Es de agradecer que, de vez en cuando, se promocionen oportunidades como la que hoy nos ocupa. Gracias a Zenda y patrocinado por Iberdrola, nos encontramos ante un concurso literario con un amplísimo abanico de posibilidades. Pocas son sus restricciones:
1. El relato debe contener la palabra amanecer.
2. La extensión del mismo debe estar comprendida entre cien caracteres y mil palabras.
Y bien, un servidor ha decidido participar con varios relatos. Como soy hombre dado a dilatarme en la escritura, el relato con menos extensión de los seis que he presentado, ocupa 512 palabras, por las 994 del más largo de ellos.
Quedan presentados a continuación.
Un saludo.
Novelas
- Relatos destacados
- Novelas
-
Reseñas destacadas
- Larga vida a la aventura gráfica
- Reseña: Canción de hielo y fuego
- Reseña: La leyenda del ladrón
- Reseña: Trilogía de La primera ley
- Reseña: Crímenes exquisitos
- Reseña: Versos, canciones y trocitos de carne
- Infancia 2.0 (Alex Colt 1)
- Reseña: Reina roja
- Reseña: No mentirás
- Reseña: Drácula
- Reseña: Trilogía del Mar Quebrado
- Reseña:Dögunljósey
- Reseña: Vorágine
- Reseña: El guerrero a la sombra del cerezo
- Acerca del autor
- Relatos preventa «Los ecos de la mente»
jueves, 26 de mayo de 2016
Amanecer #6
El rocío perlaba su cuerpo, y una valiente gota
descendió por él, coqueteando, flirteando con el deseo de caer e impactar
contra la tierra que aguardaba a menos de veinte centímetros. Pareció advertir
el peligro que conllevaba, pues la gota, súbitamente, refrenó su ímpetu y trató
de detenerse al percibir el verde tallo. Ya era tarde, sin embargo, pues la aventura
que ahora trataba de evitar había dado comienzo. Resignada, reanudó su descenso,
sin la velocidad de segundos atrás, pero con convicción y osadía renovadas.
Finalmente alcanzó su objetivo, y se fundió con una tierra a la que dotó de una
humedad conciliadora.
El tulipán, herido su orgullo, trató de conservar
el resto de sus refrescantes gotas. Parecían estar en calma, un sueño apacible,
y apenas una o dos emprendían a moverse a cada fracción de tiempo. Orgulloso,
hinchió sus pétalos anaranjados y observó a sus hermanos. Quizás alguno fuera
más alto, otro más hermoso, o tuviera una tonalidad más resplandeciente. Pero
él se complacía al despertar cada mañana, sintiéndose uno más en un majestuoso
campo de tulipanes.
Pasados varios minutos, llegó el preciado momento
de cada día. Vivía por y para contemplar un nuevo amanecer, rodeado por su
familia. El lejano lucero comenzó a abrirse paso en el horizonte, y no había
rastro de nube alguna que osara impedir su contemplación. Sin embargo, había
algo diferente. El habitual olor que la naturaleza les cedía, que ellos mismos
proferían, estaba invadido hoy por otro desconocido, desagradable sin duda. Un
elemento inefable eclipsó el Sol, todavía lejano, allá en el horizonte. La
superficie comenzó a vibrar descontroladamente, cuestionando toda existencia
que pudiese estar sosteniendo.
Eran ellos.
Había oído hablar de los humanos. Haciendo y
deshaciendo a su antojo, eran el terror de todo ser vivo que se encontrase en
su camino. En la lejanía, comenzó a verlos, semejantes todos ellos, en una fila
cuyo fin no podía vislumbrar. Vestían todos igual, e incluso su paso era el
mismo, monótono, uniforme, marcial. Pese a la distancia, el tulipán comprendió
que ya estaban sembrando la destrucción a su paso, pues con su invasión provocaban
el caos en su familia. El sonido aumentaba a cada segundo, hasta convertirse en
insoportable, y la distancia que se interponía entre ellos menguaba con
celeridad. El retumbar del suelo provocó que sus gotas, sus preciadas gotas,
cayeran aterrorizadas, impactando con violencia en la tierra.
