano, les dije que no tenían por qué saber nada, y que no tardaría en devolverles el dinero.
Tardé. Vaya si tardé. De hecho, todavía no he saldado esa deuda, algo que esperaba poder hacer en un par de meses más. Sólo un par de meses más…

-Sergio… -se escuchó en un hilo de voz.
-Sí, papá.
-No tienes porqué llorar –hablaba con los ojos cerrados, pero parecía consciente, sereno.
-De acuerdo –me enjugué las lágrimas y lo miré con atención-. ¿Cómo te encuentras?
-Bueno, he estado mejor –rio-, pero al menos estás aquí.
-Tarde, como siempre. Debí haber vuelto hace años.
-Para mí es suficiente –acompañó su consuelo con un aumento de la presión de su mano-. Quiero decirte una cosa.
-Te escucho.
-No quiero que te atormentes por lo que ocurriera en el pasado. Para mí, lo más importante es que hayas vuelto conmigo. Este último año me ha llenado de felicidad.
-Gracias, papá –asentí-. Lo intentaré.

El silencio imperó durante unos segundos en la estancia. Sólo esa máquina perturbaba el momento. De nuevo la máquina.
Mi padre rompió el silencio al fin.

-Hijo, quiero pedirte un último favor.
-Lo que sea –afirmé.
-¿Seguro?
-Por supuesto.
-Desenchufa la máquina –susurró.
-¿Qué? –yo, sin embargo, grité.
-Me he cansado de estar aquí, inútil, sin nada que hacer –sentenció mi padre-. ¿Cuánto tiempo más tengo que estar postrado, siendo un mueble?
Francis miraba a ambos lados, temeroso de que alguien hubiese escuchado mi grito.
-No digas eso –le dije-. Te mereces cada segundo de vida que puedas aguantar.
-Pero no quiero aguantar más. Quiero irme, buscar a tu madre. Seré más feliz, te lo aseguro.
-No me hagas esto, papá. Es un delito, no puedo hacerlo.
-Tienes razón. En ese caso –cambió de estrategia-, acércame el cable y vete. Ve a tomar un café, media hora, y estarás absuelto de toda culpa.

No podía ser verdad lo que me estaba pidiendo. Mi padre siempre había sido un hombre fuerte, luchador, y había dado la cara ante todo. No podía ser que esa persona quisiera desprenderse de su vida de esa manera. Pensé también que había un punto de egoísmo en su petición. Ahora que yo había reconducido mi vida, él me empujaba a delinquir, a asesinar, después de lo que me había costado no cruzar la línea de lo ilegal. Pero ¿quién, si no él, iba a tener derecho a pedirme tal cosa?
Me levanté con lentitud. Vi un halo de ilusión aflorar a sus ojos. Di la vuelta a la cama, y miré el cable. Era inquietante que, con un mínimo gesto, pudiera arrebatar la vida a una persona. Miré a mi padre, y él me devolvía la mirada, suplicante. Besé su frente y cerré los ojos, mientras una solitaria lágrima volvía a corretear por mi mejilla. Unos segundos después, abandoné la habitación.

-¡Sergio! –escuchaba a mi espalda- ¡Vuelve! ¡El cable!

Me acerqué a la enfermera, y le comuniqué las intenciones de mi padre; ella corrió hacia su habitación y le suministró una nueva dosis del calmante que, con esfuerzo, conseguía apaciguarlo.
Continué mi camino, y pese a haber hecho lo correcto, sentí cómo mi padre, en lo más profundo de su pensamiento, volvía a considerarme un traidor.



Amanecer #1

-¡Maldición! –exclama Rober- ¡Esta chatarra se ha vuelto a parar!
-Vaya novedad –le digo yo-. Sólo es la tercera vez en cuatro días.

Las ruedas del trasto disminuyen su velocidad con cada círculo que describen, y nos vemos obligados, una vez más, a bajar y empujarlo. La pendiente es ascendente, y solamente somos dos ladrones que llevan más de un día sin probar bocado. Ah, sí, se me olvidaba: desde ayer también somos asesinos, y en el maletero hay un cadáver, por lo que el coche pesa más todavía.

