La
primera gota de una lluvia inesperada cayó desde el cielo que, paradójicamente,
estaba despejado. Una lejana nube debía de ser la culpable de ese envío. Luis
ignoró la climatología y volvió su vista de nuevo hacia el mapa. Ese mapa
arrugado y envejecido que encontró en el desván al que nunca debió subir. Ya no
era un niño, desde luego, pero recordaba la insistencia de sus padres: “nunca
hurgues en los trastos de la buhardilla”. La frase que le acompañó toda una
infancia.
Pero todo había cambiado.
Sus padres habían muerto, y algo le
indicaba que la respuesta podría encontrarla allí, en los trastos de la
buhardilla.
Luis tenía ya diecisiete años, en apenas unos meses
llegaría a la mayoría de edad, pero hasta entonces, tendría que convivir con su
tía Yolanda, que llevaba años sin hablar con ellos. A efectos legales no
importaba, y por lo tanto, tenía a una absoluta desconocida campando por su
hogar, haciendo, deshaciendo y lanzando miradas codiciosas por cada rincón de
la casa. Su tía no era una buena persona. Se lo habían dicho sus padres, y él
mismo lo había comprobado en la última semana. Había encontrado una oportunidad
de oro para manejar a alguien a su antojo, y no parecía querer desaprovecharla.
Sin embargo, él también decidió transformar su
comportamiento, y no iba a dejarse avasallar por la intrusa que había en su
casa. No estaba por la labor de escuchar sus impertinencias, y no iba a
convertirse en el criado de nadie, como ella pretendía.
Un par de noches atrás, cuando todo era
silencio, Luis se escabulló, desplegó la escalera que subía hacia el desván y,
sintiendo una punzada en el corazón, comenzó a rebuscar.
Primero lo hizo de manera ordenada,
separando los papeles y cachivaches por cajas, pero comenzó a ofuscarse por no
hallar nada que le acelerase el corazón, y en unos minutos, todo cuanto había a
su alrededor era un revoltijo. El calor de una noche veraniega, junto al
nerviosismo de la propia situación, provocaron que varias gotas de sudor
descendiesen por el rostro de Luis.
Cuando ya estaba recogiendo, a su manera,
la ristra de cuadernos y demás objetos, uno de ellos llamó su atención. Una libreta gruesa,
vieja y deteriorada tenía el gusanillo lateral rodeado, en zigzag, por un lazo
rojo. Estaba deshilachado en sus extremos, pero a pesar del tiempo
transcurrido, llamaba la atención. Abrió el cuaderno y comenzó a pasar las páginas,
que carecían de sentido para él. Tan solo eran unas enrevesadas operaciones
matemáticas, ejercicios de la infancia de su padre o madre, supuso. Agachó la
cabeza, apesadumbrado de nuevo, y sintió cómo una nueva gota de sudor, una lágrima
quizás, pues ambas se habían mezclado, caía desde su nariz hasta impactar con
un papel que estaba doblado en cuatro. ¿De dónde había salido ese papel? Tenía
que haberse caído al abrir el cuaderno, porque anteriormente había recogido
todo lo demás.
Con inquietud, abrió el papel, antiguo como
todo lo demás, amarillento y con los bordes arrugados. Resultó ser un mapa.
—¿Un mapa? ¿Y qué hago yo con esto?
Aunque la respuesta era obvia, Luis tardó un par de minutos en
asimilarla.
El mapa era de lo más básico. Unas pocas líneas
entrecruzadas y unas escuetas letras que diferenciaban varios de sus bloques.
Se preguntó si el cuaderno de operaciones matemáticas tendría algo que ver, o
si solamente era un lugar en el que esconder el mapa. Estuvo unos minutos
cotejando uno y otro, pasando las páginas, dándole trabajo a su cerebro
somnoliento. Nada tenía sentido. ¿O sí?
El mapa estaba formado por cinco bloques
nombrados con las vocales: A, E, I, O y U, mientras que el cuaderno tenía otras tantas secciones
donde el resultado a obtener eran las mismas vocales. Esas secciones estaban
desordenadas. La sección cuya respuesta era A se encontraba en tercer lugar, y
fue a buscarla pasando las hojas.
Luis y las matemáticas siempre habían
sido enemigos de los más enconados. Esperaba que la solución al mapa no pasase
por hallar el resultado a la ecuación, porque de ser así, ya podía acostarse en
su cama. Buscó entre letras y números, como si estuviese intentando traducir un
manuscrito en sánscrito. Sus padres nunca habían sido eruditos de las matemáticas,
no tenían especial importancia para ellos, ni guardaban entre los papeles ningún
otro tipo de apunte de estudios. Por lo tanto, las matemáticas no deberían ser
la respuesta.
Tardó un mundo en darse cuenta. ¿Cómo no lo había
visto? Separando las letras mayúsculas de las minúsculas, compuso una frase. La
frase A. Continuó con el resto de letras, hasta obtener cinco oraciones. Las
puso en orden, y consiguió lo que necesitaba.
Hacía ya dos horas desde que Luis saliera de
su casa. El cielo despejado estaba mudándose, las gotas de esa lluvia
inesperada comenzaban a hacerse notar y un viento molesto azotaba a ráfagas en
lo alto de la montaña. Una pequeña y antigua casa se presentaba ante sí. Hacia
allí le habían guiado el mapa y las ecuaciones, hacia la casa de la que había oído
hablar en esporádicas ocasiones a sus padres.
Todavía no sabía qué se iba a encontrar allí, ni
si tenía relación con sus muertes. Quizás estuviese desperdiciando unas
preciosas horas de sueño, pero era tarde para recular. Se aproximó a la puerta
de madera y la tanteó. No estaba cerrada. Era una casa abandonada en
apariencia. Avanzó un paso, y comprobó que la completa oscuridad le prometía un
destino incierto. Dio otro paso más, atrás quedó el viento y la lluvia
creciente, y el silencio se hizo más presente. El crujido de un tablón en el
suelo anunció su tercer paso, y Luis enmudeció.
—Tus padres tenían razón —escuchó una
voz familiar a su espalda—. No ibas a quedarte quieto.
Luis se giró y observó la silueta de su tía Yolanda,
empuñando un cuchillo.
Un cuchillo de su propia
cocina que apuntaba hacia él.
1 comentario:
Podría decirte muchas cosas. Que tus escritos me asombran. Que tienes un diccionario amplísimo. Que entrelazas los pensamientos con total armonía... En fin, que me gusta cómo escribes. Me siento orgulloso de ser tu padre.
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