La lápida, fría como un
glaciar, estaba en permanente contacto con su rostro. Marco no despegaba la
cara de él, y las lágrimas caían sin filtro alguno desde sus ojos. También
moqueaba, y su respiración entrecortada le hacía atragantarse y toser
esporádicamente.
Se negaba a despedirse.
“Todavía no, no tan pronto”.
No por anunciado, el dolor
había sido menor, y papá había cedido al fin a la súplica de acudir a
despedirse del abuelo. Esperaba, unos metros atrás, a que Marco terminase de
gimotear y de dar débiles golpes al mármol. Mamá le había dicho que ya era
mayor, que tenía seis años y que debía asumir que todos tenemos que irnos al
cielo algún día. Su abuelo había vivido mucho, y no todo el mundo tenía esa
suerte.
Por el camino, se habían
cruzado con varios grupos de gente, disfrazados de esqueleto, calabaza o momia.
Algunos llevaban unas espadas muy raras, y papá le había dicho que se llamaban
guadañas. Vaya nombre más raro. Era treinta y uno de octubre, y a la gente le
gustaba disfrazarse para dar miedo a los demás. El año anterior, Marco y su
abuelo habían ido a pedir chucherías por el vecindario, se lo había pasado
genial.
Había perdido la noción del
tiempo, y una ligera bruma danzaba por el ambiente, difuminando las lápidas que
lo rodeaban. Los grupos de chicos que saltaban y reían disfrazados unos metros
más allá habían desaparecido, y el silencio había apartado cualquier posible distracción que pudiera despistarle.
Marco se giró, y descubrió que no había nadie a su espalda.
-¿Papá? ¿Estás ahí? –silencio- ¿Papá?
-Marco…
-¿Quién es?
La voz venía desde abajo, atravesaba
la lápida para llegar a sus oídos.
-¿Abuelo?
-No llores, cariño.
Marco no daba crédito a lo que
escuchaban sus oídos. No podía ser real, y sin embargo, el sonido era claro, y
la voz inconfundible. El abuelo le hablaba a través del mármol.
La noche de los espíritus no
era tan terrorífica como se anunciaba en televisión o en los carteles de la
calle; de hecho, para Marco representó una de las noches más entrañables de su
vida. Habló durante horas con el abuelo, que trató de consolarlo, de justificar
que era el momento adecuado para su marcha, y le dijo que debía ser fuerte y crecer
tranquilo, ser una persona responsable y hacerse tan mayor como él.
Recordaron experiencias,
repasaron navidades, veranos, regalos y abrazos. Le habló, una vez más, de la
abuela, a la que Marco no había conocido, y le pidió que cuidase de mamá y
papá, porque todo el mundo necesita alguien que cuide de él. El niño le
prometió eso, y le suplicó una vez más que no se fuera, aun sabiendo que no era
una opción.
-Hemos tenido suerte –afirmó el
abuelo- de la noche que es. Me han dejado venir a hablar contigo, pero ahora
debo despedirme.
Tras susurrar cuánto lo quería,
el abuelo se esfumó envuelto en niebla, filtrándose a través de los resquicios
que el mármol le proporcionaba. Marco derramó una lágrima más sobre la lápida,
se secó la cara con ambas manos, y se giró. Su padre permanecía en pie, ajeno a
cuanto había sucedido.
-¿Nos vamos ya, Marco?
–preguntó.
-He hablado con el abuelo
–afirmó él, irguiéndose, y enviando una última mirada al suelo.
Sintió cómo la mano de papá
acariciaba su pelo.
-¿Sí, cariño? ¿Y qué te ha
dicho?
-Que os cuide. Y dice que me
puedo quedar con su colección de monedas.
Su padre rio y le revolvió el
pelo.
-Muy bien –confirmó-, mañana la
llevaremos a tu habitación. ¿Te parece?
-Vale –asintió Marco,
complacido.
De esta manera, padre e hijo
abandonaron el cementerio. La noche despuntaba sobre un cielo impoluto en el
que las estrellas brillaban y la luna lo dominaba todo a su alrededor. No había
una sola nube, y la claridad que el astro desplegaba en torno a sí iluminaba
los árboles que decoraban el camposanto. Los jóvenes seguían tratando de
sembrar el pánico en la ciudad, pero Marco no tenía miedo. Una amplia sonrisa
adornaba su rostro, y la noche de los espíritus cobró un significado totalmente
puro para él.