-¿No te dijo ese mecánico que lo había arreglado? ¿Que ya no se iba a recalentar? –pregunto.
-Cuando lo vea…
-Sin embargo… Ahora no sale humo del capó.
-Es verdad –admite Rober-. Tiene que ser otra cosa.
-Nuestros conocimientos no son muy amplios, que digamos –mientras pronuncio las palabras, veo que la expresión de mi compañero enmudece de pánico-. ¿Qué pasa?
-¿Cuánto tiempo hace que no echamos gasolina? –pregunta con un hilo de voz.
-¿Cuánto? ¡Ayer te dije que lo hicieras tú! ¡Justo al salir del taller!
-Por lo menos, ya sabemos qué es lo que le pasa al coche.

Pienso en meter a Rober en el maletero con el otro, pero me contengo. No me conviene tener dos cadáveres a mi espalda, a la vez que un coche sin gasolina en una inhóspita carretera del extrarradio cartaginés.
La última gasolinera que recuerdo debe estar a unos cien quilómetros de distancia, en la dirección que menos nos interesa. Sin embargo, recuerdo un cartel que rezaba combustible y comida unos quilómetros hacia adelante.

-Quédate aquí con el coche. Voy a por gasolina –informo.
-¿Me vas a dejar solo? ¿Y si viene la policía?
-¿Cómo va a venir la policía ahora? Son las cuatro de la mañana y estamos en una carretera de mala muerte.
-Yo no me quedo solo aquí –refunfuña él-. Vamos los dos.
-No podemos dejar el coche aquí.
-Entonces empujaremos.

Pongo los ojos en blanco a causa de la exasperación, suspiro y accedo al requisito del imbécil que me acompaña. Desde luego, soy un lince reclutando compañeros de andanzas. Una hora después, el sudor baja a raudales por nuestra frente, y los músculos están a punto de estallar por la presión a la que los sometemos. Paramos a descansar, a lo lejos se pueden apreciar unas luces, las de nuestro destino, con toda seguridad. Quizá en veinte minutos más lo alcancemos.
No hablamos. No estoy de humor, y Rober se siente avergonzado, se ve a la legua. Me levanto para seguir empujando, y él imita mis movimientos. Apenas hemos avanzado cincuenta metros cuando unas luces nos llaman la atención a nuestra espalda.
Las luces son azules, y dan vueltas sobre el techo de un vehículo.

-¡Nos han pillado! –dice- ¡Corre!
-¡Cállate! –ordeno, y él obedece, quedándose de piedra- Déjame hablar a mí, y borra esa expresión de pánico de tu cara.
-Vale.
-Y date prisa, antes de que baje de su coche, borra esa marca de sangre del maletero.
-¿Cómo?
-¡Con lo que sea! Con tu camisa, por ejemplo –veo asomar una duda a sus ojos-. ¡Vamos!

Me giro, y un solo agente se apea con parsimonia de su coche. Se le ve claramente contrariado por tener que ejecutar su labor, y tener que reprender o, seguramente, multar a dos civiles que andan empujando un coche por el arcén de una carretera.

-Buenas noches –saluda mientras ajusta la altura de sus pantalones.
-Buenas noches, agente –atajo yo con la más servil de mis sonrisas-. Discúlpenos, pero la aguja de la gasolina de este coche no funciona, y nos ha hecho la jugarreta de dejarnos en la estacada. Pero como ve, tenemos la gasolinera a sólo unos metros. Sentimos haberle importunado.
-Saben que les puedo multar por haberse quedado sin combustible, ¿verdad?

Su oronda figura circula alrededor de nuestro vehículo, pausadamente, creyendo que  todo lo sabe. Da un par de golpecitos con su porra en el maletero, inconsciente del delito que éste oculta. ¿Es el olor de la muerte lo que percibe mi olfato? El cadáver lleva más de diez horas ahí encerrado, no sería extraño que la podredumbre estuviera mostrando sus cartas. No, seguro que es mi imaginación.

