lunes, 30 de noviembre de 2020

Reseña: El secreto de Oli


Título de la obra: El secreto de Oli

Autor: Luis A. Santamaría

Género: Intriga

Páginas: 303

Enlace de compra: papel (18,90€), digital (2,84€)

Sinopsis: OS CONTARÉ LA HISTORIA DE CÓMO FUI ENGAÑADO POR LA PERSONA QUE MÁS QUERÍA.

Así comienza Alfonso Morales el relato sobre cómo, hace 23 años, se vio sumergido en una atípica historia con una joven ambareña que le cambió la vida.

En la actualidad, Oli, un entrometido niño de diez años, descubre que una enfermedad letal amenaza la vida de su madre. Inmediatamente construye en su peculiar imaginación un plan para salvar a su familia. Para ello cuenta con la ayuda del 'Yayo', sarcástico cirujano retirado, conocido por los inmorales tratos utilizados con sus discípulos y que tiene buenas razones para no preocuparse por las consecuencias del mañana. Juntos se adentrarán en los oscuros misterios de la familia y en una trama en la que saldrán a la luz algunos turbulentos sucesos ocurridos en el pueblo pesquero de Ámbar: venganzas, corrupciones, traiciones… y un secreto que cambiará el destino de todos para siempre.


Hay autores a los que ves pasar por redes sociales, ves las cubiertas de sus libros, los títulos... y dices: «algún día». Lees buenas opiniones sobre sus trabajos que refuerzan ese algún día, pero por uno u otro motivo, siempre hay otros títulos que se adelantan.

Luis A. Santamaría ha sido mi «algún día» durante mucho tiempo. Siempre me han llamado mucho la atención las cubiertas de sus novelas, todas ellas dignas y del perfil de las grandes editoriales. Hace poco, pasando las páginas de la biblioteca de mi Kindle, vi aquella novela que me cautivó hasta el punto de comprarla: El secreto de Oli. Leí (releí) la sinopsis, y me dije: «Hoy es el día».

Si hay algo que me ha quedado claro, es que la espera ha merecido la pena. Como habéis leído en la sinopsis, en esta novela nos encontraremos con un rompecabezas familiar digno de un culebrón de sobremesa, pero narrado a niveles inconcebibles para algo de ese tipo. No se habla de romances, aunque los hay (y de lo más recónditos), y las intrigas y secretos entre cada uno de los miembros de su familia hacen que, tras cada esquina, nos aguarde una nueva sorpresa. Tenemos entre manos una novela de las que te mantiene con el culo inquieto durante toda su lectura.

Si hay algo que quiero destacar por encima del resto son los personajes. Los tenemos de todo tipo. Nos encontraremos al villano, que pese a serlo, tiene sus motivaciones para comportarse como lo hace, y lleva sus acciones hasta la última de las consecuencias. Algo que, dentro de todo, es de elogiar. Personalmente, me quedo con la figura del 'Yayo', protagonista y partícipe de buena parte de lo que leeremos en El secreto de Oli. Los padres del niño son los grandes personajes a tener en cuenta, por supuesto, pero en muchas ocasiones, son vistos desde la perspectiva del niño, lo que dota al manuscrito de una riqueza que no es muy habitual.

Ese es otro de los puntos fuertes: el manejo de los puntos de vista y los tiempos. Nos vamos a meter de lleno en una novela que alterna narraciones en 1983 y en 2006. El inicio de la relación que provoca esta historia, y su final desenfrenado. La viviremos desde la perspectiva de Alfonso (padre), Oli, Sara (médico), el 'Yayo' y algún otro que seguro, se me está quedando en el olvido. Esa variedad, esa elección de qué información dar en un momento y, sobre todo, cuál no dar, es la que propicia que nos mantengamos en tensión a toda hora.

Para concluir, y porque me gusta dar toda la información necesaria, os diré que El secreto de Oli es la primera parte de una trilogía ya publicada por completo.

1. El secreto de Oli.
2. El aleteo de la mariposa.
3. Veinte veintitrés.

No sé cuándo, pero, desde luego, que no me voy a perder los dos libros que me faltan.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Estrella Vega

           Día 1

Malai estaba asustada. Sentada en la tierra húmeda, abrazaba sus piernas en posición de indefensión. En ocasiones, se atrevía a asomar de forma tímida sus ojos, que intentaban, en vano, distinguir alguna figura diferente a la de sus compañeras. La oscuridad era total, y solamente se escuchaba el murmullo del agua corriendo de un lado a otro, y algún grito histérico de sus amigas. La entrenadora trataba de calmarlas con palabras suaves cargadas de un sosiego que ni ella misma se creía. Habían quedado atrapadas en aquella cueva angosta que Malai nunca había tenido intención de visitar.

