lunes, 31 de octubre de 2016

El cementerio - Miedo #2

La lápida, fría como un glaciar, estaba en permanente contacto con su rostro. Marco no despegaba la cara de él, y las lágrimas caían sin filtro alguno desde sus ojos. También moqueaba, y su respiración entrecortada le hacía atragantarse y toser esporádicamente.
Se negaba a despedirse. “Todavía no, no tan pronto”.
No por anunciado, el dolor había sido menor, y papá había cedido al fin a la súplica de acudir a despedirse del abuelo. Esperaba, unos metros atrás, a que Marco terminase de gimotear y de dar débiles golpes al mármol. Mamá le había dicho que ya era mayor, que tenía seis años y que debía asumir que todos tenemos que irnos al cielo algún día. Su abuelo había vivido mucho, y no todo el mundo tenía esa suerte.
Por el camino, se habían cruzado con varios grupos de gente, disfrazados de esqueleto, calabaza o momia. Algunos llevaban unas espadas muy raras, y papá le había dicho que se llamaban guadañas. Vaya nombre más raro. Era treinta y uno de octubre, y a la gente le gustaba disfrazarse para dar miedo a los demás. El año anterior, Marco y su abuelo habían ido a pedir chucherías por el vecindario, se lo había pasado genial.
Había perdido la noción del tiempo, y una ligera bruma danzaba por el ambiente, difuminando las lápidas que lo rodeaban. Los grupos de chicos que saltaban y reían disfrazados unos metros más allá habían desaparecido, y el silencio había apartado cualquier posible distracción que pudiera despistarle. Marco se giró, y descubrió que no había nadie a su espalda.

-¿Papá? ¿Estás ahí? –silencio- ¿Papá?
-Marco…
-¿Quién es?
La voz venía desde abajo, atravesaba la lápida para llegar a sus oídos.
-¿Abuelo?
-No llores, cariño.

Marco no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. No podía ser real, y sin embargo, el sonido era claro, y la voz inconfundible. El abuelo le hablaba a través del mármol.
La noche de los espíritus no era tan terrorífica como se anunciaba en televisión o en los carteles de la calle; de hecho, para Marco representó una de las noches más entrañables de su vida. Habló durante horas con el abuelo, que trató de consolarlo, de justificar que era el momento adecuado para su marcha, y le dijo que debía ser fuerte y crecer tranquilo, ser una persona responsable y hacerse tan mayor como él.
Recordaron experiencias, repasaron navidades, veranos, regalos y abrazos. Le habló, una vez más, de la abuela, a la que Marco no había conocido, y le pidió que cuidase de mamá y papá, porque todo el mundo necesita alguien que cuide de él. El niño le prometió eso, y le suplicó una vez más que no se fuera, aun sabiendo que no era una opción.

-Hemos tenido suerte –afirmó el abuelo- de la noche que es. Me han dejado venir a hablar contigo, pero ahora debo despedirme.

Tras susurrar cuánto lo quería, el abuelo se esfumó envuelto en niebla, filtrándose a través de los resquicios que el mármol le proporcionaba. Marco derramó una lágrima más sobre la lápida, se secó la cara con ambas manos, y se giró. Su padre permanecía en pie, ajeno a cuanto había sucedido.

-¿Nos vamos ya, Marco? –preguntó.
-He hablado con el abuelo –afirmó él, irguiéndose, y enviando una última mirada al suelo.
Sintió cómo la mano de papá acariciaba su pelo.
-¿Sí, cariño? ¿Y qué te ha dicho?
-Que os cuide. Y dice que me puedo quedar con su colección de monedas.
Su padre rio y le revolvió el pelo.
-Muy bien –confirmó-, mañana la llevaremos a tu habitación. ¿Te parece?
-Vale –asintió Marco, complacido.

De esta manera, padre e hijo abandonaron el cementerio. La noche despuntaba sobre un cielo impoluto en el que las estrellas brillaban y la luna lo dominaba todo a su alrededor. No había una sola nube, y la claridad que el astro desplegaba en torno a sí iluminaba los árboles que decoraban el camposanto. Los jóvenes seguían tratando de sembrar el pánico en la ciudad, pero Marco no tenía miedo. Una amplia sonrisa adornaba su rostro, y la noche de los espíritus cobró un significado totalmente puro para él.