-Sí, señor agente, lo sabemos. Comprenderá que no era nuestra intención tener que empujar el coche durante quilómetros hasta llegar a la gasolinera –trato de explicar.
-Bueno… Como ya están cerca de su destino, lo dejaremos pasar –el policía finge hacernos un favor-. Voy a cotejar la matrícula del vehículo con la central, y después podrán irse.

Al policía no le gustaría saber que el coche es robado, y mucho menos que su dueño, un tal Eusebio Gámez, está pudriéndose en su propio maletero, de modo que tengo que improvisar.

-¿Qué le parece, señor agente, si nos ahorramos esa formalidad que usted tanto detesta, y nos ayuda a empujar el coche hasta la gasolinera? Al fin y al cabo, si el coche fuera robado, nosotros habríamos tratado de escapar al verle, ¿no es así?

Finjo mi carcajada más auténtica y despreocupada, y tras un momento de incertidumbre, la cuerda no se tensa lo suficiente, y la vagancia puede con el ánimo del agente de la ley.

-Hagamos lo siguiente –sonríe él-. Nos vamos a ahorrar la formalidad, como usted dice, pero no les voy a poder ayudar a empujar el coche, tengo otro aviso que atender.
-Lo entendemos, agente –asiento-. Tiene otros ciudadanos a los que servir.
-Así es –dice, calzándose la gorra-. Que tengan buenas noches.
-Lo mismo le deseo.
-Ah, y cuando lleguen a la gasolinera, cómprele una botella de agua a su amigo, parece inquieto.
-No se preocupe, es la adrenalina de estar empujando tanto rato el coche –contesto mientras me despido con la mano.

Cuando el policía se aleja, los destellos del amanecer sobre el cristal de su coche me deslumbran, de modo que me pongo las gafas de sol.



domingo, 14 de febrero de 2016

La mala fama de los videojuegos

El fenómeno ni-ni ha hecho mucho daño a esta industria. Chavales -y no tan chavales- pegados a la Playstation 4, Xbox One o PC durante horas y horas, clavados frente a la pantalla, sin reaccionar y ausentes a todo cuanto acontece fuera de ella. Lo reconozco, ese vicio puede ser muy dañino, sobre todo cuando el mundo real se vuelve secundario para esa gente, y todos sus méritos se reducen a los conseguidos a través de los botones X, cuadrado, triángulo y círculo.

Yo soy un gran aficionado a los videojuegos, y defensor de ellos en una medida justa y con un uso responsable. Esa es una de mis aficiones, junto con la lectura, la escritura o el deporte. Son todas ellas compatibles (excepto, quizás, por el tiempo disponible) y todas ellas pueden aportar algo positivo a la persona que las disfrute.


La literatura es arte, una novela es capaz de atraparte entre sus líneas y, también, conseguir que te alejes del mundo real, ese que está al otro lado de ese libro que tienes entre tus manos. Te identificas con los personajes, empatizas con ellos, sientes su dolor al igual que te apasionan sus andanzas. Hay muchos videojuegos que logran atraparte con esa misma sensación, logran introducirte en un mundo perfectamente ambientado donde unes tus fuerzas a las del propio personaje para, juntos, lograr salvar el mundo, la propia vida o, simplemente, salvar a la chica a la que ama. Que sí, que al final sólo son un puñado de bits que te hacen visualizar una historia.

La cuestión es que, en los últimos años, las empresas desarrolladoras de videojuegos vienen profundizando en sus productos, y muchos de ellos se convierten en espectaculares trabajos visuales, de ambientación o narrativos. Hay juegos que se limitan a una serie de escenarios donde los jugadores se lían a tiros, o a jugar partidos de fútbol, o a completar carreras de coches. Pero hay otros juegos, que son los que especialmente me apasionan, que disponen sus tramas con introducción, nudo y desenlace, al igual que una buena novela. Pueden llegar a convertirse, incluso, en novelas audiovisuales interactivas, con un notorio aumento de las escenas cinemáticas en las que el jugador simplemente contempla cómo un compás de la historia se desarrolla sin que él tenga que intervenir.

Voy a citar tres casos concretos, de los muchos que hay, ya que es una tendencia que va en aumento.