*****

El equipo de fútbol femenino había desaparecido. Esa era la primera conclusión a la que se había llegado. Nadie sabía en qué lugar, hasta que los servicios de rescate fueron informados de la excursión programada para visitar la cueva Tham Luang. El diluvio ocasionado por el monzón dificultaba una pronta salvación, incluso aunque la ubicación fuese halagüeña, pero es que la cueva podría haber sepultado a las chicas en caso de que allí se encontrasen. El equipo de socorro halló las bicicleras de las niñas apostadas en la entrada de la gruta, certificando los peores temores.

Día 4

Tenía hambre. Toneladas de hambre. Tanta que el rugido de sus tripas, por ensordecedor, se había convertido en mudo. Los llantos aislados del resto de niñas pasaban inadvertidos y la entrenadora, abatida, esgrimía cada vez menos y peores motivos para tratar de levantarles el ánimo. Horas de silencio se combinaban con episodios de sollozos aunados, como si de una manada de lobos se tratase. Habían comprobado que todo intento de escape por su propia cuenta era en vano, e incluso podría provocar desprendimientos que las terminasen de sentenciar.

La gran pregunta que debían hacerse era: «¿hay alguien buscándonos?»

*****

       Jason llevaba meses sin ser llamado para una operación de importancia. Él había entrenado para ser el mejor en lo suyo, y realmente creía haber alcanzado tal nivel, pero la cotidianeidad de su trabajo le exasperaba. Reía con sarcasmo al reconocer que para que ese aburrimiento finalizase, debía producirse un trágico accidente, y tal contradicción le hacía calmarse. Pero no mucho.

El teléfono sonó. Debía viajar a Tailandia. ESA, y no otra, era la misión por la que él se formó como buzo de salvación. Con preocupación por tal empresa, pero con una sonrisa boba formándosele en los labios, Jason empaquetó lo justo y necesario para realizar un viaje de doce horas.

Día 10

El grupo que creía conocer la debilidad supo lo equivocado que había estado cuando transcurrieron diez días sin más alimento que el que, por fortuna divina, llevaban consigo en el momento de la excursión. Malai agradeció haber cargado más de la cuenta, aunque tuviera que compartir con las compañeras que no habían sido tan previsoras. El nivel de agua seguía descendiendo, pero por mucho que se secase la cueva, las piezas desprendidas por la Madre Naturaleza no volverían a su lugar original. No había salida.

La pobre Kulap parecía haber enfermado. La fiebre, la más inseparable de sus compañeras, y copaba el centro de la atención de la entrenadora. El ánimo era desolador, y varias de ellas, Malai incluida, daban por sentado que su destino no era otro que la muerte. ¿Qué estarían haciendo sus padres? ¿Removerían cielo y tierra para dar con ella? ¿O, por el contrario, coincidirían en el fatídico final que le aguardaba a la vuelta de la esquina?

El único aspecto positivo de semejante viaje al infierno era que, debido a la falta de vigor, sus sueños intranquilos eran más asiduos, quemando con mayor rapidez las etapas hasta el punto y final de su vida.

El delirio de Malai era tal que, incluso, creyó escuchar una voz lejana que acudía en su ayuda.

*****

—¡Las tenemos! —aulló Jason, eufórico— ¡Las hemos encontrado!

La confusión reinaba en el grupo de chicas. El éxtasis era absoluto, pero debían mostrarse comedidos. Haberlas encontrado no era lo mismo que haberlas rescatado. Los niveles de agua generados por el monzón eran inmensos, y no existía un modo fácil de extraerlas sin asumir determinados riesgos. Las salidas estaban inundadas.

Jason trató de explicárselo, desde la distancia, y comprobó en primera persona cómo el rostro confuso se convertía en jubiloso con la noticia del rescate, para después volver a la desilusión cuando fueron informadas de que, con toda probabilidad, tardarían días en poder salir de la cueva.

Día 16

Al menos, estaban alimentadas.

Malai siempre se había considerado una niña paciente, comprensiva y que empatizaba con quien tenía frente a sí, pero no alcanzaba a comprender cómo era posible que tanta gente trabajase para rescatarlas y que casi se hubiera cumplido una semana sin que lo consiguieran.