El reflejo - Miedo #1

La puerta certificó su alivio con un sonido seco al cerrarse. Todo había concluido.
“En realidad –pensó Sara-, solamente acaba de comenzar”.
Sacó el cuchillo del bolsillo, la hoja seguía empapada en sangre. Un atisbo de remordimiento acudió a su mente, pero se excusó a sí misma, porque ella se lo había buscado.
Era la primera vez que le arrebataba la vida a alguien, y la adrenalina se agolpaba en sus sienes, martilleándolas. Sin embargo, una permanente sonrisa vestía su expresión, tras haber culminado la obra que llevaba meses madurando.
Un relámpago iluminó la estancia, imperturbable hasta el momento, y el trueno que le siguió rugió de manera tan estruendosa que sus ojos se abrieron del susto. Guio sus pasos, a oscuras, hacia el cuarto de baño, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra que reinaba en el hogar.
Comenzó a desvestirse, lanzando toda la ropa al suelo. Su nula experiencia en el arte de matar la hizo dudar sobre si lavarla, quemarla, romperla o simplemente tirarla a la basura. Algo le dijo que el fuego era la respuesta adecuada, pero lo primero que necesitaba era darse una buena ducha. Cogió su teléfono y abrió el reproductor de música, pinchó en la canción que tenía en la mente; sí, sin duda era la melodía perfecta. Cuando Freddie Mercury comenzó a cantar, nuestra protagonista entonó con él:

-Mama, just killed a man…

Antes de ser consciente de ello, estaba cantando a pleno pulmón, abrigada en la oscuridad que la noche le brindaba. No quiso encender ninguna lámpara, durante esa velada quería que la intimidad fuera absoluta. Su cuerpo desnudo se movía a uno y otro lado, y su pelo lacio le acariciaba los hombros, mientras ella acompañaba la interpretación del piano. Un relámpago volvió a alumbrar el cuarto de aseo, y la música cesó de repente. El canto desafinado que estaba entonando se mantuvo durante un breve instante en el aire, sorprendido, acongojado.

-Pero, ¿qué…?

Agarró el teléfono, creyendo que quizás la batería había dicho ‘basta’, pero no era el caso. Volvió a pinchar en Bohemian Rhapsody, aunque esta vez dejó que Freddie cantara a solas. Se convenció de que el aparato se había vuelto loco, al fin y al cabo, la tecnología fallaba a todas horas.
Sus ojos apuntaron hacia el espejo; las manchas de barro le adornaban los brazos, la cara y el cuello. “Enterrar a tu mejor amiga es un trabajo de lo más sucio”. Cuando, inconscientemente, volvía a tararear la canción, un nuevo rayo mudó su semblante y dio luz a la estancia. Freddie Mercury volvió a callar, y Sara vio un reflejo en el espejo, tras de sí. Lanzó un grito de terror y dio varios pasos hacia atrás, sin pensar que, en lugar de alejarse de lo que la atemorizaba, estaba acercándose.
Se giró, pero el cuarto de baño estaba a oscuras, y no pudo ver nada. Corrió hacia el interruptor, pero al pulsarlo, la penumbra se mantuvo.
“Contrólate, Sara”, se dijo. “Con la tormenta, se ha ido la luz, y hace tiempo que debería haber cambiado ese estúpido teléfono”.
Salió del aseo y, titubeando, recorrió el largo pasillo que la separaba del cuadro de luces. Accionó el interruptor correspondiente y se hizo la luz en su hogar.

-¿Ves? –se recriminó.

El miedo abandonó su cuerpo, y más tranquila, caminó de vuelta, decidida a meterse en la ducha. El tiempo de cantar había pasado, solamente quería purificarse y quemar la ropa que podía testificar en su contra. La canción de Queen, ignorando sus deseos, volvía a sonar a un volumen ensordecedor, pero cuando pisó el cuarto de baño, la música se detuvo una vez más, y las luces de la casa se volvieron a venir abajo.

-Esto no me gusta.

El enésimo rayo consiguió que un escalofrío recorriese su espalda, y cuando fue a recoger la ropa, decidida a marcharse espantada por el pánico, vio la cara del terror reflejada nuevamente en el espejo. Sara profirió un grito que hizo que las prendas cayesen al suelo, y la puerta se cerró con un golpe seco. Se abalanzó e intentó abrirla, pero tuvo que tirar de ella tres veces para conseguirlo. Horrorizada, corrió hacia la calle sin reparar siquiera en la desnudez que seguía exhibiendo. Nada le importaba, sólo quería huir.
Abrió la puerta y salió al jardín, donde la lobreguez se mantenía intacta. Sus piernas se apresuraron hacia el lugar del crimen, pues tenía que espantar sus temores, tenía que confirmar que el cadáver seguía en su sitio. No podía ser verdad lo que el espejo le había enseñado. Cuando llegó al centro del terreno, un gran agujero fue cuanto encontró. No había cuerpo.