Metal Gear es una saga que ha traspasado generaciones de videoconsolas, y el año pasado salió su última entrega, Metal Gear Solid V: The Phantom Pain. En este caso dejaremos su historia a un lado, y me voy a centrar en que es uno de los primeros juegos que, ya en sus primeras ediciones, intercalaba con mucha frecuencia escenas cinemáticas sin interacción del jugador. Es un juego de sigilo y acción en el que esas escenas son, en parte, el alma de la trama.



Fallout 4, o cualquiera de sus entregas anteriores, es un videojuego postapocalíptico ambientado en el siglo XXIII, tras una gran guerra nuclear -en la década de 1950- que asoló el planeta y cuyos únicos supervivientes se convirtieron en eso mismo gracias a poder recluirse en unos refugios subterráneos. En esta experiencia, nos ponemos en la piel de una persona que, varios siglos después, consigue salir de uno de esos refugios, y al ascender a la superficie descubre un inconcebible mundo poblado de mutación y contaminación radiactiva. Es un juego que se puede alargar durante horas y horas -en mi partida, llevo jugadas más de 110- y cuya sorprendente ambientación -pues mezcla elementos de 1950 con otros futuristas- te invita a sumergirte en un depresivo mundo donde la humanidad lucha no por vivir, sino por sobrevivir.

 


Y finalizo mi exposición con The last of us, el único videojuego, que yo recuerde, que me ha hecho soltar alguna lagrimilla. Hecho verídico. Trata sobre un nuevo postapocalipsis zombie (qué original, pensarás) en el que Joel, nuestro protagonista, debe luchar por la supervivencia y la busca de una cura para el virus que extingue, poco a poco, la humanidad. Su destino queda ligado al de Ellie, una niña de quien deberá cuidar en adelante. De nuevo la ambientación, espectacular, y una historia que se instala en lo más profundo de tu ser, son las principales armas de un juego que, sin duda alguna, clasificaría en mi Top 3.


Para cerrar, mencionaré que podría haber citado muchos otros juegos en los que, además de tiros y peleas, se puede apreciar una ambientación y, en algún caso, una narrativa superiores a muchas películas, y dignas de muchas novelas. La saga Uncharted, Assassins Creed o el espectacular Heavy Rain, que en este tipo de menesteres creó un precedente en cuanto a la profundidad e importancia que pueden tener los sentimientos en una historia.

El motivo de este post no es otro que el de dignificar un sector, el del videojuego que, si bien goza de millones y millones de aficionados, también sufre la crítica de muchas personas que anteponen sus prejuicios. La ludopatía, o algunos crímenes reales en los que se escucha "ese chico jugaba a videojuegos" han hecho mucho daño a la opinión de mucha gente al respecto -yo también leo libros en los que hay asesinatos, y no por ello voy asesinando gente-. Estas personas, sin ser conscientes de ello, cierran la puerta a unas obras que también pueden -y deben- ser llamadas arte.

martes, 7 de julio de 2015

Crímenes exquisitos: una novela de contrastes

Retomamos la lectura, varios meses aparcada, con una novela a la que tenía ganas de hincar el diente desde mucho tiempo atrás. En absolutamente todas las reseñas que leía sobre ella la ponían por las nubes, hablando de su gran trama y de cómo te engancha desde la primera página hasta su punto final.

Si hubiéramos de encasillarla en algún género, claramente estaríamos hablando de novela negra, policíaca. Su historia transcurre entre La Coruña y Londres, y la Policía Nacional será quien se hará cargo de desentrañar los sucesos. Especialmente relevante es el papel desempeñado por Valentina Negro, quien dará cara al CNP en este aspecto.



La historia es, sin dudar un momento siquiera, sublime. No deja de sorprenderte en ningún momento, y sus constantes y bruscos giros están perfectamente hilados y discurridos. Su amplia extensión para una novela de estas características (800 páginas) no debe echarnos atrás, pues su lectura es ágil y puedes perder con facilidad la noción del tiempo.

