Erik
Los relámpagos comenzaban a difuminarse
a su espalda, y el sonido de los truenos era cada vez más vago, tanto que el
último ya no se había dejado escuchar. El cielo estaba totalmente ocupado
todavía por unos nubarrones tan oscuros como amenazadores. Levantó su mirada
imperceptiblemente para certificar que la tormenta había pasado. A su lado, uno
de los marinos temblaba todavía, y oteaba el entramado borrascoso con expresión
de recelo.
Con el paso de las olas, el mar se
calmaba, el viento remitía, y el horizonte comenzaba a esclarecerse, quién sabe
si por las nubes que continuaban marchándose o porque la noche, guerrera como
él, estaba por fin entregando el testigo a un nuevo día. Poco a poco, Erik
comenzó a distinguir a lo lejos, en los confines de lo que su vista alcanzaba,
algo que podía ser tierra firme. Según sus cálculos, y conforme a lo que le
habían asegurado, así debía ser. La luminosidad iba en aumento y él cambió el
peso de uno a otro pie, inquieto. En cualquier caso, no tanto como para separar
las manos, que permanecían entrelazadas a su espalda, guardando una pose que
infundiera valor a sus acompañantes.
En efecto, a unos cientos de metros
avistó tierras desconocidas, esas tierras que ya se había intentado alcanzar
años atrás, pero nadie había dado con ellas. Llevaban semanas de navegación, y
lo que había comenzado como una huida, se fue transformando en una misión con
cada nuevo amanecer. La tierra firme que a Erik le había sido prometida se
mostraba solitaria, oscura y solo perturbada por un oleaje protestón pero
inofensivo. Ni un alma campaba por ella para recibir a la primera exploración
vikinga que se adentraba en ese sombrío paraje.
Erik decidió seguir bordeando la costa,
rumbo al Oeste, en busca del lugar apropiado. No tenía prisa por poner los pies
sobre tierra firme, no ahora que había encontrado un lugar que era para él. Era
preciso identificar el sitio idóneo para clavar su bandera y diseminar a su
gente. Varios ya se habían congregado a su alrededor, expectantes como él ante
el lugar que se les había prometido.
Todavía tardaron unas horas en decidir
dónde encallar la embarcación. La costa giraba siempre a la derecha, hacia el
norte, disfrazada con terrenos mitad tierra, mitad nieve. No era lo que Erik
buscaba. Sin embargo, cuando el desánimo comenzaba a acudir a él, cuando el
fuego de un gran descubrimiento empezó a apagarse, vislumbró unas tierras algo
más escondidas, un serpenteo en el que las aguas jugaban a esconder los
montículos terrosos que la naturaleza había formado. Unos metros más allá, la
orilla ascendía tímida, dando paso a unos pastos verdes que prometían un buen
lugar donde adentrarse, un prometedor paraje donde los suyos pudieran crecer.
Miró a Leif, a su lado, con un yelmo que le quedaba grande, pero que no
conseguía ocultar el brillo de unos ojos empoderados y ansiosos ante lo que
acababan de descubrir.
Fue así como, contemplando un neblinoso
amanecer en tierras desconocidas, observando un ejército de pastos tan verdes
como la esperanza que al fin sentía, decidió que ese lugar tan esquivo como
incierto obtendría el nombre de Groenlandia.
Los primeros días sirvieron para que
Erik y los suyos se aclimatasen. No encontraron habitantes que los
importunasen, por lo visto Groenlandia era un lugar tan pacífico en aspecto
como en ocupación. El clima era frío, pero no tanto como podía esperarse en una
ubicación tan inhóspita y norteña como esa. Había aprendido que la niebla era
una norma, y la lluvia se ocupaba de no ser olvidada presentándose cada poco
tiempo, de manera intermitente.
Erik Thorvaldsson, apodado El Rojo, su familia y los pocos que
habían tenido las agallas suficientes para seguirle, estaban situados en los
recovecos que los fiordos groenlandeses les proporcionaban para resguardarse de
las ráfagas de viento que tenían por costumbre azotar. En pocos días, habían
construido varias cabañas improvisadas con la madera que habían podido
recolectar de los alrededores. Tuvieron que alejarse varios kilómetros para
obtenerla, pero después de una semana de esfuerzo y trabajo repartido entre la
totalidad del grupo, se podía decir que estaban acomodados de manera decente.