La comida propiciaba que el ánimo fuera mucho más positivo que en días anteriores, por supuesto. La persona que estaba en permanente contacto con ellas se había atrevido a deslizar que ese mismo día podría ser en el que algunas de ellas abandonasen el infierno de Tham Luang. El brillo en los ojos de las chicas, solo de pensar en volver a abrazar a sus familias, iluminó aquella angosta cueva.

*****

El circo estaba montado. Centenares de reporteros aguardaban a una distancia moderada, expectantes por el momento del rescate. Jason ignoraba hasta qué punto era sabido que la urgencia por llevarlo a cabo se debía a la llegada de otro inminente monzón. De no recuperar a las chicas a tiempo, la catástrofe podría arrastrar al grupo a una tragedia sin salvación alguna.

Trece buzos se internaron en la cueva, para trece chicas que debían salvar. De las condiciones que se encontrasen dependería el tiempo y la dificultad para su salvación. Eran cuatro los kilómetros de recorrido hasta alcanzar a las niñas. Cada buzo guiaría a su acompañante con el único objetivo de poner fin a una aventura que nadie querría haber vivido.

 

 

NOTA: este relato está inspirado en la historia real vivida por un equipo de fútbol juvenil en Tailandia. El único dato ficticio es el género de los chicos, modificado por petición* de la persona a quien va dirigido el relato, así como el nombre del buzo británico.

Los chicos fueron rescatados entre los días 16 y 18 desde que el grupo quedó atrapado.

*Petición de que la protagonista del relato fuera una niña.

martes, 17 de noviembre de 2020

Marioles

 

La histeria invadía a Sergio.

Una mañana normal, como otra cualquiera, se había convertido en la mayor catástrofe de toda su vida. Una visita al centro comercial. Un vistazo al móvil.

La niña no estaba.

¿Dónde se había metido?

Sus ojos danzaban hacia todas partes, buscando la blusa azul (¿o era verde?) que llevaba Paula. El lugar era gigantesco, Sergio apreciaba ahora la inmensidad de ese sitio al que él llamaba habitualmente «cuatro tienduchas de ropa». Escaleras mecánicas (y tradicionales), ascensores, y decenas de locales en los que podía haberse escondido. Y estaba lleno a reventar. Era el primer fin de semana con barra libre para moverse tras el confinamiento por el COVID-19, y al parecer, la ciudad entera había escogido aquel lugar para propagar un virus todavía imbatido.

Confundido, deambuló con los ojos exigiendo salirse de las órbitas, las lágrimas pugnando por exhibir sus cuerpos cristalinos, y las ansias por gritar, colérico, cogiendo la vez en la lista de sus emociones.

Trató de serenarse. «Debe estar donde las chucherías», se dijo. Corrió hasta el lugar, donde un puñado de mocosos gritaban para ser atendidos, con la calderilla que sus padres les habían concedido para ayudarles a carcomer sus dentaduras. Sin rastro de Paula.

Rio, psicótico, cuando pensó en la bronca que le podía caer si la niña se perdía. «¿De verdad piensas en eso, y no en dónde puede estar tu hija?» Sintió asco de sí mismo. Siempre estás mirando el móvil, repitió, sin embargo, la voz de su mujer.

Se detuvo en el centro mismo del centro comercial. Giró en torno a sí, impotente, incrédulo de que semejante desgracia se irguiese, amenazante, sobre un ser insignificante como él. A lo lejos, una pequeña figura se escurrió entre los cuerpos de varios adultos, perdiéndose en la batalla de piernas del horizonte comercial. ¿Era esa la blusa azul?

Sin siquiera comprobarlo, se lanzó en una frenética carrera en la que chocó, con mayor o menor fuerza, contra un adolescente, una anciana —a la que tuvo que ayudar a mantenerse en pie en un alarde cívico— y un vigilante de seguridad, que le juzgó de forma reprobatoria. Casi saltó como un jugador de rugby cuando tuvo a la pequeña a su alcance, y cuando la agarró del brazo, la niña que se giró no era Paula.

Ni se parecía.

—¡Suelta a mi hija! —aulló la mamá loba, a un solo metro de su cría.

—Lo… siento —se limitó él a responder.