Profundizamos un poco más, diciendo que en ella nos encontramos con un asesino en serie que adereza sus crímenes recreando cuadros famosos o escenas de novelas y películas. A raíz de esto lo llaman El Artista, y se inicia una persecución en la que no voy a adentrarme más para no desvelar nada, simplemente mencionaré que el argumento se va ampliando y abarca multitud de personajes (bastante lineales todos ellos, a excepción de un par) y de subtramas que acaban por entrelazarse llegando a un final que ha colmado mis expectativas.

Peeeeero (siempre hay un pero) si el título de esta entrada es "una novela de contrastes" debe ser por algo. En este caso el problema no está presente durante toda la extensión del manuscrito, sino que aparece episódicamente. Y no es, en ningún caso, un fallo clamoroso que te haga tirar la novela al suelo, pero a mí, personalmente, me ha disgustado en varios tramos del relato.

Estoy hablando del lenguaje utilizado. No lo esperaba, la verdad. La novela combina párrafos y páginas exquisitas (a juego con su título), en los que la escritura es fluida, sin ser demasiado rebuscada pero lo suficiente para admirar el lenguaje empleado, con otros tramos en los que las descripciones están formadas por un cúmulo de adjetivos que no concuerdan con lo que se está reseñando, o utilizando palabras demasiado enrevesadas para el personaje que habla en el momento. Además, hay algunos términos demasiado repetidos a lo largo de la novela, como por ejemplo mecenas en referencia a uno de los personajes, performance en alusión a la puesta en escena de los asesinatos, y muchas otras palabras o expresiones que se suceden una y otra vez, haciendo ligeramente tediosa su lectura.

A todo ello hay que añadir el caso en que las descripciones están formadas única y exclusivamente por marcas de ropa, perfume o calzado, ya sea Chanel, Armani, Carolina Herrera, etc. Todo esto, imagino, está bien meditado para mostrar y demostrar la opulencia de los personajes, pero se me antoja excesivo e innecesario.

No pretendo ser ningún erudito en cuanto a novelas, pero todo lo mencionado anteriormente ha empeorado cuantiosamente mi opinión sobre ella. Pese a todo, me ha gustado y mucho, pero me ha frustrado el hecho de que una historia tan bien perfilada tenga algunos errores (a mi juicio) o repeticiones que emborronen lo que podía haber sido una novela legendaria. Aun así, estoy totalmente dispuesto a leer su segunda parte (Martyrium), en la que tengo puestas muchas esperanzas.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Jugando a médicos

Seguimos devorando a Juan Gómez-Jurado. Esta vez tocaba su más reciente publicación, titulada El Paciente, y aprovechando una de sus múltiples ofertas cuando la puso a la venta por 4'74€ en versión digital. Siendo una novela publicada hace menos de un año, esto es lo que se viene llamando una ganga.

La trama es de esas con las que no puedes soltar el libro de las manos, de esas que no te da un respiro, de esas de "un capítulo más y paro". Pero no paras. De lectura ágil y ligera, sus 480 páginas parecen ser muchas menos según vas avanzando en la historia. El guión parece elaborado minuciosamente para ser catapultado a la gran pantalla, de esas películas que ya prácticamente no se hacen porque toda la cartelera está copada por remakes y adaptaciones de cómics.

El protagonista, David Evans, nos abre las puertas de su mente a través de un diario en el que relata cómo transcurrieron las sesenta y tres horas más frenéticas de su vida, desde el secuestro de su hija hasta la conclusión de esta agitada travesía. Todo sucede en ese corto espacio de tiempo, pero el escritor nos va involucrando en la vida del neurocirujano Evans a través de flashbacks que nos hacen conocer el cúmulo de desdichas del doctor. Conoceremos de esa forma el perfecto triángulo fraternal entre David, su esposa Rachel y la pequeña Julia; cómo y porqué esta familia se hace añicos y el gran cambio de personalidad del Dr. Evans después de esto. La aparición del misterioso White y de Kate, la hermana de Rachel, ponen la guinda hollywoodiense a esta excelente novela.