Desgraciadamente, pudo observar con mayor cercanía
a los humanos. Eran cientos, pero el tulipán prefirió centrarse en uno de
ellos. Quizá no fuera ése su inminente ejecutor, sin embargo, no le importaba.
Se fijó en los extremos inferiores del humano. Esas eran las armas con las que
estaban causando la devastación, y supo que ahí se encontraba el peligro real.
El hombre portaba entre sus brazos un objeto negro, en apariencia pesado,
terminado en punta y con apariencia amenazadora. En el fondo, el tulipán estaba
intrigado por la naturaleza de tal elemento, pero el tiempo se le acabó, y su señalado
verdugo, tan certero como implacable, lo aplastó, convirtiendo un precioso
amanecer en una despiadada sangría.
Amanecer #5
El camarero terminó de servir el vino con la
habilidad de quien lo hace a diario, se inclinó ligeramente hacia ella y, tras
unas palabras de cortesía, se marchó con presteza. Nuestras miradas se
cruzaron, y ella sonrió con timidez. Acto seguido, bajó la cabeza, avergonzada.
Varios de sus tirabuzones cayeron descontrolados con el gesto, y ocultaron su
ruborizada tez.
-Tengo algo que preguntarte –se atrevió a decir.
-Dispara.
-¿Te gusto? –inquirió, alzando de repente unos ojos
que suplicaban una respuesta afirmativa.
La sorpresa debió traslucirse en mi expresión, y
ella continuó hablando.
-Son varias las veces que nos hemos visto, y en
ningún momento te he visto acercarte a mí más de la cuenta.
-Y ¿eso te parece malo?
-No… Sólo es que -titubeó-… Estoy tan acostumbrada
a lo contrario, a tener que frenar la situación…
-Yo no tengo prisa, Iris. Estoy dispuesto a caminar
a la velocidad que tú quieras marcar.
La cuestión es que llevábamos tan sólo dos semanas
de constantes citas, en las cuales la confianza, al principio inexistente, fue
abriéndose paso con cada sonrisa, con cada roce involuntario de manos o con
cada gesto avergonzado. Yo, por supuesto, ardía en deseos de besarla, pero mi
plena fe en el futuro de esa relación me apaciguaba. Al parecer, mi calma era
la causante de su nerviosismo, y no podía reprimir una cierta sensación de
euforia al verme con semejante poder en mis manos.
Ella pasó uno de sus mechones rubios por detrás de
su oreja, un gesto que me cautivaba, y todavía insatisfecha, continuó su
interrogatorio.
-¿Cómo puedes tener esa seguridad en ti mismo?
-¿En mí mismo? –pregunté, sorprendido- No te
equivoques, cariño. En nosotros.
Ambos nos sonrojamos. Era la primera vez que la
llamaba cariño. Sonreímos ante tal circunstancia y continué hablando,
tratando de quitar hierro al asunto. Lo empeoré todavía más:
-Mira, te lo voy a explicar. ¿Dónde te ves dentro
de cuarenta años?
-Pues… No sé, no me he parado a pensarlo.
-Te lo diré yo. Dentro de cuarenta años, estarás
conmigo. Estaremos sentados en una mecedora, contemplando cada amanecer de la
mano. Al lado habrá un olivo, o quizá un roble, eso ya lo discutiremos.
Nuestros nietos corretearán por ahí, y yo te sonreiré a cada segundo que pase.
Su semblante enmudeció. Había hablado demasiado, supe
de inmediato. Estaba completamente seguro de haberla espantado.
Sin embargo, han pasado cuarenta años desde aquel
día. Y no, desgraciadamente Iris no está a mi lado. La entrada de mi casa la
ocupan dos mecedoras, y paso cada día pensando en ella, pues hace ya dos años
que me dejó a causa del cáncer. El resto de mi augurio sigue vigente, pues un
olivo custodia nuestro hogar, y a unos metros, nuestros nietos saltan y juegan
a voluntad.