        Sergio supo que había llegado el momento de pedir ayuda. Buscar a los responsables del centro comercial, que cantasen por megafonía o que acudiera el mismísimo ejército. Se encaminó, raudo pero desazonado, hacia el puesto de información del centro, que se hallaba en la entrada principal. Cabizbajo, asumiendo su propia derrota y suplicando por una pronta solución, arrastró los pies, desistiendo incluso de buscar por su propia cuenta. Las relucientes baldosas grises le devolvían la imagen de un perdedor. De un fracasado. De un impostor que había tirado su vida por la borda por echar unas monedas virtuales en ese bingo que anunciaban por la tele. Maldijo el dinero, maldijo el bingo y maldijo al impresentable del presentador famoso que se enriquecía mediante anuncios de firmas que, a su vez, se aprovechaban de la ludopatía. ¿Su propia ludopatía, quizás?

Sonrió con amargura, siendo consciente de que era la primera ocasión en la que él mismo se planteaba tal posibilidad. Había tenido que desaparecer su propia hija para que asumiera una situación que se le había ido de las manos. Se sintió sucio. Se sintió vacío. Sn pretenderlo, había jugado con el futuro de su propia familia. En primer lugar, el dinero del que tenían que vivir. En segundo, la vida de Paula.

Al fondo, distinguió el letrero luminoso que anunciaba el lugar al que se dirigía. INFORMACIÓN, rezaba.

Un chispazo acudió a su cerebro atolondrado. Era el punto exacto en el que se hallaban cuando la pequeña le preguntó si le compraría… ¿qué era? «Yo estaba a punto de cantar línea y, claro, no le hice ni caso a la niña».

¡El peluche del rinoceronte! ¡Eso era! Aquel inmenso peluche gris, en cuyos orificios nasales, Paula había introducido incluso los dedos. Sergio sonrió. También respiró. Después corrió como una gacela, en esta ocasión veloz, esquivando a la gente, zafándose de cualquier obstáculo. Sin piedras en el camino.

Llegó, y tras un momento de duda, suspiró como no lo había hecho en años. Ahí estaba Paula, con su blusa verde, y ambos dedos índices en sendos agujeros nasales de aquel gran rinoceronte.

Lo compró. Desde luego que lo compró, tras abrazar a la niña durante un año aproximadamente. Una vez en paz, cuando el sosiego restableció su ánimo, fue consecuente con su propia amargura. Llamó a su mujer.

—Cariño… —musitó con la más trémula de las voces— tengo un problema.

domingo, 15 de noviembre de 2020

Coach P

 

El baloncesto tiene un algo que hace que cada décima de segundo pueda merecer la pena. Hay momentos, días o etapas que sabes que la van a merecer. Cuando un equipo se convierte en dominador, se advierte desde la propia confección del mismo. Cuando se enfrentan los dos combinados favoritos, sabes que, con toda probabilidad, aguarda una noche maravillosa. Cuando te alzas con un campeonato de la NBA, es el instante de mayor grandeza de este deporte.

Yo nunca he sido una estrella; de hecho, promedié no más de siete puntos por partido en la mejor liga baloncestística del mundo, y sin embargo, tuve ese algo que me hizo pasar a la historia. ¿Lugar indicado, momento, apropiado? Probablemente, pero también horas y horas de esfuerzo, entrenamiento y dedicación.

Siete puntos por partido, para siete anillos de campeón, siendo el jugador con más en la historia, si nos olvidásemos de aquellos Celtics de los 50-60 que lo ganaron todo. En alguno de esos anillos he tenido menos importancia, pero en otros he tenido la suerte de aportar en los momentos cumbre. Si me preguntas mi favorito, siempre será aquel quinto partido en 2005.

Jugábamos contra la reedición de aquellos Bad Boys que dieron fama a Detroit, vigentes campeones después de aplastar a Los Ángeles Lakers de Kobe Bryant. La serie, igualada 2-2. Hay una estadística que dice que, en una serie empatada a dos, quien vence el quinto partido, se lleva la eliminatoria el 82% de las veces.

Perdíamos de dos (93-95). Se la paso a Manu, que recibe el dos contra uno, y él me la devuelve. El pabellón enmudeció, el público local aguardaba con expectación, deseando que el hierro repoeliese mi lanzamiento. El tiempo se detuvo. El reloj marcaba 7,6 segundos cuando el balón abandonó mis dedos. Fuera cual fuera el desenlace, la suerte estaba echada.

La parábola descrita fue impresionante, tanto que crees imposible que esa esfera tan grande pueda hallar el hueco exacto hacia el que has lanzado. Hay tantas posibilidades de que no ocurra, y tan pocas de enhebrar el hilo en esa aguja, que recuerdo cómo cierta desazón me invadió antes de tiempo.

  

Robert Horry, for three! Oh! Only one! 