Juan Gómez-Jurado me ha hecho recordar muy gratamente, con El Paciente, las mejores novelas de John Katzenbach. Y es curioso que un escritor no se encasille en un sólo género, ya que con La leyenda del ladrón nos hizo recordar a Ken Follett. Un autor que no deja de sorprendernos y que, con su prosa, está consiguiendo que siempre incluya entre mis próximas lecturas alguna de sus novelas, aunque no estuviera en mi horizonte.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Los personajes toman el mando

Hay ocasiones en las que un libro, dentro de su mediocridad, queda salvado por los personajes que lo habitan. En otros casos, un libro decente queda ensalzado por unos personajes supremos. Y en alguna ocasión, por muy bueno que sea el manuscrito, sus personajes toman el mando.

Tal es el caso de una trilogía medieval que recientemente ha pasado por mis manos. La Primera Ley, escrita por un brillante Joe Abercrombie, cuenta las aventuras y desventuras de un elenco de individuos de lo más variopinto.


La trama en sí ya tiene su miga, es una trilogía a la que no le falta de nada, sólo un peldaño por debajo de la omnipresente y omnipotente Canción de Hielo y Fuego. No aburre en ningún momento, en sus aproximadamente 2.500 páginas (los tres tomos, claro).

Sin embargo, lo que hace pasar del notable alto al sobresaliente a esta saga son, sin duda alguna, sus personajes principales, algunos profundos y enrevesados, otros simples y burdos; algunos en constante evolución en su personalidad, otros sin cambio alguno desde la primera hasta la última página.

Mención especial al inquisidor Sand dan Glokta o a Logen Nuevededos, pilares fundamentales de esta historia. Glokta es un antiguo combatiente de guerra, también antiguo prisionero de sus enemigos los 'gurkos', y actual tullido a causa de esos mismos enemigos. Su humor negro y lacerante es la clave de su personaje, unido a las constantes referencias a su incapacidad para hacer una vida normal.

Los pasos de Glokta sobre las mugrientas losas del suelo marcaban un ritmo constante.
Primero, el golpe seco de su talón derecho, luego el leve toque del bastón y, finalmente, el interminable arrastre de su pie izquierdo, acompañado, como de costumbre, por unos dolores punzantes que le repercutían en el tobillo, la rodilla, las posaderas y la espalda. Golpe, toque y dolor. Ese era el ritmo de su andar.

Por su lado, Nuevededos, apodado 'El Sanguinario', es un bárbaro norteño que trata de dejar atrás un oscuro y sangriento pasado, intentando con ello empezar una nueva vida. Pronto se da cuenta de que no es posible; su pretérito siempre le perseguirá. Pese a ello, es una persona que trata de ver siempre el lado positivo, y aunque opta por evitar siempre la batalla, ésta perpetuamente le acaba encontrando.

— Sigo vivo— gruñó. Vivo, pese a todas las molestias que se habían tomado la naturaleza, los Shanka, los hombres y las bestias. Empapado, con la espalda pegada al suelo, rió entre dientes. Una risa aflautada acompañada de una especie de gorgoteo. Digamos una cosa de Logen Nuevededos: es un superviviente.

Hay otros muchos personajes: Jezal dan Luthar, Ferro Maljinn, Bayaz (el Primero de los Magos), Collem West (otro de mis favoritos), en una trama que trata de alejar los clichés de la fantasía medieval.

Quiero resaltar algo que pocas veces he visto en una novela. Me pasa muchas veces que, cuando acaba la trama, quedan muchas preguntas por responder, muchas incógnitas que desvelar, mucho barullo que explicar. Entiendo que muchos autores lo hagan a propósito para dejar un hilo de ambigüedad, o para dejarlo todo en manos de la imaginación del lector (como en la película Origen, donde no se sabe si la peonza acaba cayendo o no); pero hay muchas otras novelas que dejan muchas cosas sin solucionar de forma que el lector queda con ganas de una explicación final. Pues este no es el caso de La Primera Ley. La trama concluye a falta de unas sesenta páginas para el final, con tan sólo unos flecos por resolver, y ese espacio final queda destinado a la explicación de todo lo que faltaba por responder (que no es poco). He de decir que me gustó mucho el final de esta trilogía.