Así pues, soy un hombre feliz por haber conseguido
cuanto quería en mi vida. Iris no se halla en cuerpo, pero sí en alma. Cada
mañana me siento en una de las mecedoras, mientras la otra permanece vacía.
Tengo sesenta y dos años, y planeo pasar el resto de mis días contemplando el
amanecer, tal como le dije, tal como le prometí.
Amanecer #4
“¿Por qué tengo tan mala suerte?”
Eso se preguntaba Pierre al mirar a través de la
rendija de un armario.
Llevaba meses sin robar, tratando de alejarse de la
tentación de ganar dinero a costa de los demás. Sí, se le daba bien, y sí,
vivía mejor gracias a esos hurtos continuados, pero su pareja, Ingrid, lo instó
a abandonar la práctica. Ahora que esperaban un niño, tenía que ser un hombre
de bien.
“Es un regalo”, le había dicho André cuando le
ofreció la oportunidad. “La pareja se va de viaje a Estados Unidos y dejan la
casa desierta durante dos semanas. Él es ingeniero, y ella médico. ¿Te imaginas
lo que puedes encontrar en esa casa?” Por supuesto, Ingrid no sabía nada. Había
accedido sin contárselo, para así eludir el enfado.
Había entrado en la vivienda sin esfuerzo alguno,
pues el sistema de alarma era de lo más básico, y el blindaje de la puerta
brillaba por su ausencia. Apenas había comenzado a mirar algunas pertenencias,
reflexionando sobre qué llevarse y qué no, cuando escuchó la puerta de la
entrada principal, en el piso inferior. Afortunadamente, él se encontraba
arriba, en la habitación de matrimonio. Sopesó sus opciones. Descartó la opción
uno, saltar por la ventana, pues la caída era alta, y haría mucho ruido. La
opción dos era tratar de entrar en otra habitación, para bajar por las
escaleras cuando la pareja entrase en la propia. La ruidosa ascensión de los
dueños le señaló que esta opción ya no era válida. La tercera y última opción,
cliché por antonomasia, era el armario. Suspiró. No tenía tiempo para otra
cosa, y con desaliento, entró en él.
Apenas tenía espacio, y tenía que abrazar sus
propias rodillas, agazapado, para no abrir involuntariamente la puerta. Los
pantalones y camisas del propietario rozaban su cabeza, molestando a
conciencia. La pareja hizo acto de aparición en la estancia, aparentemente
abatida.
-Te dije que esa aerolínea tenía mala crítica
–criticó ella.
-Lo sé, no hace falta que me lo repitas cien veces.
-Ahora tenemos que esperar seis horas para salir, y
vamos a perder la excursión de mañana.
-No te preocupes, ¿recuerdas que teníamos un día
libre al final del viaje?
-Sí.
-Mañana llamaré para que nos muevan la excursión a
ese día.
-¿Puedes hacer eso? No creo que te hagan ese favor.
-Ya lo creo que lo harán. Y si no, tendré que
seducir a la operadora –sonrió él, acercándose a su mujer.
-¿Ah sí? Y ¿qué te hace pensar que mantienes tus
dotes de seducción, Jacques? –preguntó ella, flirteando.
-No sé, conozco a alguien que siempre cae ante mi
tentación.
Pierre estaba abochornado. Iba camino de tener que
observar a una pareja haciendo el amor,
en lugar del robo rápido que había planeado. Estaban en plena noche, e Ingrid
no tardaría en preguntarse dónde se encontraba. Presto, quitó el sonido a su
teléfono, detalle que acabaría por salvarle.
Jacques estaba despojando de la blusa a su mujer, botón
tras botón, sin ningún resquicio de premura. Ella hacía lo propio con la
cremallera del pantalón ajeno, y con gráciles movimientos, ambos se encontraron en plena
desnudez en apenas un minuto. Comenzaron a devorarse y retozar en la cama, y
Pierre tuvo que dejar de mirar ante la excitación. Desde la concepción del bebé, Ingrid y él no habían hecho el amor, y sintió, durante unos
minutos, una amarga envidia por la pareja que lo acompañaba. Solamente una frase
de ella, pasados unos instantes, consiguió henchir su orgullo de nuevo.