Narración original NBA.

 

—…viviendo la final del curso baloncestístico 2004-05… Quinto partido, estamos en el Palace de Auburn Hills. Balón, balón para Ginobili, Ginobili, Horry. ¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ratatatatatatatatatatatatata!

¡Ese extraño elemento llamado Horry, Daimiel!

—Bueno, qué fácil es hacer la pizarra, ¿no? con un jugador como este. 

Narración Canal +.

Andrés Montes y Antoni Daimiel.

 

Y sin embargo, llamémoslo suerte, llamémoslo destino o ¿por qué no? talento, el tiro entró. Tan solo hubo un escueto abrazo de Tim, no hicimos más ceremonia, puesto que todavía había que defender la siguiente jugada. La cuestión es que ese balón perforó la red del Palace of Auburn Hills. Ganamos el partido, la eliminatoria y, por lo tanto, el anillo.

El emblema de aquel equipo era Tim. Era Manu, y era Tony, y sin embargo, aquella noche del diecinueve de junio de 2005, yo tuve mi momento.

 

 

 

 

 

*Discurso ficticio del jugador de la NBA Robert Horry.

jueves, 12 de noviembre de 2020

María (SYA)

         «No hay espíritu más bondadoso que el de un animal».

Ignoro en qué lugar escuché o leí esa frase, puesto que pertenece ya a una vida pasada. Yo, Esmeralda, he vivido rodeada de una ferviente pasión por ellos, y es que, en mi corta vida, me han brindado más muestras de cariño que (casi) cualquier humano.

Dejando a mis padres y hermano a un lado, a quienes agradeceré eternamente todo el apoyo y el amor que me entregan día a día, el resto de mis iguales no han hecho más que apartarme y marginarme. En el mejor de los casos, claro. No me quieren, yo no les quiero a ellos, así que no encuentro ni una sola buena razón por la que deba tratar de acercarme a la especie humana. No en mi situación.

Trato de desviar ese torbellino de sentimientos desazonados. Hace ya tiempo desde que decidí no malgastar mi valioso tiempo en ellos. Bajo la mirada, te acaricio y sonrío.

Recuerdo, una vez más.

Recuerdo a aquella niña de tres años que, en cuclillas a la vera del río del pueblo, descubrió a un cachorro abandonado. Gemía, chillaba y se revolvía, atado mediante un fino cordel al enclenque tronco de un chopo distanciado de su propia arboleda, tan joven como él. Una estampa plagada de infancia e impotencia. Esmeralda, el perro y el árbol. Cada uno, cachorro a su manera, desamparados y alejados de quienes debían cobijarle.

La batalla dialéctica con mis padres a la hora de quedarme con Sabi (el nombre escogido para el nuevo miembro de la familia) fue ardua. Me encontraba en clara desventaja numérica, pero los argumentos de una niña de tres años con el desparpajo que yo atesoraba no eran cualquier cosa, como quedó demostrado en apenas veinte minutos. El cachorro, una mezcla entre mastín y labrador, creció como una mala bestia a medida que las semanas avanzaban. A mayor tamaño, mayor arrepentimiento por parte de mis padres, pero como el apego hacia Sabi también aumentaba, la situación no llegó a descontrolarse en ningún momento.

El amor hacia tu mascota siempre crea un vínculo de ida y vuelta entre ambos, una conexión plena en la que no hay sospecha alguna de sentirte abandonada. Si acaso, es la mascota la que puede paladear en alguna ocasión ese agrio sentimiento. Sin embargo, su infinita bondad les impide ser presa de algo así. En mi caso, Sabi fue mi mejor confidente desde el primer minuto. No me comprendía, pero no era porque no lo intentase. Sus ojos me perforaban con la mayor de las admiraciones, y no quedaba un solo movimiento de mi cuerpo en el que él no posase su atención. El suave tacto de su pelo sedoso siempre será uno de los mejores recuerdos de estos diecisiete años que cuento a mis espaldas.

Así transcurrieron, con Sabi como mayor apoyo en una infancia turbulenta en lo emocional. Nunca me adapté, no llegué a tener amigos reales como tampoco conecté con nadie fuera de mi reducido círculo familiar.

Y así, en una vorágine sentimental tan incierta como amarga, llegó la enfermedad.

Los problemas que te parecen graves o te escandalizan en determinadas situaciones, se disipan como la niebla en un día que amanece cuando te confirman que te envuelve un tumor maligno, y que no son muchas las posibilidades de vencerlo.

