La histeria invadía a Sergio.
Una mañana normal, como otra
cualquiera, se había convertido en la mayor catástrofe de toda su vida. Una
visita al centro comercial. Un vistazo al móvil.
La niña no estaba.
¿Dónde se había metido?
Sus ojos danzaban hacia todas
partes, buscando la blusa azul (¿o era verde?) que llevaba Paula. El lugar era
gigantesco, Sergio apreciaba ahora la inmensidad de ese sitio al que él llamaba
habitualmente «cuatro tienduchas de ropa». Escaleras mecánicas (y tradicionales),
ascensores, y decenas de locales en los que podía haberse escondido. Y estaba
lleno a reventar. Era el primer fin de semana con barra libre para moverse tras el confinamiento por el COVID-19, y
al parecer, la ciudad entera había escogido aquel lugar para propagar un virus
todavía imbatido.
Confundido, deambuló con los ojos
exigiendo salirse de las órbitas, las lágrimas pugnando por exhibir sus cuerpos
cristalinos, y las ansias por gritar, colérico, cogiendo la vez en la lista de
sus emociones.
Trató de serenarse. «Debe estar
donde las chucherías», se dijo. Corrió hasta el lugar, donde un puñado de
mocosos gritaban para ser atendidos, con la calderilla que sus padres les
habían concedido para ayudarles a carcomer sus dentaduras. Sin rastro de Paula.
Rio, psicótico, cuando pensó en
la bronca que le podía caer si la niña se perdía. «¿De verdad piensas en eso, y
no en dónde puede estar tu hija?» Sintió asco de sí mismo. Siempre estás mirando el móvil, repitió, sin embargo, la voz de su
mujer.
Se detuvo en el centro mismo del
centro comercial. Giró en torno a sí, impotente, incrédulo de que semejante
desgracia se irguiese, amenazante, sobre un ser insignificante como él. A lo
lejos, una pequeña figura se escurrió entre los cuerpos de varios adultos,
perdiéndose en la batalla de piernas del horizonte comercial. ¿Era esa la blusa
azul?
Sin siquiera comprobarlo, se
lanzó en una frenética carrera en la que chocó, con mayor o menor fuerza,
contra un adolescente, una anciana —a la que tuvo que ayudar a mantenerse en
pie en un alarde cívico— y un vigilante de seguridad, que le juzgó de forma
reprobatoria. Casi saltó como un jugador de rugby cuando tuvo a la pequeña a su
alcance, y cuando la agarró del brazo, la niña que se giró no era Paula.
Ni se parecía.
—¡Suelta a mi hija! —aulló la
mamá loba, a un solo metro de su cría.
—Lo… siento —se limitó él a
responder.
Sonrió con amargura, siendo
consciente de que era la primera ocasión en la que él mismo se planteaba tal
posibilidad. Había tenido que desaparecer su propia hija para que asumiera una
situación que se le había ido de las manos. Se sintió sucio. Se sintió vacío.
Sn pretenderlo, había jugado con el futuro de su propia familia. En primer
lugar, el dinero del que tenían que vivir. En segundo, la vida de Paula.
Al fondo, distinguió el letrero
luminoso que anunciaba el lugar al que se dirigía. INFORMACIÓN, rezaba.
Un chispazo acudió a su cerebro
atolondrado. Era el punto exacto en el que se hallaban cuando la pequeña le
preguntó si le compraría… ¿qué era? «Yo estaba a punto de cantar línea y,
claro, no le hice ni caso a la niña».
¡El peluche del rinoceronte! ¡Eso
era! Aquel inmenso peluche gris, en cuyos orificios nasales, Paula había
introducido incluso los dedos. Sergio sonrió. También respiró. Después corrió
como una gacela, en esta ocasión veloz, esquivando a la gente, zafándose de
cualquier obstáculo. Sin piedras en el camino.
Llegó, y tras un momento de duda,
suspiró como no lo había hecho en años. Ahí estaba Paula, con su blusa verde, y
ambos dedos índices en sendos agujeros nasales de aquel gran rinoceronte.
Lo compró. Desde luego que lo
compró, tras abrazar a la niña durante un año aproximadamente. Una vez en paz,
cuando el sosiego restableció su ánimo, fue consecuente con su propia amargura.
Llamó a su mujer.
—Cariño… —musitó con la más
trémula de las voces— tengo un problema.
1 comentario:
Me ocurrió algo parecido con mi hijo cuando tenía tres años Le gustaba esconderse y esquivarme mientras yo llevaba a su hermana en el carro. Se creía muy gracioso. Tardamos un nanosegundo en llamar a los dependientes de El Corte Inglés para que nos ayudaran. Se portaron genial. Lo encontraron al fondo de la planta tan feliz como una perdiz. Recuerdo que el dependiente que nos lo trajo en brazos nos pidió que no lo riñéramos. ¡Y tanto que no! Pero volvió a repetir la hazaña un año después en el Oceanográfico. En fin. Ahora tiene nueve y ya no se pierde. Menos mal.
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