domingo, 12 de mayo de 2019

El mapa matemático - #ZendaAventuras


La primera gota de una lluvia inesperada cayó desde el cielo que, paradójicamente, estaba despejado. Una lejana nube debía de ser la culpable de ese envío. Luis ignoró la climatología y volvió su vista de nuevo hacia el mapa. Ese mapa arrugado y envejecido que encontró en el desván al que nunca debió subir. Ya no era un niño, desde luego, pero recordaba la insistencia de sus padres: “nunca hurgues en los trastos de la buhardilla”. La frase que le acompañó toda una infancia.
Pero todo había cambiado.
Sus padres habían muerto, y algo le indicaba que la respuesta podría encontrarla allí, en los trastos de la buhardilla.
Luis tenía ya diecisiete años, en apenas unos meses llegaría a la mayoría de edad, pero hasta entonces, tendría que convivir con su tía Yolanda, que llevaba años sin hablar con ellos. A efectos legales no importaba, y por lo tanto, tenía a una absoluta desconocida campando por su hogar, haciendo, deshaciendo y lanzando miradas codiciosas por cada rincón de la casa. Su tía no era una buena persona. Se lo habían dicho sus padres, y él mismo lo había comprobado en la última semana. Había encontrado una oportunidad de oro para manejar a alguien a su antojo, y no parecía querer desaprovecharla.
Sin embargo, él también decidió transformar su comportamiento, y no iba a dejarse avasallar por la intrusa que había en su casa. No estaba por la labor de escuchar sus impertinencias, y no iba a convertirse en el criado de nadie, como ella pretendía.
Un par de noches atrás, cuando todo era silencio, Luis se escabulló, desplegó la escalera que subía hacia el desván y, sintiendo una punzada en el corazón, comenzó a rebuscar.
Primero lo hizo de manera ordenada, separando los papeles y cachivaches por cajas, pero comenzó a ofuscarse por no hallar nada que le acelerase el corazón, y en unos minutos, todo cuanto había a su alrededor era un revoltijo. El calor de una noche veraniega, junto al nerviosismo de la propia situación, provocaron que varias gotas de sudor descendiesen por el rostro de Luis.
Cuando ya estaba recogiendo, a su manera, la ristra de cuadernos y demás objetos, uno de ellos llamó su atención. Una libreta gruesa, vieja y deteriorada tenía el gusanillo lateral rodeado, en zigzag, por un lazo rojo. Estaba deshilachado en sus extremos, pero a pesar del tiempo transcurrido, llamaba la atención. Abrió el cuaderno y comenzó a pasar las páginas, que carecían de sentido para él. Tan solo eran unas enrevesadas operaciones matemáticas, ejercicios de la infancia de su padre o madre, supuso. Agachó la cabeza, apesadumbrado de nuevo, y sintió cómo una nueva gota de sudor, una lágrima quizás, pues ambas se habían mezclado, caía desde su nariz hasta impactar con un papel que estaba doblado en cuatro. ¿De dónde había salido ese papel? Tenía que haberse caído al abrir el cuaderno, porque anteriormente había recogido todo lo demás.
Con inquietud, abrió el papel, antiguo como todo lo demás, amarillento y con los bordes arrugados. Resultó ser un mapa.

¿Un mapa? ¿Y qué hago yo con esto?

Aunque la respuesta era obvia, Luis tardó un par de minutos en asimilarla.
El mapa era de lo más básico. Unas pocas líneas entrecruzadas y unas escuetas letras que diferenciaban varios de sus bloques. Se preguntó si el cuaderno de operaciones matemáticas tendría algo que ver, o si solamente era un lugar en el que esconder el mapa. Estuvo unos minutos cotejando uno y otro, pasando las páginas, dándole trabajo a su cerebro somnoliento. Nada tenía sentido. ¿O sí?
El mapa estaba formado por cinco bloques nombrados con las vocales: A, E, I, O y U, mientras que el cuaderno tenía otras tantas secciones donde el resultado a obtener eran las mismas vocales. Esas secciones estaban desordenadas. La sección cuya respuesta era A se encontraba en tercer lugar, y fue a buscarla pasando las hojas.
Luis y las matemáticas siempre habían sido enemigos de los más enconados. Esperaba que la solución al mapa no pasase por hallar el resultado a la ecuación, porque de ser así, ya podía acostarse en su cama. Buscó entre letras y números, como si estuviese intentando traducir un manuscrito en sánscrito. Sus padres nunca habían sido eruditos de las matemáticas, no tenían especial importancia para ellos, ni guardaban entre los papeles ningún otro tipo de apunte de estudios. Por lo tanto, las matemáticas no deberían ser la respuesta.
Tardó un mundo en darse cuenta. ¿Cómo no lo había visto? Separando las letras mayúsculas de las minúsculas, compuso una frase. La frase A. Continuó con el resto de letras, hasta obtener cinco oraciones. Las puso en orden, y consiguió lo que necesitaba.
Hacía ya dos horas desde que Luis saliera de su casa. El cielo despejado estaba mudándose, las gotas de esa lluvia inesperada comenzaban a hacerse notar y un viento molesto azotaba a ráfagas en lo alto de la montaña. Una pequeña y antigua casa se presentaba ante sí. Hacia allí le habían guiado el mapa y las ecuaciones, hacia la casa de la que había oído hablar en esporádicas ocasiones a sus padres.
Todavía no sabía qué se iba a encontrar allí, ni si tenía relación con sus muertes. Quizás estuviese desperdiciando unas preciosas horas de sueño, pero era tarde para recular. Se aproximó a la puerta de madera y la tanteó. No estaba cerrada. Era una casa abandonada en apariencia. Avanzó un paso, y comprobó que la completa oscuridad le prometía un destino incierto. Dio otro paso más, atrás quedó el viento y la lluvia creciente, y el silencio se hizo más presente. El crujido de un tablón en el suelo anunció su tercer paso, y Luis enmudeció.

—Tus padres tenían razón —escuchó una voz familiar a su espalda—. No ibas a quedarte quieto.

Luis se giró y observó la silueta de su tía Yolanda, empuñando un cuchillo.
Un cuchillo de su propia cocina que apuntaba hacia él.



1 comentario:

Unknown dijo...

Podría decirte muchas cosas. Que tus escritos me asombran. Que tienes un diccionario amplísimo. Que entrelazas los pensamientos con total armonía... En fin, que me gusta cómo escribes. Me siento orgulloso de ser tu padre.