-¿Otra vez? ¿Qué te pasa?
-Lo siento… -se excusó Jacques, bajando no sólo la
cabeza.
-Podemos dar por perdida la excursión.
Pierre no pudo reprimir una carcajada. Se tapó la
boca y abrió los ojos al máximo, temiendo haberse descubierto. Sin embargo, la
desazón de la pareja seguía tal y como estaba unos segundos atrás. Ambos se
taparon con la manta, y sin mediar palabra, durmieron a pierna suelta.
Pasadas unas horas, se despertaron, se vistieron, y
cargaron las maletas que habían traído la noche anterior. Se marcharon de
nuevo.
Pierre salió del armario, estiró sus entumecidas
piernas, y se dispuso a marcharse también. “¿Y si… Todavía me da tiempo a
llevarme algo”.
Decidió no tentar a la suerte. Tal como había
llegado, salió de la casa, y el amanecer le dio la bienvenida. Arrancó su coche
y puso rumbo a su casa. Le esperaba una buena reprimenda de Ingrid, pero se
propuso que el de Jacques fuera el único gatillazo de esa jornada.
Amanecer #3
Ésta es una historia de superación.
Yo, Felicia Braun, llevo encerrada más de dos días.
Podría ser uno o tres, pues he perdido la noción del tiempo. No sé si es de día
o de noche, y también desconozco el motivo por el que aquí me hallo. De hecho,
no recuerdo nada del momento de mi secuestro.
Cuatro son las paredes que se interponen ante mi
libertad, y una sencilla pero gruesa puerta, sin barrote alguno para poder
mirar, es la única vía por la que podría escapar, pues la estancia también carece
de ventanas. La oscuridad es la dueña de mis últimas horas, y siento cómo mis
fuerzas flaquean, ya que solamente me han servido una escueta comida durante
todo mi cautiverio.
En alguna ocasión me ha parecido escuchar algún
sollozo lejano; quizá haya más chicas encerradas al igual que lo estoy yo. Las
respiraciones ante mi puerta tampoco son extrañas, y me he acostumbrado a
acercarme para escucharlas, aunque sólo sea para sentir vida humana cerca de
mí. Quizá me esté acercando a mi secuestrador, motivado sexualmente por mí, o
por alguna otra de sus presas. Pero entonces, ¿por qué no entra y me viola?
¿Por qué no saciar su sed, y poner fin a ese deseo? Prefiero no pensarlo, y
quedarme tal como estoy.
Sin embargo, mi instinto no se rinde. Cuando
escucho esas respiraciones, trato de empatizar, y susurro frases a
quien se halle al otro lado. “No me dejes morir” o “todavía estamos a
tiempo” son las que más repito, pero no sé si mi estrategia es la adecuada. Ni
siquiera sé si hay alguien tras la puerta, pues posiblemente todo sea producto
de mi imaginación.
Las horas pasan, y sigo divagando. Pienso en mis
padres, y en mi novio Ernest. ¿Qué será de él? ¿Habrá acudido en mi rescate?
¿Habrá avisado a las autoridades? Lo imagino llamando a mi teléfono, y
encontrando el silencio como única respuesta.
Vuelven las ilusiones, en caso de serlo, y por
segunda vez desde el fin de mi libertad, la puerta se abre. Lenta y
pesadamente, pero con decisión. Cuarenta y cinco grados de apertura, y ninguna
figura se atisba tras la oscuridad. ¿Será esta mi oportunidad? ¿Quién ha
abierto la puerta?
Avanzo sigilosamente, con temor y precaución. Quizá
sería mejor salir corriendo sin más, aprovechando el efecto sorpresa, pero el
pánico me impide moverme más rápido de lo que lo hago. Atravieso el umbral de
la puerta, y desde detrás, alguien me coloca con firmeza un saco en la
cabeza.
-¡No! –grito, y trato de sacudírmelo.
