lunes, 31 de octubre de 2016

El cementerio - Miedo #2

La lápida, fría como un glaciar, estaba en permanente contacto con su rostro. Marco no despegaba la cara de él, y las lágrimas caían sin filtro alguno desde sus ojos. También moqueaba, y su respiración entrecortada le hacía atragantarse y toser esporádicamente.
Se negaba a despedirse. “Todavía no, no tan pronto”.
No por anunciado, el dolor había sido menor, y papá había cedido al fin a la súplica de acudir a despedirse del abuelo. Esperaba, unos metros atrás, a que Marco terminase de gimotear y de dar débiles golpes al mármol. Mamá le había dicho que ya era mayor, que tenía seis años y que debía asumir que todos tenemos que irnos al cielo algún día. Su abuelo había vivido mucho, y no todo el mundo tenía esa suerte.
Por el camino, se habían cruzado con varios grupos de gente, disfrazados de esqueleto, calabaza o momia. Algunos llevaban unas espadas muy raras, y papá le había dicho que se llamaban guadañas. Vaya nombre más raro. Era treinta y uno de octubre, y a la gente le gustaba disfrazarse para dar miedo a los demás. El año anterior, Marco y su abuelo habían ido a pedir chucherías por el vecindario, se lo había pasado genial.
Había perdido la noción del tiempo, y una ligera bruma danzaba por el ambiente, difuminando las lápidas que lo rodeaban. Los grupos de chicos que saltaban y reían disfrazados unos metros más allá habían desaparecido, y el silencio había apartado cualquier posible distracción que pudiera despistarle. Marco se giró, y descubrió que no había nadie a su espalda.

-¿Papá? ¿Estás ahí? –silencio- ¿Papá?
-Marco…
-¿Quién es?
La voz venía desde abajo, atravesaba la lápida para llegar a sus oídos.
-¿Abuelo?
-No llores, cariño.

Marco no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. No podía ser real, y sin embargo, el sonido era claro, y la voz inconfundible. El abuelo le hablaba a través del mármol.
La noche de los espíritus no era tan terrorífica como se anunciaba en televisión o en los carteles de la calle; de hecho, para Marco representó una de las noches más entrañables de su vida. Habló durante horas con el abuelo, que trató de consolarlo, de justificar que era el momento adecuado para su marcha, y le dijo que debía ser fuerte y crecer tranquilo, ser una persona responsable y hacerse tan mayor como él.
Recordaron experiencias, repasaron navidades, veranos, regalos y abrazos. Le habló, una vez más, de la abuela, a la que Marco no había conocido, y le pidió que cuidase de mamá y papá, porque todo el mundo necesita alguien que cuide de él. El niño le prometió eso, y le suplicó una vez más que no se fuera, aun sabiendo que no era una opción.

-Hemos tenido suerte –afirmó el abuelo- de la noche que es. Me han dejado venir a hablar contigo, pero ahora debo despedirme.

Tras susurrar cuánto lo quería, el abuelo se esfumó envuelto en niebla, filtrándose a través de los resquicios que el mármol le proporcionaba. Marco derramó una lágrima más sobre la lápida, se secó la cara con ambas manos, y se giró. Su padre permanecía en pie, ajeno a cuanto había sucedido.

-¿Nos vamos ya, Marco? –preguntó.
-He hablado con el abuelo –afirmó él, irguiéndose, y enviando una última mirada al suelo.
Sintió cómo la mano de papá acariciaba su pelo.
-¿Sí, cariño? ¿Y qué te ha dicho?
-Que os cuide. Y dice que me puedo quedar con su colección de monedas.
Su padre rio y le revolvió el pelo.
-Muy bien –confirmó-, mañana la llevaremos a tu habitación. ¿Te parece?
-Vale –asintió Marco, complacido.

De esta manera, padre e hijo abandonaron el cementerio. La noche despuntaba sobre un cielo impoluto en el que las estrellas brillaban y la luna lo dominaba todo a su alrededor. No había una sola nube, y la claridad que el astro desplegaba en torno a sí iluminaba los árboles que decoraban el camposanto. Los jóvenes seguían tratando de sembrar el pánico en la ciudad, pero Marco no tenía miedo. Una amplia sonrisa adornaba su rostro, y la noche de los espíritus cobró un significado totalmente puro para él.