-¿Cómo puede ser? –gritó al cielo, desde cuyo techo caía una lluvia torrencial.
-Sara –susurró una voz a su espalda.

Cuando se giró, no vio a nadie, pero una violenta ráfaga de viento la tumbó en el agujero donde su víctima yacía minutos atrás.

-No, no, ¡no! –gritaba al viento, y sintió cómo el barro trataba de enterrarla.

La tierra comenzó a entrar por su boca, sus ojos, su nariz, mientras ella sollozaba impotente, estéril y aterrada ante la sucesión de incomprensibles acontecimientos.
Un segundo antes de perder el conocimiento, tan sólo el instante previo a dejar de respirar, supo que, a pesar de todo, el destino le entregaba la cosecha de lo que había sembrado.



miércoles, 31 de agosto de 2016

Verano #2

¡Nos vamos de viaje! Empiezo a mover la cola de la emoción, como siempre que salimos a algún sitio. Rafa engancha la correa a mi collar, subo de un salto al asiento del coche, y escucho cómo el cinturón hace clic. ¡Nunca se le olvida abrocharlo! Tras los primeros minutos de inquietud, decido acostarme.
Agradezco las ventanillas bajadas, porque de esa manera el aire me impacta en la cara; me incorporo de nuevo, abro la boca y saco la lengua. Acerco mi cara al cristal trasero, y veo cómo las casas del vecindario quedan atrás a gran velocidad. Intento acercarme a Rafa, pero la correa no llega hasta él.

-¡Síentate, Casper!

Obedezco, aunque esta vez no haya comida de por medio. Rafa no está contento hoy, no me ha acariciado todavía, pero al menos el cuenco de pienso estaba más lleno que de costumbre. No he visto tampoco al pequeño Martín; seguro que él me habría acariciado mientras desayunaba, es una apuesta segura. Yo, a cambio, siempre le lamo las piernas como agradecimiento, y él acaba riéndose escandalosamente. El ciclo de una mañana cualquiera. Luego todos se van y yo me tumbo en el sofá, aunque sé que con ello me ganaré una riña.
El coche va más rápido de lo normal, parece que tenemos prisa. Miro otra vez por la ventana, y no reconozco el camino: veo árboles y hojas, un buen sitio para jugar. Buena elección, Rafa, tú sí que sabes. Después de un par de giros que me hacen tambalear, el coche frena y siento cómo acabamos deteniéndonos por completo. Rafa baja del coche y da la vuelta para acudir a mi puerta. La abre, me libera del cinturón y salto del asiento en una estampida vertiginosa. Hay sombra gracias a los árboles que he visto desde el coche, así que puedo correr y correr sin cansarme mucho. Rafa camina detrás de mí, y nos alejamos del coche. Veo que lleva una chuchería en la mano, y sé que es para mí. Me relamo pensando en cuándo me la dará, e inconscientemente me ciño al paso de Rafa, que ahora camina a mi lado. Sigue sin acariciarme, pero yo me concentro en lo que guarda en su mano.
“No lo escondas, no, que ya lo he visto”.
Ya hemos caminado mucho cuando veo que Rafa mira alrededor, y yo hago lo mismo. No hay nadie, no sé por qué Rafa ha tenido que mirar para comprobarlo. Estamos en un amplio claro, y ahora el sol sí consigue castigarnos con el calor del verano, aunque agradezco la brisa que sigue azotándome, y levanto el hocico para disfrutarla.
Rafa sigue cabizbajo, pero se arrodilla para estar a mi altura. Menos mal, empezaba a pensar que estaba enfadado conmigo, y llevo ya muchos días sin morder sus zapatillas. Me mira a la cara, pero inmediatamente agacha la cabeza. Decido darle un lametón en la cara para alegrarle, pero esta vez no sonríe. Él pone las manos bajo mi cabeza y agarra el collar. Con un hábil movimiento, suelta la hebilla que siempre me sujeta el cuello, y siento cómo la eterna opresión de la cinta de piel cede y me libera.
Rafa se levanta, y yo me levanto. ¿Ya nos vamos?
“No te olvides de la chuchería, Rafa, yo no lo he hecho”.

-Siéntate, Casper –murmura Rafa, señalando al suelo con su dedo.

