La Lexa Otheskull que zigzagueaba
a través de la espesura del bosque no era la misma que, casi cinco años atrás,
había llegado malherida a esa misma arboleda. La adolescente que idolatraba a
su familia murió en aquel coliseo, a manos de su propio hermano. Su propia
madre.
Lexa había sido testigo de cómo
un cierto rencor germinaba en su interior. Un sentimiento que, con
anterioridad, se había dirigido en exclusiva hacia sus enemigos, la sorprendió
cuando colocó a su propia familia en el centro de la diana. Mithus representó
la única figura en quien depositaría su confianza en aquella nueva etapa.
Pues no hacía ni diez minutos
desde que terminó con su vida. Una mirada de compasión, la última en su vida,
fue acompañada de una sepultura escueta. Sobria. Escasa para lo que ese hombre
le había dado. Leybeth le había concedido, mediante aquella poción, la
posibilidad de absorber las habilidades de la persona que, a cambio, se
convertiría en futuro cadáver. Aquella acción, meditada a pesar de que supo que
la decisión estaba tomada desde un primer momento, supuso el adiós a cualquier
mínima opción de reconducir y recuperar a la Lexa del pasado.
Todo se lo debía a Leybeth. Como
ella misma le había dicho: «Olvida los sentimientos».
Ahora
voy a por ti.
La hija de Ridjo Otheskull había
quedado fascinada, semanas atrás, cuando comprobó las dotes mágicas de la vieja
hechicera. Detrás de una apariencia repulsiva, escondía poderes que solo había
escuchado en las canciones, solo había leído en los libros más esotéricos. En
el escaso tiempo que ambas mujeres, noche y día, habían compartido, Leybeth
había enseñado mucho a aquel cachorro con sed de venganza.
Ambición y codicia.
Codicia que surgió cuando los
cantos de sirena de la magia llamaron a su puerta. Como la misma anciana le
había confesado, era tarde para sanar su ojo muerto, pero la inimaginable
cantidad de actos que, de uno u otro modo, la ayudarían a devolver a su familia
el honor y el prestigio perdidos, resultó el empujón definitivo para lanzarse a
la caza de la bruja.
Debía ser especialmente
escrupulosa. No es lo mismo sorprender a un viejo soldado que deposita en ti
toda su confianza, que atacar a una hechicera que juzga la vida desde el sillón
de la experiencia. No sería la primera vez que trataban de sorprenderla, eso
era seguro.
Desechó la opción del sigilo.
Hasta el más sutil crujido de una rama despertaría las sospechas de aquella
mujer. No, lo mejor era acercarse buscando conversación, queriendo agradecer lo
que había logrado gracias a ella. Sin embargo, se trataría de la primera
ocasión en la que Lexa buscaría a Leybeth, y no a la inversa, lo cual, ya de
por sí, representaba una sospecha en sí misma.
Acudió a la cabaña destartalada
en la que la vieja dormía, y no se sorprendió al encontrarla en el umbral de su
propia puerta, cayado en mano, con los ojos convertidos en apenas unas
rendijas.
—¿Qué haces aquí? —espetó como
único recibimiento.
—Lo he hecho.
—Lo sé. ¿Y?
—Vengo a agradecértelo.
Los ojos de Leybeth se entornaron
todavía más.
—¿Cómo me has encontrado?
—Tú misma me dijiste dónde
encontrarte —mintió.
—Mientes.
—Hechicera, tu memoria ya no es
la que era. Es normal que pueda fallar. El otro día, sin ir más lejos, con
aquella receta que me quisiste enseñar, y no fuiste capaz de recordar. ¿También
miento en eso?
—Bueno —respondió, dando su brazo
a torcer—, pues ya me lo has agradecido. ¿Algo más?
—No —Lexa se hizo la dura, debía
cambiar de táctica —. Voy a recuperar el trono de mi padre. Adiós. Y gracias.
Desanduvo los primeros pasos de
un sendero que todavía recordaba sus últimas pisadas. Cada paso, más inseguro;
cada zancada, más trémula. Estaba a punto de darse por vencida, cuando la voz
de la anciana rebotó en los troncos de los árboles hasta llegar a ella.
—¡Vuelve, niña! —Lexa sonrió
antes de darse la vuelta.— Tendremos que trazar una estrategia para que vuelvas
a tu hogar, ¿no?
Una pizca de humanidad había
aparecido en aquella mujer, cuya premisa principal era «olvida los
sentimientos». Una punzada aguijoneó el estómago de Lexa, quizá un pequeño
remanente de esos sentimientos que, en ese preciso instante, trataba de
olvidar.
Ambas se acomodaron en los
asientos dispuestos junto a la cabaña. Debía darse prisa, puesto que se había
tomado la poción justo antes de aparecer en la morada de Leybeth, y no sabía
cuánto tiempo tardaría en perder su eficacia. La anciana, todavía recelosa, tanteó
el terreno.
—¿Cómo te ha ido con tu guerrero?
—Fue fácil.
—¿Te gustó la sensación?
—No —mintió sin pudor—, solo ha
sido un mal necesario para volver a casa.
—Entiendo —respondió Leybeth,
algo más calmada—. ¿Qué vas a hacer ahora?
Al formular la pregunta, la bruja
volvió el rostro, agachándose para recoger algo
junto a la silla que la sostenía. Era el momento.
Lexa aprovechó el instante en el
que la hechicera volvió a la posición original. Se lanzó hacia ella, uniendo
los labios de ambas en un beso mortífero. Sabía que una estrategia tan simple,
dispuesta para un humano convencional, podía no surtir efecto en alguien
curtido como Leybeth, de forma que acompañó el gesto con una puñalada en el
vientre. De este modo, al menos, se aseguraría que no tuviera opciones de tomar
represalias contra ella.
La vida abandonó, gota a gota y
por dos vías diferentes, a aquella vieja que le había guiado hasta convertirse
en una asesina sin escrúpulos. Lexa se sorprendió sonriendo, disfrutando, y
hendiendo el puñal en dos acometidas finales. Los ojos desorbitados de Leybeth
mostraban sorpresa, pero todavía tuvo tiempo de esbozar lo que pretendía ser la
última sonrisa de su vida.
—Así me gusta —susurró como
epitafio final, mientras su lengua se tintaba de rojo—. Olvida los sentimientos.
—Tú me lo has enseñado.
NOTA: este relato corto va unido
a uno más largo, Segundas oportunidades, publicado en la Antología solidaria derelatos. Se puede leer uno sin el otro, indistintamente.
Siempre ha estado en mi cabeza,
algún día, llegar a escribir una historia de fantasía oscura. Desde la lejanía
que me otorga el tiempo, a día de hoy, podría asegurar que estos protagonistas
lo serán también si llegase ese momento.
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