Durante la agitación, mi codo impacta en una cabeza,
y tras un aullido de dolor, saco el obstáculo que me impide ver. Hago un
reconocimiento rápido de la situación. La penumbra sigue reinando, pero a pesar
de ella distingo una sala redonda, en la que hay una escalera hacia la
salvación y otras cinco puertas como la que me recluía. ¿Qué hago? Si trato de
liberar a los demás rehenes, perderé una preciosa ventaja. Si no lo hago,
condenaré a quien se halle tras las puertas a un destino fatal.
Quizá algún día me juzguen por abandono, pero mi
egoísmo actúa por mí, e instintivamente corro hacia la escalera, la cual recorro
a grandes zancadas. En el piso superior, una clara ascensión señala mi vía de
escape. Sin embargo, no avanzo ni un metro, ya que desde unos metros atrás,
escucho claramente la voz de mi padre.
-¡¡Felicia!!
¡No! En ningún momento ha pasado por mi cabeza que
el resto de mi familia pueda estar en las demás salas, y ahora he
desaprovechado la oportunidad de salvarles. El amor fraternal me hace girar
sobre mis pasos, a sabiendas de que el secuestrador estará preparado en esta
ocasión.
Temerosa, bajo los escalones de puntillas,
lentamente, en contraste con la anterior ocasión. Asomo tímidamente mi cabeza,
y escucho un susurro.
-Ven aquí, cariño, tu padre te está llamando.
Reconozco esa voz.
-¿Ernest?
-Sí, mi amor, aquí estoy.
Ahora lo recuerdo.
Recuerdo el último momento de consciencia antes de
encontrarme aquí. Me encontraba con Ernest en mi habitación, viendo una
película.
-¿Tú nos has hecho esto? –pregunto horrorizada.
-¿Por qué no? ¿Sabes la cantidad de dinero que me
van a dar por liberar a tu familia? No creo que deba recordarte quién es tu
padre. He pedido un rescate al gobierno.
-¿Esa fue tu intención desde el principio?
-La verdad es que no. Al principio me gustabas. Me
gustas, de hecho. Tal vez cuando todo esto acabe podamos retomarlo donde
estaba.
-Tal vez –mentí.
Ernest rio estruendosamente.
-No está mal, casi me lo creo.
-¿Por qué me has abierto la puerta?
-Tenía ganas de jugar.
-Pues te has llevado un buen golpe.
-Me has sorprendido, la verdad. No volverá a pasar.
Avanza a grandes zancadas, y con un par de ellas me
alcanza. Mi relación con Ernest apenas existe desde hace dos meses, y lo que
él desconoce son mis cualidades en defensa personal. Mi padre insistió
en mi niñez en ese aprendizaje, pues él estaba ascendiendo en su carrera
política y se estaba convirtiendo en una persona de poder. Ocho años después de
la última lección, propino esa patada para la que tanto tiempo me he preparado.
Mi empeine impacta en la corva de la pierna de Ernest, cuyas rodillas caen al
suelo. Sin bajar la pierna, vuelvo a golpear, esta vez en su cabeza, a una
altura mucho más asequible ahora. Cojo las llaves que guarda en su bolsillo, y
abro las puertas tras las cuales mis padres están recluidos.
Juntos, subimos las escaleras y recorremos el camino
hasta una puerta. Miro por el ventanuco situado a la altura de mis ojos, y veo
la claridad del amanecer en un bosque. Abro la puerta.
Afuera, un hombre, a buen seguro compañero de
Ernest, está terminando de sacudir su miembro tras orinar. Se gira. Nos ve.
Lo dije, ésta es una historia de superación.
Corro a por él. Amanacer #2
Su respiración se hacía más y más entrecortada a
medida que transcurrían los minutos. Quién sabe si trataba de aferrarse a la
vida en última instancia, o si tal vez estuviera sufriendo alguna pesadilla. Mi
mano sostenía la suya, la acariciaba, mostrando en todo momento un apoyo que
jamás le brindé como debía.