El reflejo - Miedo #1

La puerta certificó su alivio con un sonido seco al cerrarse. Todo había concluido.
“En realidad –pensó Sara-, solamente acaba de comenzar”.
Sacó el cuchillo del bolsillo, la hoja seguía empapada en sangre. Un atisbo de remordimiento acudió a su mente, pero se excusó a sí misma, porque ella se lo había buscado.
Era la primera vez que le arrebataba la vida a alguien, y la adrenalina se agolpaba en sus sienes, martilleándolas. Sin embargo, una permanente sonrisa vestía su expresión, tras haber culminado la obra que llevaba meses madurando.
Un relámpago iluminó la estancia, imperturbable hasta el momento, y el trueno que le siguió rugió de manera tan estruendosa que sus ojos se abrieron del susto. Guio sus pasos, a oscuras, hacia el cuarto de baño, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra que reinaba en el hogar.
Comenzó a desvestirse, lanzando toda la ropa al suelo. Su nula experiencia en el arte de matar la hizo dudar sobre si lavarla, quemarla, romperla o simplemente tirarla a la basura. Algo le dijo que el fuego era la respuesta adecuada, pero lo primero que necesitaba era darse una buena ducha. Cogió su teléfono y abrió el reproductor de música, pinchó en la canción que tenía en la mente; sí, sin duda era la melodía perfecta. Cuando Freddie Mercury comenzó a cantar, nuestra protagonista entonó con él:

-Mama, just killed a man…

Antes de ser consciente de ello, estaba cantando a pleno pulmón, abrigada en la oscuridad que la noche le brindaba. No quiso encender ninguna lámpara, durante esa velada quería que la intimidad fuera absoluta. Su cuerpo desnudo se movía a uno y otro lado, y su pelo lacio le acariciaba los hombros, mientras ella acompañaba la interpretación del piano. Un relámpago volvió a alumbrar el cuarto de aseo, y la música cesó de repente. El canto desafinado que estaba entonando se mantuvo durante un breve instante en el aire, sorprendido, acongojado.

-Pero, ¿qué…?

Agarró el teléfono, creyendo que quizás la batería había dicho ‘basta’, pero no era el caso. Volvió a pinchar en Bohemian Rhapsody, aunque esta vez dejó que Freddie cantara a solas. Se convenció de que el aparato se había vuelto loco, al fin y al cabo, la tecnología fallaba a todas horas.
Sus ojos apuntaron hacia el espejo; las manchas de barro le adornaban los brazos, la cara y el cuello. “Enterrar a tu mejor amiga es un trabajo de lo más sucio”. Cuando, inconscientemente, volvía a tararear la canción, un nuevo rayo mudó su semblante y dio luz a la estancia. Freddie Mercury volvió a callar, y Sara vio un reflejo en el espejo, tras de sí. Lanzó un grito de terror y dio varios pasos hacia atrás, sin pensar que, en lugar de alejarse de lo que la atemorizaba, estaba acercándose.
Se giró, pero el cuarto de baño estaba a oscuras, y no pudo ver nada. Corrió hacia el interruptor, pero al pulsarlo, la penumbra se mantuvo.
“Contrólate, Sara”, se dijo. “Con la tormenta, se ha ido la luz, y hace tiempo que debería haber cambiado ese estúpido teléfono”.
Salió del aseo y, titubeando, recorrió el largo pasillo que la separaba del cuadro de luces. Accionó el interruptor correspondiente y se hizo la luz en su hogar.

-¿Ves? –se recriminó.

El miedo abandonó su cuerpo, y más tranquila, caminó de vuelta, decidida a meterse en la ducha. El tiempo de cantar había pasado, solamente quería purificarse y quemar la ropa que podía testificar en su contra. La canción de Queen, ignorando sus deseos, volvía a sonar a un volumen ensordecedor, pero cuando pisó el cuarto de baño, la música se detuvo una vez más, y las luces de la casa se volvieron a venir abajo.

-Esto no me gusta.

El enésimo rayo consiguió que un escalofrío recorriese su espalda, y cuando fue a recoger la ropa, decidida a marcharse espantada por el pánico, vio la cara del terror reflejada nuevamente en el espejo. Sara profirió un grito que hizo que las prendas cayesen al suelo, y la puerta se cerró con un golpe seco. Se abalanzó e intentó abrirla, pero tuvo que tirar de ella tres veces para conseguirlo. Horrorizada, corrió hacia la calle sin reparar siquiera en la desnudez que seguía exhibiendo. Nada le importaba, sólo quería huir.
Abrió la puerta y salió al jardín, donde la lobreguez se mantenía intacta. Sus piernas se apresuraron hacia el lugar del crimen, pues tenía que espantar sus temores, tenía que confirmar que el cadáver seguía en su sitio. No podía ser verdad lo que el espejo le había enseñado. Cuando llegó al centro del terreno, un gran agujero fue cuanto encontró. No había cuerpo.

-¿Cómo puede ser? –gritó al cielo, desde cuyo techo caía una lluvia torrencial.
-Sara –susurró una voz a su espalda.

Cuando se giró, no vio a nadie, pero una violenta ráfaga de viento la tumbó en el agujero donde su víctima yacía minutos atrás.

-No, no, ¡no! –gritaba al viento, y sintió cómo el barro trataba de enterrarla.

La tierra comenzó a entrar por su boca, sus ojos, su nariz, mientras ella sollozaba impotente, estéril y aterrada ante la sucesión de incomprensibles acontecimientos.
Un segundo antes de perder el conocimiento, tan sólo el instante previo a dejar de respirar, supo que, a pesar de todo, el destino le entregaba la cosecha de lo que había sembrado.