Acompañados de lluvia, niebla y viento,
y con la distracción esporádica del Sol o la nieve, pasaron las semanas y los
meses. Erik fue dejando atrás una vida de sangre y violencia, y el exilio
forzoso al que estaba sometido se transformó, por momentos, en unas vacaciones
en tierras lejanas y pacíficas. La pesca y la caza les dieron el sustento que
necesitaban para salir adelante, y el marfil arrebatado a las morsas fue el
principal recurso que hallaron. Todos sabían que en Europa era muy apreciado, y
cuando concluyesen las vacaciones obligatorias podrían comerciar con ello.
Erik disfrutó de su familia como no lo
había hecho antes. Especialmente con Leif, quien ya quería ser un hombre; pronto
marcharía por su cuenta, labrándose su propio camino. El muchacho cazaba,
tallaba marfil y trabajaba como el mejor de sus hombres, y se apreciaba en él
la expresión decidida de quien estaba hecho para liderar.
Cada vez eran más esporádicas las ocasiones
en que las pesadillas por sus pecados acudían a él. Había sido exiliado de
Islandia por varios asesinatos, y no podía decir que no fuera merecedor de
dicho castigo, o de alguno peor. En frío, con cientos de kilómetros de
distancia y meses de reposo, Erik no reconocía al hombre despiadado que había
perpetrado esos crímenes. No obstante, no se engañaba en absoluto y sabía que,
en las condiciones requeridas, se volvería a transformar en él. Solamente
trataba de infundir a sus hijos la dureza necesaria para hacer cuanto fuera
necesario para proteger a los suyos, sin la necesidad de cometer las
calamidades que él sí había perpetrado.
Los meses se transformaron en años, y
sus hijos superaron etapas. La pequeña Freydís convirtió la orilla del mar en
su mejor amiga, correteaba esquivando las olas y tratando de cazar pececillos
despistados con sus propias manos. Nunca lo conseguía.
Dicen que el tiempo, cuanto más se
disfruta, más veloz transcurre, y Erik pudo comprobarlo en sus propios huesos.
Su exilio era de tres años, y cuando quiso darse cuenta, se encontraba en el
barco de camino a Islandia, lugar del
que nunca quiso partir, y al que ahora se resistía a volver.
Leif
Leif ajustó el yelmo a su cabeza.
Todavía quedaba ligeramente holgado, pero la mata de pelo que la vestía
ayudaba, en parte, a que no desentonase del todo. El muchacho de doce años que
había puesto rumbo a Groenlandia tres inviernos atrás había agrandado su cuerpo
en ese período de tiempo. La cabeza no tanto, y por ello era que el yelmo
todavía no le encajaba bien, pero él sabía que ese era su yelmo. Desde que su padre lo llevase a casa como premio tras una
dura jornada, cinco años atrás, Leif exigió que ese premio fuera suyo.
Golpeado, esmaltado y, en parte,
oxidado, pero con una marca de sangre que servía de testigo de lo ocurrido. Un
joven Leif de diez años quedó impresionado por ese rastro, todavía pegajoso, y
quiso que el yelmo ocupase su cabeza en adelante.
De vuelta al presente, la embarcación
que les devolvía a Islandia contaba con solamente cinco personas: Erik, sus dos
mejores hombres, el propio Leif y su hermana pequeña, Freydís. El por qué
llevar a la niña de cinco años con ellos era un misterio para él. Quizás su
padre se estaba ablandando, como decían en Groenlandia. A él se le había asignado
la tarea de cuidar de ella, que podía parecer fácil, pero Freydís no era como
cualquier otra niña.
El viento enfurecido hacía que las velas
del barco restallasen, y Leif trataba de mantenerse en pie con ambas manos
entrelazadas a su espalda, tal y como hacía su padre. Todos le veían como el
hijo que cogería las riendas cuando las fuerzas de Erik el Rojo flaqueasen, y
él se sentía más que dispuesto para cuando llegase ese momento. Un cielo tan
despejado como desconocido era el Sol les brindaba una mañana espléndida para
el retorno al país que los expulsó varios años atrás. Su padre les había
hablado acerca del rencor: no lo quería con ellos, quería que comenzasen de
cero, y quería captar al mayor número de gente posible para que les acompañase
de vuelta a Groenlandia. Quería formar una familia mayor, quería que sus
tierras verdes pertenecieran, por completo, a su gente.
