sábado, 20 de julio de 2019

La luna como único testigo #historiasdeviajes

El mejor viaje de nuestras vidas. Afrontamos el ecuador de nuestra semana en Irlanda, con coche de alquiler y totalmente a la aventura. El navegador del teléfono móvil está siendo nuestro mejor aliado en un país tan sobrecogedoramente bello como desconocido para nosotros. Hemos visitado, en los días anteriores, ciudades muy transitadas como Dublín o Belfast, pero también hemos disfrutado de vistas inigualables y vivencias irrepetibles en parajes como el puente de Carrick-a-rede, la Calzada del Gigante o el lugar en el que nos encontramos ahora, Glengesh Pass. No creo que las palabras que alcance a pronunciar en esta grabadora, de ninguna manera, lleguen a ser dignas de comparación con los paisajes que nuestras retinas están intentando retener. La adrenalina al cruzar el puente flotante de Carrick-a-rede, las caprichosas formas que las rocas de la Calzada del Gigante forman, materializándose como si fueran peldaños, y la vista panorámica que te deja sin aliento desde su punto más alto, después de más de una hora de sendero, pero haciéndote sentir en la cima del mundo.

Y ahora… Glengesh Pass. Desde su cumbre, y en este momento exacto, se aprecia el maravilloso zigzag que serpentea en forma de carretera, jugando con la luz de un sol que ya comienza a marcharse. Nos mantenemos embrujados, con las manos acariciándose y los dedos entrelazados, sentados sobre un pequeño muro de piedra y nuestras piernas colgando alegremente. La llamada de la realidad nos apremia, nos recuerda que tenemos que hacer unos trescientos kilómetros hasta llegar a nuestra siguiente parada. Nos desperezamos, nos besamos y subimos al coche. Navegador encendido, rumbo a Renvyle.

—¿Cuatro horas y treinta y cinco minutos? ¡Pero si son trescientos kilómetros!
—Quizás la carretera no sea muy buena.
—Vamos a darnos prisa, no tardará en oscurecer.

Pese al pequeño contratiempo, nuestro ánimo se mantiene por las nubes. Los kilómetros se van sucediendo con una conversación ligera y ninguna complicación añadida. Hemos completado dos tercios del recorrido y todavía nos acompaña la claridad del ocho de mayo. Empiezo a pensar que el navegador ha cometido un error, aunque sus indicaciones siguen marcando tres horas y media, para solo cien kilómetros. Son las siete de la tarde, tenemos margen.
Ha llegado un e-mail de la propietaria del estudio que tenemos reservado. Nos pregunta si estamos bien, y sobre qué hora creemos que vamos a llegar. Agradecemos la amabilidad y le decimos que estamos de camino.
Es casi de noche, y la carretera nacional ha dado paso a unas secundarias, con tramos asfaltados, y otros que no. La anchura de la vía se ha reducido. Nuestras sonrisas imborrables se tuercen, y el silencio nos acompaña como si de un viajero más se tratase. Cada vez hay menos rectas, cada vez hay que conducir más despacio tanto por la dificultad del camino como por las espinosas condiciones de visión.

—¡Joder! —Grito cuando un ciervo se antepone ante nosotros— ¡Por poco no lo mato!

Reanudamos nuestro camino. Setenta kilómetros, pero más de dos horas según el único faro que todavía nos guía. Un pitido reconocible nos sobresalta y asusta al mismo tiempo. Batería baja. No. Ahora no. Miro en mi móvil. Quince por ciento. Decidimos apagarlo hasta que el de mi mujer deje de funcionar, pero ambos coincidimos en que, igualmente, no nos queda suficiente batería para llegar a Renvyle.
Otro e-mail de nuestra futura anfitriona. Sí, señora, quiero decirle, estamos intentando llegar. Pasan las nueve de la noche, es comprensible que la mujer esté inquieta.
La oscuridad se ha adueñado por completo de cuanto nos rodea, así como de nuestro estado de ánimo. Hace más de veinte minutos que no coincidimos con ningún otro vehículo. Las carreteras son cada vez menos compasivas, y escuchamos cómo las ramas de los arbustos que nos escoltan rozan en ambos costados del coche de alquiler. Si se tratase del nuestro, cada arañazo lo sentiría como si rasgase mi propia piel.
Aunque la lobreguez nos ha impedido darnos cuenta, estamos bordeando un inmenso lago. El reflejo de una luna menguante sobre el faldón cristalino del agua ha sido el que ha tenido la bondad de darnos este detalle.
El móvil de mi mujer decide que ha trabajado demasiado por este día, de manera que encendemos el mío, pero no recoge igual la señal del navegador, y hay momentos en los que, más que guiarnos, nos entorpece. Sacamos el pequeño mapa que habíamos impreso como medida de urgencia —bendita ocurrencia— y, deteniendo el coche en varias ocasiones, conseguimos hacernos una idea de hacia dónde tenemos que dirigirnos.
No sé en qué momento hemos atinado, pero lo cierto es que estamos a unos cuatrocientos metros de nuestro destino, según el GPS de mi teléfono, que pierde y recupera la señal según le apetece. Sin embargo, y como si nada en ese infernal trayecto pudiera salir bien, el estudio no tiene letrero que indique su ubicación exacta. Parecemos un chiste andante, coche hacia delante, coche hacia atrás, buscando entre las casas que tenemos a nuestra derecha.
Bien pensado, parecemos unos asaltantes.
Y es entonces cuando vemos a una mujer amable que hace lo que puede por hacerse ver. Gesticula con los brazos, y avanza con paso titubeante.

—¡Hola! ¡Disculpe el retraso, nos hemos perdido! —Le explico con mi inglés irregular.
—No pasa nada, ahora que veo que están bien, no hay ningún problema.

Entramos en el estudio que debe proveernos un merecido descanso, pero cuando dejo la mochila sobre la cama, escucho un sonido extraño, como el de un motor pequeño.
Un sonido que se acerca.
Cuando me asomo por el marco de la puerta, y con una luna que se esconde tras las nubes como único testigo, veo a mi mujer tendida sobre el jardín, con un charco de sangre que se crece sin timidez. La amable anfitriona corre hacia mí, con un brillo eufórico en sus ojos y una motosierra en la mano.