De pronto, las miradas de indiferencia en el instituto se convierten en juicios de condolencia, en tristes compadecimientos, y no sé cuál de las dos opciones detesto más. Incluso mi familia comienza a tratarme de modo diferente, y yo no hago más que recluirme todavía más en mi reducida burbuja, en la que solo cabemos Sabi y yo.

Tal vez sea egoísta, no creáis que no se me pasa a veces por la cabeza. Pero si alguien no lo es en el momento en el que teme por su vida, ¿cuándo va a serlo?

Lo cierto, todo hay que decirlo, es que llevamos un par de buenas semanas. Después de otra dura batalla dialéctica, en este caso, cruenta de verdad, hemos conseguido un permiso especial (llamémoslo «déjalo estar para que se calle de una vez») para que Sabi pueda estar conmigo en la habitación que ocupo desde un tiempo tan amplio que ya ni recuerdo. Acariciar su pelaje después de tantos días ha hecho que las lágrimas broten desde unos ojos que creían haberse secado.

        La segunda gran noticia, y es curioso que me parezca menos importante que la primera, es que el tratamiento parece estar surtiendo efecto, y creemos haber dado un primer paso en la dirección adecuada en la guerra de vencer a la enfermedad.

En este mismo instante, te miro a los ojos, y solo veo pureza en ellos. Te sonrío con verdadero fervor, y creo intuir una especie de sonrisa que también lucha por escapar desde tu hocico. No sé cuánta parte de realidad y cuánta de fantasía hay en lo que sentimos el uno por el otro, pero sí sé que tú y yo, el uno junto al otro, seremos capaces de salir adelante.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Goretti

            Robert y Goretti se querían. Se amaban. Compaginaban en todo lo compaginable, y aunque, como toda pareja, tenían sus diferencias, también había ocasiones en las que parecían un mismo ser. Honrados, genuinos y, en cierto modo y como toda persona especial, un poco payasetes. Dos seres entusiastas que gustaban de devorar cada gramo de vida como si fuera el último.

Esa era la teoría, y ponían todo de su parte para llevarlo a la práctica. Sin embargo, las obligaciones del mundo contemporáneo no ponían de su parte, y después de completar sus estudios, ambos se vieron encerrados en dos buenos trabajos, que ya desearía para sí el ciudadano medio pero que, a la postre, les habían sumido en una monotoneidad cuando apenas rascaban el cascarón de las tres décadas de vida.

Así fue como, en una noche de película y manta, situación cómoda por antonomasia pero que les había sumido en un silencio demasiado largo, Goretti preguntó:

—¿Qué tal si nos vamos?

—Adónde quieres irte? —respondió Robert con su alemán cerrado.

—Fuera, pero no de viaje. Para siempre.

La primera reacción de Robert fue la carcajada, pero cuando vio que no era correspondida por parte de su pareja, cayó en la cuenta de que no se trataba de una broma.

—Ahorramos dinero durante unos años —continuó ella, ya en la misma onda— y nos marchamos. A algún lugar donde nadie nos moleste. Estoy cansada de tanta ciudad, horarios, imposiciones y obligaciones. Soy un alma libre, y sé que tú también.

—Pero…

—Solos tú y yo.

Las dudas y los contrapuntos se agolpaban en la garganta de Robert, pero cuando miró a aquellos ojos azules, que refulgían a tan solo unos centímetros de él, solamente pudo responder:

—Sí.

Transcurrieron las siguientes semanas. Nada había ocurrido, pero todo había cambiado. La pareja avistaba en su horizonte particular un fin, y debía conseguir los medios necesarios para llevarlo a cabo. Tardarían años en alcanzar su meta, pero al menos, ya habían fijado un destino a su viaje de dos.

Especialmente emotivo fue el momento en el que decidieron el lugar donde se dejarían perder. Tres eran sus opciones, después de descartar un puñado más. Las marcaron en un mapamundi que ocupaba la pared al completo, y comenzaron el ritual que habían acordado.

Vendados los ojos, vendada el alma, y con un cargamento de ilusión por bandera, Goretti avanzó, algo mareada después de tres vueltas a ciegas, hasta toparse con la pared. Apoyó la mano sobre la superficie, y con la otra, deshizo el nudo que le entorpecía la visión. No había acertado, como era lógico, pero el punto más cercano a su dedo era Islandia. Ese país al que siempre habían querido viajar, tan esquivo hasta el momento.

Ahora sabía por qué. El destino se lo había reservado.