Obedezco. Una chuchería está en camino, y con eso no se juega. Veo cómo una lágrima cae de los ojos de Rafa, y me parece raro. Nunca había visto esa expresión en su cara. Gimo un poco para que sepa que estoy ahí, y Rafa abre los ojos tras secárselos. Comprueba que sigo sentado, y tiende su mano, en la que está mi premio. Ávidamente abro mi boca y atrapo el manjar con delicadeza, saboreándolo, pero devorándolo en apenas un segundo. ¿No hay más?
Rafa da un paso atrás. Yo, frente a él, doy uno adelante.

-Quieto, Casper.

Obedezco. Quizá tenga más premios en los bolsillos del pantalón.
Rafa da otro paso atrás. Yo permanezco sentado.
Otro paso más.
Otro.
Vuelvo a relamerme el hocico, pero cada vez veo a Rafa más lejos. Me levanto y doy un paso hacia él.
-¡Quieto, Casper! –chilla Rafa, con nuevas lágrimas brotando de sus ojos.

Me siento otra vez. Veo cómo Rafa da otro paso más, y mi collar tintinea en la lejanía.

-Quieto, ¿eh? –repite Rafa, esta vez más sereno.

Me remuevo, pero permanezco en el sitio.
Rafa se gira y comienza a caminar con rapidez. Siento la tentación de seguirlo, pero recuerdo su orden, y me quedo quieto. Habrá ido a por otra chuchería, o tal vez estamos jugando.
Pasan unos minutos, y me siento.
¿Estaba tan lejos el coche?
Ladro.

¿Rafa?

Verano #1

Mientras mamá preparaba las maletas, Félix correteaba de un lado para otro, agitado ante el momento que había ocupado su mente las últimas dos semanas. Él tenía la misión de elegir qué juguetes iba a llevar en su mochila, y era una tarea de lo más difícil: ya había guardado en ella sus dos favoritos, el dragón que rugía al apretar un botón, y el robot cuyos ojos se iluminaban al hacer lo propio. El problema llegaba justo entonces, cuando el espacio de la mochila menguaba y todavía faltaba una larga lista de juguetes por ser escogidos.

-¡Félix, nos vamos!

Las prisas atacaron ante el aviso de mamá, y es que cualquier decisión que tomase le dejaría un sabor agrio en su paladar. El león siempre sería una gran elección, ya que el rey de la manada podría causar impresión en el pueblo de sus primos: a la mochila. El futbolista, una figura del famoso Marcos Estévez, cayó derribado con el movimiento, o quizá humillado por no haber sido elegido. Ya sólo quedaba espacio para un juguete más, y una bombilla se iluminó en su cabeza cuando reparó en el coche deportivo. ¿Cómo había podido olvidarlo? Un verano sin los giros bruscos en su trayectoria, o sin el potente bramido emulado por su propia voz, no sería un verano perfecto, como el que Félix planeaba tener. Rio exaltado al pensar en los gritos de la abuelita Milagros cuando el coche rodase por el sofá de piel de su salón.

-¡Félix!
-¡Voy, mamá!

Nunca había que esperar hasta la tercera llamada de mamá. Sellada su decisión, cerró con esfuerzo la cremallera de su mochila, pues una de las ruedas del coche sobresalía, y la cargó en su espalda. Bajó las escaleras de dos en dos y encontró a mamá con los brazos en jarras. Su mirada ceñuda no tardó en convertirse en una amplia sonrisa, que dejaba claro que, por fortuna, el enfado no era de verdad.
Se sentó de un salto en la silla de la cocina, y comenzó a llenar su cuenco de cereales. Los masticaba al tiempo que pensaba en el pueblo: sus primos Noel y Silvia se sorprenderían al ver cuánto había crecido, ya pasaba de un metro y diez centímetros. Papá decía que eso era mucho, y que dentro de poco ya sería más alto que mamá. Se reía cada vez que lo decía, aunque Félix no sabía por qué. Cuando terminó de devorar los cereales, preguntó:

-¿Nos vamos ya?
-Pregunta a tu padre.
-Voy.
Salió de la cocina y corrió el pasillo hasta llegar al baño, donde papá se estaba echando colonia.
-¡Vámonos, papá!
-¿Has elegido los juguetes?
-Sí, ya están en la mochila.
-¿Cuáles?
-El dragón, el robot y el coche.
-¿Has dejado fuera a Estévez?
-¡Es que no cabía! ¿No me dejas llevarlo?
-Ya sabes lo que dijimos: sólo los que quepan en la mochila.
-Entonces Estévez se queda –dijo Félix, apenado.
-Bueno, dile a mamá que nos vamos ya.

