#UnahistoriadeEspaña
Una niña de
apenas cuatro años se escondía tras el faldón de una ampulosa cortina. Su fino
cabello rubio, travieso, asomaba por debajo del tocado, que se había
descolocado después de una larga carrera. Ella resollaba, todavía atemorizada,
presa de un pánico que comenzaba a evaporarse pero amenazaba con regresar.
Al huir de la
escena, fue la primera en alcanzar el gran salón. A lo lejos, comenzaba a
escucharse el estruendo provocado por decenas de pies que se aproximaban hacia
donde ella estaba. Hablaban entre sí, formando una algarabía insólita. Hombres
y mujeres comenzaron a entrar en el salón y se desperdigaron por la estancia, a
uno y otro lado de la plataforma designada para el evento. Había mujeres y
hombres, más o menos mayores, niños y ancianos, y todos mostraban en su
expresión el gesto más antagónico al de la pequeña Ana. En sus rostros se
apreciaba entusiasmo, avidez, ilusión y curiosidad, y una vez en sus puestos,
miraban impacientes hacia el lugar del que venían. Ella, recuperando algo más
de confianza, dio un paso que le permitiera observar con más claridad.
El pasillo que
conducía afuera estaba atestado de personas que continuaban entrando al salón.
Con su reducida estatura, apenas alcanzaba a ver un par de piernas que se
movían entre otras tantas, un pequeño carro que avanzaba o unos pies descalzos
que caminaban arrastrándose. Por el momento, no había rastro del demonio que la
había asustado.
El murmullo
del gentío comenzó a aumentar de manera exponencial, de tal manera que aunque
Ana se hubiera desgañitado pidiendo auxilio, nadie hubiera sido capaz de
escucharla. Tampoco había quien le prestase atención, puesto que absolutamente
toda persona que se encontrara en la estancia tenía la mirada fija en el
pasillo. Un pasillo que retrocedió un par de pasos en cada una de sus orillas,
bajo una exclamación consensuada de asombro.
—¿Qué ocurre?
—Preguntó Ana a una joven mujer que pasó por su lado.
El intento
sutil de la pequeña, acompañado de un tirón en la saya que lucía la doncella,
fue en vano, de manera que Ana, sintiendo cómo la curiosidad vencía al temor,
avanzó hacia el público que rodeaba lo que fuera que estuviese ocurriendo. No
tenía manera de hacerse un hueco, las piernas ajenas se interponían en su
camino, se cerraban cuando ella pretendía penetrar por los pequeños huecos que veía.
Un hombre la pisó, pero su chillido pasó inadvertido. Contrariada, dio la
vuelta y corrió hacia una de las salidas laterales. Estaba a punto de atravesar
la puerta, huyendo, cuando se fijó en
las columnas que la custodiaban: altas, robustas y con unas pequeñas hendiduras
por las que podía auparse.
Ana, la
pequeña niña en la que nadie se fijaba, arremangó los faldones de su vestido y
trepó por los improvisados escalones, con sus botines de clase alta manteniendo
el tipo ante una situación para la que no habían sido fabricados. Cuando
consideró que había escalado lo suficiente para obtener una buena visión,
abrazó la columna, su mejor amiga en semejante circunstancia, y oteó hacia
donde transcurría lo que a ella le interesaba. En el preciso instante en que
puso la vista al frente, un heraldo, estandarte en mano, provocó el silencio
repentino con su voz:
—¡Sus
majestades, el Rey Fernando de Aragón, y la Reina Isabel de Castilla!
El silencio
fue absoluto, y cada una de las personas que habitaban el lugar irguió el torso
en señal de respeto. Los protagonistas del momento, sumos mandatarios de todo
cuanto se veía, avanzaron con la cabeza alzada, observando a su alrededor,
sabiéndose observados, sabiéndose honrados.
Transcurrido
el momento de rigor, el sosiego fue resquebrajándose, los murmullos se
acrecentaron y el salón comenzó a recuperar el ambiente previo, pero el heraldo
quiso juguetear con la situación y volvió a bramar a viva voz:
—Con todos
ustedes, Cristóbal Colón, Almirante del Mar Océano, venido de las Indias y
descubridor de todo tipo de gentes y alimañas.
La quietud del
lugar se mantuvo hasta que comenzó el desfile más variopinto que se hubiera
presenciado jamás en España. Un riachuelo de hombres y mujeres completamente
diferentes a lo acostumbrado avanzó hacia los reyes custodiados por sus propios
hombres. Prácticamente desnudos, tapaban sus partes más pudendas con trapos
sucios y desgastados. Sus rostros estaban perforados por arandelas metálicas,
cada uno de ellos en lugares diferentes, pero especialmente en narices y
orejas. Miraban a su alrededor, tan desubicados como sorprendidos estaban sus
observadores.
Varios
caballeros de la corona caminaban tras ellos, y unos pasos después… ¡Allí
estaba!
Ese monstruo
que tanto pánico le había provocado había vuelto. La gente lo observaba con
admiración, pero ella lo odiaba desde que se había acercado a ella, posándose
en su cabeza. Le había revuelto el tocado, y al marcharse volando, había tirado
de su cabello.
Ana no pudo
ver cómo el famoso Cristóbal Colón aparecía en el salón detrás del pequeño
zoológico de las Indias. Ana sólo tenía ojos para aquel bicho que llamaban
papagayo, que tanto miedo le provocaba.