Tras casi dos décadas de separación, hacía tan sólo
un año que mi padre y yo nos habíamos otorgado el mutuo perdón, sin nada que
reprochar. Fue un trato injusto, lo sé. Yo no tenía nada que perdonar, y a él
le faltaban dedos en ambas manos para enumerar los engaños y traiciones a las
que le había sometido. Finalmente, resultó ser verdad que un padre es capaz de
perdonar todo a su hijo, y afortunadamente para mí, estábamos viviendo una
nueva etapa, un nuevo amanecer para nuestra relación, en el que habíamos dejado
todo atrás.
Sin embargo, la alegría había durado poco, y a la edad de ochenta
y dos años, Francis se encontraba exhalando sus últimas bocanadas en la
situación más usual, pero menos agradable; postrado en la cama de un hospital.
El intermitente sonido de la máquina que le
mantenía con vida llenaba un espacio que nos recordaba que el fin estaba cerca,
que nuestro tiempo en compañía se estaba agotando. Mi padre se removía,
inquieto. Nunca había sido capaz de permanecer diez minutos inactivo, y era un
hábito que no iba a cambiar ahora.
Alternaba momentos lúcidos con otros de
alucinaciones. En algunos gritaba mi nombre, sumido todavía en la época de
discusiones y desavenencias; en otros momentos imploraba a mi madre que no le
abandonase; de vez en cuando apretaba con renovado ímpetu mi mano. En ningún instante
descansaba, pese a los tranquilizantes suministrados por el personal médico, y
ya fuera de manera consciente o en sueños, su ceño fruncido pugnaba por
solventar sus problemas. Un fiel reflejo de lo que había sido su vida.
Por mi parte, los remordimientos por mis pecados de
juventud volvían a visitarme después de meses de tregua. Dos habían sido los
mayores desaires perpetrados hacia mis progenitores, y ambos los cometí al
mismo tiempo. Rondando la treintena, me presenté en el hogar de mi infancia, el
cual no había pisado en muchos años, no pidiendo, sino exigiendo, una suma de
dinero que necesitaba para pagar mis deudas. Mis padres no se negaron, simplemente
quisieron conocer la historia que me había llevado a tal situación. Con el
dinero en la mano, les dije que no tenían por qué saber nada, y que no tardaría
en devolverles el dinero.
Tardé. Vaya si tardé. De hecho, todavía no he saldado esa deuda, algo que esperaba poder hacer en un par de meses más. Sólo un par de
meses más…
-Sergio… -se escuchó en un hilo de voz.
-Sí, papá.
-No tienes porqué llorar –hablaba con los ojos
cerrados, pero parecía consciente, sereno.
-De acuerdo –me enjugué las lágrimas y lo miré con
atención-. ¿Cómo te encuentras?
-Bueno, he estado mejor –rio-, pero al menos estás
aquí.
-Tarde, como siempre. Debí haber vuelto hace años.
-Para mí es suficiente –acompañó su consuelo con un
aumento de la presión de su mano-. Quiero decirte una cosa.
-Te escucho.
-No quiero que te atormentes por lo que ocurriera
en el pasado. Para mí, lo más importante es que hayas vuelto conmigo. Este
último año me ha llenado de felicidad.
-Gracias, papá –asentí-. Lo intentaré.
El silencio imperó durante unos segundos en la
estancia. Sólo esa máquina perturbaba el momento. De nuevo la máquina.
Mi padre rompió el silencio al fin.
-Hijo, quiero pedirte un último favor.
-Lo que sea –afirmé.
-¿Seguro?
-Por supuesto.
-Desenchufa la máquina –susurró.
-¿Qué? –yo, sin embargo, grité.
-Me he cansado de estar aquí, inútil, sin nada que
hacer –sentenció mi padre-. ¿Cuánto tiempo más tengo que estar postrado, siendo un mueble?
Francis miraba a ambos lados, temeroso de que
alguien hubiese escuchado mi grito.
-No digas eso –le dije-. Te mereces cada segundo de
vida que puedas aguantar.
-Pero no quiero aguantar más. Quiero irme, buscar a
tu madre. Seré más feliz, te lo aseguro.
-No me hagas esto, papá. Es un delito, no puedo
hacerlo.