De nuevo, volvió a trotar por el pasillo. Mamá estaba recogiendo los platos del desayuno. Cuando terminó, agarró la mochila de Félix y la puso en la puerta, junto al resto de maletas. Papá vino por el pasillo, lo que significaba que el viaje iba a comenzar. Cogieron las maletas, y Félix hizo lo propio con su mochila. Una vez en el asiento del coche, mamá le abrochó el cinturón y le dio un beso. En cuanto hubieron recorrido los primeros kilómetros, los párpados de Félix se cerraron, vencidos por el sueño.
Despertó con el salto del coche en un bache, y descubrió que papá le sonreía por el retrovisor.

-¿De qué te ríes? –preguntó Félix, desconcertado.
-Tu amigo y tú habéis dormido mucho –contestó, ensanchando su sonrisa.
-¿Qué amigo? –volvió a preguntar, pero la mirada de su padre le hizo girar la cabeza hacia el asiento.
-¡Estévez! –alargó el brazo y tomó el muñeco del futbolista- Pero ¡no cabía en la mochila!
-Creo que por esta vez podemos hacer una excepción –respondió mamá.
-¡Gracias!


Y así, con la figura del juguete que tenía que quedarse en casa aferrada entre sus dedos, el viaje de Félix siguió su curso, con la certeza de que, ahora sí, iba a ser un verano inolvidable.

jueves, 26 de mayo de 2016

Concurso literario #amanecer

Es de agradecer que, de vez en cuando, se promocionen oportunidades como la que hoy nos ocupa. Gracias a Zenda y patrocinado por Iberdrola, nos encontramos ante un concurso literario con un amplísimo abanico de posibilidades. Pocas son sus restricciones:

    1. El relato debe contener la palabra amanecer.
    2. La extensión del mismo debe estar comprendida entre cien caracteres y mil palabras.

Y bien, un servidor ha decidido participar con varios relatos. Como soy hombre dado a dilatarme en la escritura, el relato con menos extensión de los seis que he presentado, ocupa 512 palabras, por las 994 del más largo de ellos.

Quedan presentados a continuación.

Un saludo.


Amanecer #6

El rocío perlaba su cuerpo, y una valiente gota descendió por él, coqueteando, flirteando con el deseo de caer e impactar contra la tierra que aguardaba a menos de veinte centímetros. Pareció advertir el peligro que conllevaba, pues la gota, súbitamente, refrenó su ímpetu y trató de detenerse al percibir el verde tallo. Ya era tarde, sin embargo, pues la aventura que ahora trataba de evitar había dado comienzo. Resignada, reanudó su descenso, sin la velocidad de segundos atrás, pero con convicción y osadía renovadas. Finalmente alcanzó su objetivo, y se fundió con una tierra a la que dotó de una humedad conciliadora.
El tulipán, herido su orgullo, trató de conservar el resto de sus refrescantes gotas. Parecían estar en calma, un sueño apacible, y apenas una o dos emprendían a moverse a cada fracción de tiempo. Orgulloso, hinchió sus pétalos anaranjados y observó a sus hermanos. Quizás alguno fuera más alto, otro más hermoso, o tuviera una tonalidad más resplandeciente. Pero él se complacía al despertar cada mañana, sintiéndose uno más en un majestuoso campo de tulipanes.
Pasados varios minutos, llegó el preciado momento de cada día. Vivía por y para contemplar un nuevo amanecer, rodeado por su familia. El lejano lucero comenzó a abrirse paso en el horizonte, y no había rastro de nube alguna que osara impedir su contemplación. Sin embargo, había algo diferente. El habitual olor que la naturaleza les cedía, que ellos mismos proferían, estaba invadido hoy por otro desconocido, desagradable sin duda. Un elemento inefable eclipsó el Sol, todavía lejano, allá en el horizonte. La superficie comenzó a vibrar descontroladamente, cuestionando toda existencia que pudiese estar sosteniendo.
Eran ellos.
Había oído hablar de los humanos. Haciendo y deshaciendo a su antojo, eran el terror de todo ser vivo que se encontrase en su camino. En la lejanía, comenzó a verlos, semejantes todos ellos, en una fila cuyo fin no podía vislumbrar. Vestían todos igual, e incluso su paso era el mismo, monótono, uniforme, marcial. Pese a la distancia, el tulipán comprendió que ya estaban sembrando la destrucción a su paso, pues con su invasión provocaban el caos en su familia. El sonido aumentaba a cada segundo, hasta convertirse en insoportable, y la distancia que se interponía entre ellos menguaba con celeridad. El retumbar del suelo provocó que sus gotas, sus preciadas gotas, cayeran aterrorizadas, impactando con violencia en la tierra.