Las costas de una Islandia preciosa se
acercaron a una velocidad tediosa. Las aves revoloteaban sobre el mar, trazando
unos surcos tan impredecibles como el futuro más próximo de los tripulantes del
navío. Una vez en el destino, una pequeña multitud se había congregado al
reconocer la embarcación de Erik el Rojo. Lo amarraron y desembarcaron ante una
creciente expectación. Los niños tiraban de la mano de sus ascendientes, y se
formó un círculo que rodeaba a los navegantes. El último en bajar fue su padre,
quien lanzó un gran saco de tela al suelo, haciendo retroceder a su público. A
causa del empuje, el saco se abrió y se desperdigaron decenas de colmillos de
marfil.
—¡Amigos! —Vociferó Erik, extendiendo
ambos brazos hacia el cielo— Estoy encantado de estar de vuelta con vosotros.
Han sido tres años largos y difíciles —mintió al tiempo que agarraba a su hijo
por el hombro—, pero al fin hemos podido regresar. En este viaje, mi familia y
yo hemos encontrado un lugar maravilloso donde vivir, donde ver cómo los
nuestros crecen, un nuevo lugar que conquistar. Apenas está habitado, y como
podéis ver —indicó con su dedo hacia el saco— hay recursos más que valiosos
para enriquecernos.
—Y si todo es tan perfecto —exclamó una
voz lejana—, ¿por qué has vuelto?
—Buena pregunta, sí señor —Erik entrelazó
ambas manos a su espalda y comenzó a caminar en torno al público—. El lugar del
que venimos es grande, inmenso. Desproporcionado, diría, y solamente somos
quince personas las que lo poblamos. He venido a por vosotros, he venido a que
me acompañéis en esta nueva aventura. Islandia ya es nuestra, ahora tenemos que
expandirnos más. ¿Qué me decís?
Un niño de no más de ocho años se
adelantó y agarró uno de los colmillos del suelo. Lo giró en su mano, y el Sol
lo hizo centellear. Aunque se hubiera tratado de excrementos, con ese Sol que
tanto se agradecía en Islandia, cualquier cosa hubiera parecido valiosa, pero
en este caso, además, lo era. Nadie pensó en los cientos de morsas que habían
visto cómo partes de su cuerpo les eran arrancadas, sino que cada una de las
personas allí presentes observaban los colmillos recordando lo valioso que era
el marfil.
El niño, sucio y descuidado, debía ser
de origen humilde, y Leif observó la tentación en sus ojos. La golosa tentación
de salir corriendo con el colmillo. Estaba pensando en adelantarse a él y
atraparlo, cuando vio una pequeña figura que le robaba la idea y se anticipaba.
Freydís salió corriendo con una velocidad sorprendente y se abalanzó sobre el
niño que ya estaba tratando de confundirse entre el gentío. Era varios años
mayor que ella, y una cabeza más alto, pero esto no fue impedimento para que la
niña le arrebatase el colmillo y le golpease en la cabeza con él. La escena
concluyó con el chaval frotándose el cráneo y el corro de gente riendo y
aplaudiendo.
—Como podéis ver —intervino Erik el Rojo
de nuevo, a pleno pulmón—, en Groenlandia también se puede aprender a ser
valiente, como mi pequeña Freydís.
—Así que Groenlandia, ¿eh?
Erik alzó el colmillo que su hija le
había entregado, y la multitud congregada vitoreó al vikingo que había vuelto
del exilio.
Freydís
Si había algo que había quedado patente
con la ya no tan pequeña Freydís, era que no le faltaba carácter. La más joven
de los hijos de Erik el Rojo siempre había trazado su propio camino, siempre
había marchado por su cuenta, y jamás había necesitado de sus hermanos para
hacerse notar. El episodio en el puerto de Islandia, diez años atrás, había
supuesto el primero de los síntomas, pero muchos más iban a llegar para dejar
claro el talante de la joven. Con seis años seccionaba los colmillos de las
morsas, y con solo ocho, ya se encargaba de quitarles la vida y hacer el resto
del trabajo.
A diferencia de su padre, el temperamento
de Freydís iba en aumento, y en más de una ocasión se le había apreciado una
crueldad de la que carecían alguno de sus hermanos. Nadie la veía como la
sucesora de Erik, quizás fuera por tratarse de una bastarda, quizás por ser una
mujer, pero a ella no le importaba. La ambición que atesoraba no remitía en su
aumento y estaba dispuesta a cualquier cosa por obtener su porción de gloria.