-Tienes razón. En ese caso –cambió de estrategia-,
acércame el cable y vete. Ve a tomar un café, media hora, y estarás absuelto de
toda culpa.
No podía ser verdad lo que me estaba pidiendo. Mi padre siempre había sido un hombre fuerte, luchador, y había dado la cara
ante todo. No podía ser que esa persona quisiera desprenderse de su vida de esa
manera. Pensé también que había un punto de egoísmo en su petición. Ahora que
yo había reconducido mi vida, él me empujaba a delinquir, a asesinar, después
de lo que me había costado no cruzar la línea de lo ilegal. Pero ¿quién, si no
él, iba a tener derecho a pedirme tal cosa?
Me levanté con lentitud. Vi un halo de ilusión
aflorar a sus ojos. Di la vuelta a la cama, y miré el cable. Era inquietante
que, con un mínimo gesto, pudiera arrebatar la vida a una persona. Miré a mi
padre, y él me devolvía la mirada, suplicante. Besé su frente y cerré los ojos,
mientras una solitaria lágrima volvía a corretear por mi mejilla. Unos segundos
después, abandoné la habitación.
-¡Sergio! –escuchaba a mi espalda- ¡Vuelve! ¡El
cable!
Me acerqué a la enfermera, y le comuniqué las
intenciones de mi padre; ella corrió hacia su habitación y le suministró una
nueva dosis del calmante que, con esfuerzo, conseguía apaciguarlo.
Continué mi camino, y pese a haber hecho lo correcto,
sentí cómo mi padre, en lo más profundo de su pensamiento, volvía a
considerarme un traidor.Amanecer #1
-¡Maldición! –exclama Rober- ¡Esta chatarra se ha
vuelto a parar!
-Vaya novedad –le digo yo-. Sólo es la tercera vez
en cuatro días.
Las ruedas del trasto disminuyen su velocidad con
cada círculo que describen, y nos vemos obligados, una vez más, a bajar y
empujarlo. La pendiente es ascendente, y solamente somos dos ladrones que
llevan más de un día sin probar bocado. Ah, sí, se me olvidaba: desde ayer
también somos asesinos, y en el maletero hay un cadáver, por lo que el coche
pesa más todavía.
-¿No te dijo ese mecánico que lo había arreglado?
¿Que ya no se iba a recalentar? –pregunto.
-Cuando lo vea…
-Sin embargo… Ahora no sale humo del capó.
-Es verdad –admite Rober-. Tiene que ser otra cosa.
-Nuestros conocimientos no son muy amplios, que
digamos –mientras pronuncio las palabras, veo que la expresión de mi compañero
enmudece de pánico-. ¿Qué pasa?
-¿Cuánto tiempo hace que no echamos gasolina?
–pregunta con un hilo de voz.
-¿Cuánto? ¡Ayer te dije que lo hicieras tú! ¡Justo
al salir del taller!
-Por lo menos, ya sabemos qué es lo que le pasa al
coche.
Pienso en meter a Rober en el maletero con el otro,
pero me contengo. No me conviene tener dos cadáveres a mi espalda, a la vez que
un coche sin gasolina en una inhóspita carretera del extrarradio cartaginés.
La última gasolinera que recuerdo debe estar a unos
cien quilómetros de distancia, en la dirección que menos nos interesa. Sin
embargo, recuerdo un cartel que rezaba combustible y comida unos quilómetros
hacia adelante.
-Quédate aquí con el coche. Voy a por gasolina
–informo.
-¿Me vas a dejar solo? ¿Y si viene la policía?
-¿Cómo va a venir la policía ahora? Son las cuatro
de la mañana y estamos en una carretera de mala muerte.
-Yo no me quedo solo aquí –refunfuña él-. Vamos los
dos.
-No podemos dejar el coche aquí.
-Entonces empujaremos.
Pongo los ojos en blanco a causa de la
exasperación, suspiro y accedo al requisito del imbécil que me acompaña. Desde
luego, soy un lince reclutando compañeros de andanzas. Una hora después, el
sudor baja a raudales por nuestra frente, y los músculos están a punto de
estallar por la presión a la que los sometemos. Paramos a descansar, a lo lejos
se pueden apreciar unas luces, las de nuestro destino, con toda seguridad.