Desgraciadamente, pudo observar con mayor cercanía a los humanos. Eran cientos, pero el tulipán prefirió centrarse en uno de ellos. Quizá no fuera ése su inminente ejecutor, sin embargo, no le importaba. Se fijó en los extremos inferiores del humano. Esas eran las armas con las que estaban causando la devastación, y supo que ahí se encontraba el peligro real. El hombre portaba entre sus brazos un objeto negro, en apariencia pesado, terminado en punta y con apariencia amenazadora. En el fondo, el tulipán estaba intrigado por la naturaleza de tal elemento, pero el tiempo se le acabó, y su señalado verdugo, tan certero como implacable, lo aplastó, convirtiendo un precioso amanecer en una despiadada sangría.



Amanecer #5

El camarero terminó de servir el vino con la habilidad de quien lo hace a diario, se inclinó ligeramente hacia ella y, tras unas palabras de cortesía, se marchó con presteza. Nuestras miradas se cruzaron, y ella sonrió con timidez. Acto seguido, bajó la cabeza, avergonzada. Varios de sus tirabuzones cayeron descontrolados con el gesto, y ocultaron su ruborizada tez.

-Tengo algo que preguntarte –se atrevió a decir.
-Dispara.
-¿Te gusto? –inquirió, alzando de repente unos ojos que suplicaban una respuesta afirmativa.
La sorpresa debió traslucirse en mi expresión, y ella continuó hablando.
-Son varias las veces que nos hemos visto, y en ningún momento te he visto acercarte a mí más de la cuenta.
-Y ¿eso te parece malo?
-No… Sólo es que -titubeó-… Estoy tan acostumbrada a lo contrario, a tener que frenar la situación…
-Yo no tengo prisa, Iris. Estoy dispuesto a caminar a la velocidad que tú quieras marcar.

La cuestión es que llevábamos tan sólo dos semanas de constantes citas, en las cuales la confianza, al principio inexistente, fue abriéndose paso con cada sonrisa, con cada roce involuntario de manos o con cada gesto avergonzado. Yo, por supuesto, ardía en deseos de besarla, pero mi plena fe en el futuro de esa relación me apaciguaba. Al parecer, mi calma era la causante de su nerviosismo, y no podía reprimir una cierta sensación de euforia al verme con semejante poder en mis manos.
Ella pasó uno de sus mechones rubios por detrás de su oreja, un gesto que me cautivaba, y todavía insatisfecha, continuó su interrogatorio.

-¿Cómo puedes tener esa seguridad en ti mismo?
-¿En mí mismo? –pregunté, sorprendido- No te equivoques, cariño. En nosotros.

Ambos nos sonrojamos. Era la primera vez que la llamaba cariño. Sonreímos ante tal circunstancia y continué hablando, tratando de quitar hierro al asunto. Lo empeoré todavía más:

-Mira, te lo voy a explicar. ¿Dónde te ves dentro de cuarenta años?
-Pues… No sé, no me he parado a pensarlo.
-Te lo diré yo. Dentro de cuarenta años, estarás conmigo. Estaremos sentados en una mecedora, contemplando cada amanecer de la mano. Al lado habrá un olivo, o quizá un roble, eso ya lo discutiremos. Nuestros nietos corretearán por ahí, y yo te sonreiré a cada segundo que pase.
Su semblante enmudeció. Había hablado demasiado, supe de inmediato. Estaba completamente seguro de haberla espantado.

Sin embargo, han pasado cuarenta años desde aquel día. Y no, desgraciadamente Iris no está a mi lado. La entrada de mi casa la ocupan dos mecedoras, y paso cada día pensando en ella, pues hace ya dos años que me dejó a causa del cáncer. El resto de mi augurio sigue vigente, pues un olivo custodia nuestro hogar, y a unos metros, nuestros nietos saltan y juegan a voluntad.

Así pues, soy un hombre feliz por haber conseguido cuanto quería en mi vida. Iris no se halla en cuerpo, pero sí en alma. Cada mañana me siento en una de las mecedoras, mientras la otra permanece vacía. Tengo sesenta y dos años, y planeo pasar el resto de mis días contemplando el amanecer, tal como le dije, tal como le prometí.