Pasaron semanas, meses e incluso años. Sus treinta años se convirtieron en cuarenta, siendo los últimos diez de un ahorro casi enfermizo. Y llegó el momento. Las lágrimas de ilusión caían desde aquellos cuatro ojos, incrédulos por decir adiós a la vida que todo el mundo quería. Encontrarían obstáculos en el camino, por supuesto, así como, en algún momento, deberían volver a escudarse en la civilización para mantener su flujo monetario. Ya llegaría la hora. De momento, se limitarían a disfrutar y evadirse del mundo.

Tras el aterrizaje, kilómetros y kilómetros de un paisaje amparado en la nieve se sucedieron, otorgando una sensación de paz tan desconocida como ansiada hasta entonces. Surcaron las carreteras islandesas, se detuvieron en los lugares turísticos que hallaron en su camino, e hicieron noche a mitad del recorrido hacia su destino. La iluminación ambarina de la cabaña contrastaba a la par que encajaba, perfecta, en aquel inhóspito paraje, y Goretti se supo saciada de vida.

Era feliz.

A la mañana siguiente, continuaron hacia Grettislaug, un lugar a pocos minutos del que habían escogido para pasar sus siguientes meses. Ansiaban contemplar el firmamento, el zigzagueo de las auroras boreales campando a sus anchas, embelesando a los pocos valientes que se atrevieran a pasar una noche al raso con tal de observarlas. Robert le recordó que las auroras son caprichosas, y que seria extraño cazarlas en su primera intentona. Goretti no le hizo caso. Su cuento de hadas no podía disolverse en aquel momento.

Alcanzaron el emplazamiento indicado cuando la noche ya era cerrada. Por fortuna, las nubes habían concedido el permiso necesario para el disfrute del espectáculo, y las condiciones parecían las adecuadas para que el cielo se manifestase. Cuando recorrían los últimos metros hacia sus asientos improvisados, unas espirales verdosas comenzaron a serpentear. Tímidas. Etéreas. La danza comenzó cuando se acomodaron, el uno junto al otro, disfrutando del momento por el que tanto tiempo habían esperado.


            Tan perfecto como habían soñado.

Sendos escalofríos recorrieron sus espaldas, y trenzaron sus manos, sin mirarse, convirtiéndose en un solo ser.

Cuando el espectáculo concluyó, continuaron con un mutismo que no quería quebrarse. Temían despertar de un sueño, temían volver a una vida de obligaciones.

Una voz a la espalda les sacó de su fantasía.

—Perdonad…

—¿Sí? —respondió Goretti, sorprendida por encontrarse con una viajera española en aquel lugar.

—Siento interrumpiros, pero… he estado haciendo fotos, y he creído que, ya que salís vosotros en ellas… quizás queráís tenerlas.

        Goretti, escéptica en un primer momento, sintió como una imborrable sonrisa comenzaba a formarse en su rostro, y sin darse cuenta, colmada de felicidad, se encontró abrazando a una completa desconocida.

martes, 3 de noviembre de 2020

Pili

     

        Todo arte requiere de una paciencia y un control del tempo infinitos. El pintor necesita una luz adecuada, unos materiales concretos y un modelo u objeto en condiciones. El escritor solamente necesita dos cosas: máquina de escribir (en su defecto, papel y lápiz) e inspiración, pero esta última, en ocasiones, se presenta como la búsqueda del Santo Grial. El oficio de escultor requiere de una pericia única, y la asunción de que un golpe fuera de sitio puede dar al traste con todo el trabajo.

Hay muchas modalidades artísticas, y cada una de ellas peca de una u otra peculiaridad que la convierte en caótica a la par que irresistible. La fotografía, pasión de Pili, cuenta con el regusto que se te queda siempre, porque esa foto, aunque sea perfecta, SIEMPRE podría haber quedado mejor. Un poco más de luz, un mejor encuadre, diferentes condiciones meteorológicas, un mayor balance de blancos. Siempre hay algo que mejorar, y eso es difícil de asumir por parte de quien se halla tras la cámara.

Tal era el entusiasmo de Pili por el arte de la obturación, que voló en solitario hacia Islandia. Se dice de Noruega que es la cuna de las auroras boreales, y ella se había inventado que su destino podía denominarse como «la cigüeña que lleva al niño a esa cuna». La isla no contaba con la fama de su vecina del este, pero la mayor variedad de paisajes que esta albergaba la hizo decantarse por la Tierra de Fuego y Hielo.