Quizá en veinte minutos más lo alcancemos.
No hablamos. No estoy de humor, y Rober se siente
avergonzado, se ve a la legua. Me levanto para seguir empujando, y él imita mis
movimientos. Apenas hemos avanzado cincuenta metros cuando unas luces nos
llaman la atención a nuestra espalda.
Las luces son azules, y dan vueltas sobre el techo
de un vehículo.
-¡Nos han pillado! –dice- ¡Corre!
-¡Cállate! –ordeno, y él obedece, quedándose de
piedra- Déjame hablar a mí, y borra esa expresión de pánico de tu cara.
-Vale.
-Y date prisa, antes de que baje de su coche, borra
esa marca de sangre del maletero.
-¿Cómo?
-¡Con lo que sea! Con tu camisa, por ejemplo –veo
asomar una duda a sus ojos-. ¡Vamos!
Me giro, y un solo agente se apea con parsimonia de
su coche. Se le ve claramente contrariado por tener que ejecutar su labor, y tener
que reprender o, seguramente, multar a dos civiles que andan empujando un coche
por el arcén de una carretera.
-Buenas noches –saluda mientras ajusta la altura de
sus pantalones.
-Buenas noches, agente –atajo yo con la más servil
de mis sonrisas-. Discúlpenos, pero la aguja de la gasolina de este coche no
funciona, y nos ha hecho la jugarreta de dejarnos en la estacada. Pero como ve,
tenemos la gasolinera a sólo unos metros. Sentimos haberle importunado.
-Saben que les puedo multar por haberse quedado sin
combustible, ¿verdad?
Su oronda figura circula alrededor de nuestro
vehículo, pausadamente, creyendo que
todo lo sabe. Da un par de golpecitos con su porra en el maletero,
inconsciente del delito que éste oculta. ¿Es el olor de la muerte lo que
percibe mi olfato? El cadáver lleva más de diez horas ahí encerrado, no sería extraño
que la podredumbre estuviera mostrando sus cartas. No, seguro que es mi imaginación.
-Sí, señor agente, lo sabemos. Comprenderá que no
era nuestra intención tener que empujar el coche durante quilómetros hasta
llegar a la gasolinera –trato de explicar.
-Bueno… Como ya están cerca de su destino, lo
dejaremos pasar –el policía finge hacernos un favor-. Voy a cotejar la
matrícula del vehículo con la central, y después podrán irse.
Al policía no le gustaría saber que el coche es
robado, y mucho menos que su dueño, un tal Eusebio Gámez, está pudriéndose en
su propio maletero, de modo que tengo que improvisar.
-¿Qué le parece, señor agente, si nos ahorramos esa
formalidad que usted tanto detesta, y nos ayuda a empujar el coche hasta la
gasolinera? Al fin y al cabo, si el coche fuera robado, nosotros habríamos
tratado de escapar al verle, ¿no es así?
Finjo mi carcajada más auténtica y despreocupada, y
tras un momento de incertidumbre, la cuerda no se tensa lo suficiente, y la
vagancia puede con el ánimo del agente de la ley.
-Hagamos lo siguiente –sonríe él-. Nos vamos a
ahorrar la formalidad, como usted dice, pero no les voy a poder ayudar a
empujar el coche, tengo otro aviso que atender.
-Lo entendemos, agente –asiento-. Tiene otros
ciudadanos a los que servir.
-Así es –dice, calzándose la gorra-. Que tengan
buenas noches.
-Lo mismo le deseo.
-Ah, y cuando lleguen a la gasolinera, cómprele una
botella de agua a su amigo, parece inquieto.
-No se preocupe, es la adrenalina de estar
empujando tanto rato el coche –contesto mientras me despido con la mano.
Cuando el policía se aleja, los destellos del
amanecer sobre el cristal de su coche me deslumbran, de modo que me pongo las
gafas de sol.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)