Su cabello rubio se movía de adelante a
atrás, en movimientos repetitivos, mientras ella se esforzaba por arrancar un colmillo
de la morsa que había fallecido unos minutos atrás. La joven tenía la tez
sonrosada por el esfuerzo, y la lluvia que permanecía todo el día acompañándola
parecía estar dándole un pequeño respiro.
—Mañana partiremos —escuchó a Leif, unos
metros atrás— hacia Vinland. Está todo preparado.
—Ten en cuenta —apuntó Erik, cogiéndole
del hombro— que solo es una pequeña incursión, no necesito que ataques ni te
apoderes de nada. Observa lo que hay y tráeme la información.
—Sí, padre —respondió un Leif resignado.
Freydís rio para sus adentros. Por más
señales que le dieran, su padre seguía insistiendo en que Leif fuera el gran
conquistador, el que continuase su legado. No importaba que ella fuese quien
más méritos hiciese, quien más duro trabajase o quien más ambición demostrase,
porque Leif siempre era el elegido para todos los viajes. Quizás algún día su
hermano tuviera éxito, al fin y al cabo era un hombre curtido y muy bien
acompañado, pero ella se sentía desaprovechada, le daba la sensación de estar
perdiendo su plenitud entre colmillos de morsa. Por otra parte se alegraba,
porque nunca acataría un viaje de observación. Freydís no sería jamás una
espía, Freydís sería una colonizadora.
Su hermano se fue, y ella tan solo pudo
resoplar mientras observaba su embarcación alejarse. Disfrutaron de un clima
idóneo, y es que para eso también había tenido suerte. “En fin, que siga siendo
así y que le traigas mucha información”, pensó Freydís para sus adentros,
mientras se daba la vuelta malhumorada.
Pasaron los meses y Leif volvió. Vinland
se presentaba como una tierra próspera, rica en recursos, con un clima
ligeramente mejor que el del Groenlandia y sin aparentes dificultades para su
ocupación. Las misiones se sucedieron, y Leif continuó labrándose un porvenir
bajo el cobijo de Erik. Pero ese cobijo dejó de cobijar, y Erik el Rojo, el
famoso vikingo que había descubierto Groenlandia, murió poco tiempo después. La
familia se sumió en una etapa de indecisión, y cada rama del árbol que su padre
había plantado comenzó a crecer en su propia dirección. Los viajes a Vinland continuaron,
y todos sus hermanos criaron fama y halagos en cada uno de ellos. La idea de
seguir su camino y superarles crecía con el paso de los años, hasta que se topó
con dos mercaderes que compartían sus mismos intereses.
—Llevaremos la misma cantidad de hombres
—propuso Helgi.
—Ni uno más, ni uno menos —coincidió
Finnbogi— ¿Lo tenemos claro?
Ambos desconfiaban entre sí, el uno del
otro, y utilizaban a Freydís como intermediaria. El pacto consistía en viajar
hasta Vinland con tres tropas, de los dos mercaderes y de la propia Freydís,
obtener el máximo botín que pudieran y separarlo en tres partes. La teoría fue
fantástica, pero en la práctica no ocurrió de esa manera.
El aire provocaba que el cabello de
Freydís la vikinga, hija de Erik el Rojo, surcase el viento en dirección a
Groenlandia, su punto de partida. La joven guerrera se sentía incómoda con la
vestimenta marcial que la engalanaba, pero era necesaria, más que para la
acción, para impregnar de su valor a los hombres que la habían querido
acompañar. Los treinta que había acordado con los mercaderes, y los cuarenta
que permanecían agazapados en los recovecos y escondrijos de la nave. Freydís
sonrió. Ellos serían su llave hacia la fama y la gloria.
Notas*En función de la saga consultada (Saga de los Groenlandeses o Saga de Erik el Rojo), Freydís Eiríksdóttir aparece como hija legítima o bastarda de Erik. Son dos versiones que se contradicen, pero yo he elegido a la hija bastarda, porque le da un punto más de sentido al carácter arrebatador de la famosa guerrera.*La mayoría de lo relacionado con el número de personas que aparece en el relato (en las expediciones o los viajes) es totalmente estimatorio y corre de mi cuenta. La información sobre lo que cuento no abunda, y lo que concierne a los números he tenido que ajustarlo en función a lo consultado en otros viajes del mismo tipo.*Aunque los hechos troncales del relato son verídicos (descubrimiento de Groenlandia por parte de Erik, primer viaje de Leif a Vinland o la expedición de Freydís) hay alguna de las escenas que es de mi invención.
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