Hacía ya dos días desde que aterrizó en aquella maravilla alejada de todo rastro de civilización. Por lo que había leído, fuera de Reikiavik, la calma era eterna, y al menos este punto lo estaba comprobando en su propia piel. Las gélidas temperaturas podían ser un contratiempo, sí, pero estaba dispuesta a pagar tal peaje solo por el hecho de sanearse por dentro de la manera que lo estaba haciendo. La excusa era la fotografía, y aunque se trataba en realidad del motivo del viaje, Pili agradecía la renovación personal que la envolvía. Las aguas termales de la piscina de Grettislaug acariciaban su cuerpo, y ella, con los ojos cerrados, se dejó llevar por el entorno, hasta que la noche devoró con calma al día, susurrándole al oído que su tiempo había terminado.


            Cuando abrió los ojos, inauguró el ritual que pensaba repetir hasta que consiguiese una instantánea —LA instantánea—de una aurora boreal. Salió de la piscina a toda prisa, puesto que era el único lugar en el que el frío no hendía sus mortíferas estacas. Se envolvió en la manta térmica y corrió hacia su iglú, donde le aguardaba un calor moderadamente satisfactorio, dadas las circunstancias.

Era su segunda noche en aquel lugar. Había llegado el momento.

Con capas y capas de ropa adaptada para el más crudo de los inviernos, abrió la cremallera que la devolvió a la intemperie. Aguzó la vista y echó una ojeada panorámica. Las montañas, completamente invadidas por la nieve, quedaban a su izquierda. Lo que en cualquier lugar del mundo hubiese copado la atención, aquí era tan solo un elemento más. Al pie del macizo, la llanura se confundía con la línea del mar, ahora invisible por la negrura. Ni un solo sonido distraía su atención, y es que la mayoría de los pocos turistas de la zona ya habían comenzado el camino de regreso al camping.

La noche era ya cerrada, y Pili tenía ya todo el equipo preparado. Toda su labor allí se resumía a ajustar la configuración idónea, el encuadre perfecto, y aguardar. Probablemente fuera una noche aburrida en la mayoría de sus tramos, pero el momento no espera a nadie y, cuando llegase, debería dar el cien por cien para capturar esa estampa para el resto de sus días. La imagen habitual de una aurora hace creer que son eternas, que se mantienen en el cielo para siempre, pero lo cierto es que son caprichosas, puesto que su cénit puede pasar desapercibido para un espectador despistado.

El cielo comenzó a moverse de manera imperceptible. No para ella. Su mirada era la del vigilante que sabe que se va a cometer un robo, y simplemente debe estar alerta para detectar el cuándo. Pili lo había estudiado, y la noche anterior, gracias a ello, estuvo cerca de tomar una imagen satisfactoria (pero no LA imagen). Ese día no pasaría, pero se lamentó, entró en cólera por dentro, cuando detectó que una pareja entraba en el marco de su foto. No tenía tiempo de mover el equipo, ya que se arriesgaba a perder el momento. Tampoco quiso vocear desde allí, entrando en una conversación que, con toda probabilidad, no la llevaría a ningún lado. Así pues, todo dependía de la ubicación que la pareja escogiese para contemplar la aurora.

        Ellos también apreciaron que el clímax de la noche se aproximaba y, tras una sonrisa de complicidad, tomaron asiento en el suelo mismo.

Pili observó. No estropeaban la imagen, desde luego. Incluso, algún alma enamoradiza podría asegurar que la completaban. De espaldas, a contraluz y ambos sentados en pose de flor de loto, la pareja colocaba el broche perfecto a una sucesión de espirales luminosos que ya daba comienzo. Dejó a un lado la conveniencia de aquellos dos invitados de última hora a su fiesta privada, y se enfrascó en el arte de la obturación. Disparó una y cien veces. Ajustó la configuración, cambiando solo algún pequeño detalle que variaba con el curso de la noche. Sintió que los segundos avanzaban, y ella, ajena a todo, disfrutó como no lo había hecho en la vida, aun sin conocer el resultado final de su trabajo.

Capturó el ascenso de la aurora, su cumbre y su ocaso, hasta que sintió que se había vaciado por dentro.

         Hay gente que invierte su tiempo y dinero en ver fútbol o ir a cenar, pero Pili supo que aquel viaje solitario, a la caza de auroras boreales, lo había capturado con el alma.




NOTA: relato enlazado. Este es un relato independiente, pero que va unido a otro de los relatos por la preventa de Los ecos de la mente. Esta misma semana será publicado en el blog.