«No hay espíritu más bondadoso que el de un animal».
Ignoro
en qué lugar escuché o leí esa frase, puesto que pertenece ya a una vida
pasada. Yo, Esmeralda, he vivido rodeada de una ferviente pasión por ellos, y
es que, en mi corta vida, me han brindado más muestras de cariño que (casi)
cualquier humano.
Dejando
a mis padres y hermano a un lado, a quienes agradeceré eternamente todo el
apoyo y el amor que me entregan día a día, el resto de mis iguales no han hecho más que apartarme y marginarme. En el mejor de
los casos, claro. No me quieren, yo no les quiero a ellos, así que no encuentro
ni una sola buena razón por la que deba tratar de acercarme a la especie humana.
No en mi situación.
Trato
de desviar ese torbellino de sentimientos desazonados. Hace ya tiempo desde que
decidí no malgastar mi valioso tiempo en ellos. Bajo la mirada, te acaricio y
sonrío.
Recuerdo,
una vez más.
Recuerdo
a aquella niña de tres años que, en cuclillas a la vera del río del pueblo,
descubrió a un cachorro abandonado. Gemía, chillaba y se revolvía, atado
mediante un fino cordel al enclenque tronco de un chopo distanciado de su
propia arboleda, tan joven como él. Una estampa plagada de infancia e
impotencia. Esmeralda, el perro y el árbol. Cada uno, cachorro a su manera,
desamparados y alejados de quienes debían cobijarle.
El
amor hacia tu mascota siempre crea un vínculo de ida y vuelta entre ambos, una
conexión plena en la que no hay sospecha alguna de sentirte abandonada. Si
acaso, es la mascota la que puede paladear en alguna ocasión ese agrio sentimiento.
Sin embargo, su infinita bondad les impide ser presa de algo así. En mi caso,
Sabi fue mi mejor confidente desde el primer minuto. No me comprendía, pero no
era porque no lo intentase. Sus ojos me perforaban con la mayor de las
admiraciones, y no quedaba un solo movimiento de mi cuerpo en el que él no
posase su atención. El suave tacto de su pelo sedoso siempre será uno de los
mejores recuerdos de estos diecisiete años que cuento a mis espaldas.
Así
transcurrieron, con Sabi como mayor apoyo en una infancia turbulenta en lo
emocional. Nunca me adapté, no llegué a tener amigos reales como tampoco
conecté con nadie fuera de mi reducido círculo familiar.
Y
así, en una vorágine sentimental tan incierta como amarga, llegó la enfermedad.
Los
problemas que te parecen graves o te escandalizan en determinadas situaciones,
se disipan como la niebla en un día que amanece cuando te confirman que te
envuelve un tumor maligno, y que no son muchas las posibilidades de vencerlo.
De
pronto, las miradas de indiferencia en el instituto se convierten en juicios de
condolencia, en tristes compadecimientos, y no sé cuál de las dos opciones
detesto más. Incluso mi familia comienza a tratarme de modo diferente, y yo no
hago más que recluirme todavía más en mi reducida burbuja, en la que solo
cabemos Sabi y yo.
Tal
vez sea egoísta, no creáis que no se me pasa a veces por la cabeza. Pero si
alguien no lo es en el momento en el que teme por su vida, ¿cuándo va a serlo?
Lo
cierto, todo hay que decirlo, es que llevamos un par de buenas semanas. Después
de otra dura batalla dialéctica, en este caso, cruenta de verdad, hemos conseguido
un permiso especial (llamémoslo «déjalo estar para que se calle de una vez»)
para que Sabi pueda estar conmigo en la habitación que ocupo desde un tiempo
tan amplio que ya ni recuerdo. Acariciar su pelaje después de tantos días ha
hecho que las lágrimas broten desde unos ojos que creían haberse secado.
En
este mismo instante, te miro a los ojos, y solo veo pureza en ellos. Te sonrío
con verdadero fervor, y creo intuir una especie de sonrisa que también lucha
por escapar desde tu hocico. No sé cuánta parte de realidad y cuánta de
fantasía hay en lo que sentimos el uno por el otro, pero sí sé que tú y yo, el
uno junto al otro, seremos capaces de salir adelante.
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