La
estampa de dos manos entrelazadas era todo cuanto veía. El rabillo de su ojo le
susurraba, sin éxito, que podía encontrar otras cosas a su alrededor: la húmeda
tierra que reposaba bajo sus vaqueros, las hojas que, enmarañadas entre sí,
formaban un entresijo floral indescifrable, o el agua cristalina del lago que
les enviaba unos destellos que no eran atendidos.
Le
había conocido apenas un par de semanas atrás, cierto, pero ella rehuía a las
escépticas advertencias de su mente, y se aferraba al ardiente optimismo de su
corazón. ¿Quién se atrevería a decirle que un amor de verano no podía
convertirse en uno duradero, quizás, el amor de su vida?
Formó
un remolino con su dedo, dando vueltas a uno de los tirabuzones de su cabello,
en un característico gesto avergonzado. Él la miraba, sonriente, con un fulgor
adolescente en los ojos. Ambos tenían su espalda recostada sobre la dura
corteza de un roble, uno que habría sido testigo invisible de muchas escenas
como aquella. El sudor de sus manos se volvía más pegajoso con el avance de los
minutos, pero nadie sopesó siquiera la idea de separar sus dedos.
En
el pueblo de su madre vivía muy poca gente, pero aun así miró a ambos lados,
con rubor, antes de formular su pregunta:
-¿Qué
te parece…? –inició titubeante.
-¿Sí?
-¿…si
grabamos nuestros nombres en este tronco? –se atrevió a concluir.
Advirtió
cómo los ojos de su amante se desviaban hacia el roble, tras la cabeza de
ambos. Al instante, la sonrisa que le vestía el rostro se ensanchó hasta
límites desmesurados, y asintió escuetamente. Sin tiempo que perder, alzó su
cuerpo entumecido tras un largo rato en reposo, y sacó del bolsillo trasero de
su pantalón una navaja impoluta, que parecía no haberse utilizado jamás.
No
pidió permiso, ni a ella ni al roble que iba a convertirse, esta vez, en
testigo eterno de un amor adolescente. El chico comenzó a rasgar con ímpetu,
con perseverancia, y el sudor comenzó a desfilar por su frente, puesto que el
reto que tenía ante sí no era ninguna nimiedad. El Sol conseguía filtrarse a
través de las ramas aledañas, abriéndose paso para castigarles con su ardor.
Tras unos minutos de silencio por parte de ella, y esfuerzo por parte de él, se
alejaron para admirar la obra que acababa de esculpirse.
Con
trazo irregular, un corazón rodeaba dos letras solitarias y era atravesado por
una flecha que podría haber tenido un mejor resultado. Sin embargo, para ella
era perfecto. Las letras “A” y “D” lucían espléndidas a la luz del astro, que
había conseguido abrirse paso hasta alumbrar específicamente ese lugar. La
pareja se abrazó, sin dejar de contemplar un símbolo que los acababa de unir
todavía más.
-El
resto de corazones… cada uno tiene una historia detrás –escuchó cómo su propia
voz divagaba.
A
diferencia del suyo, los demás grabados eran, en su mayoría, nombres completos.
Alfredo y Susana, Esteban y Sara, Pedro y Astrid… Sintió cómo su vello se
erizaba al leer el último nombre. Dio un par de pasos hacia atrás, separándose
de él.
-¿Qué
ocurre? –quiso saber, con tono preocupado.
-Nada
–mintió, sin apartar su mirada de ese corazón.
Las
lágrimas afloraron en sus ojos y una nueva sonrisa se dibujó en su tez
sonrosada. No abrió la boca, no dio ninguna explicación, pero lo que acababa de
ver le insufló el espíritu que necesitaba. Al leer el inconfundible nombre de
su madre, junto al de su padre, en la corteza del mismo roble tuvo la certeza,
la confirmación de que un amor de verano no tenía que irse con el verano.