jueves, 24 de agosto de 2017

Los árboles hablan

Los árboles hablan - #AmoresDeVerano


La estampa de dos manos entrelazadas era todo cuanto veía. El rabillo de su ojo le susurraba, sin éxito, que podía encontrar otras cosas a su alrededor: la húmeda tierra que reposaba bajo sus vaqueros, las hojas que, enmarañadas entre sí, formaban un entresijo floral indescifrable, o el agua cristalina del lago que les enviaba unos destellos que no eran atendidos.
Le había conocido apenas un par de semanas atrás, cierto, pero ella rehuía a las escépticas advertencias de su mente, y se aferraba al ardiente optimismo de su corazón. ¿Quién se atrevería a decirle que un amor de verano no podía convertirse en uno duradero, quizás, el amor de su vida?
Formó un remolino con su dedo, dando vueltas a uno de los tirabuzones de su cabello, en un característico gesto avergonzado. Él la miraba, sonriente, con un fulgor adolescente en los ojos. Ambos tenían su espalda recostada sobre la dura corteza de un roble, uno que habría sido testigo invisible de muchas escenas como aquella. El sudor de sus manos se volvía más pegajoso con el avance de los minutos, pero nadie sopesó siquiera la idea de separar sus dedos.
En el pueblo de su madre vivía muy poca gente, pero aun así miró a ambos lados, con rubor, antes de formular su pregunta:

-¿Qué te parece…? –inició titubeante.
-¿Sí?
-¿…si grabamos nuestros nombres en este tronco? –se atrevió a concluir.

Advirtió cómo los ojos de su amante se desviaban hacia el roble, tras la cabeza de ambos. Al instante, la sonrisa que le vestía el rostro se ensanchó hasta límites desmesurados, y asintió escuetamente. Sin tiempo que perder, alzó su cuerpo entumecido tras un largo rato en reposo, y sacó del bolsillo trasero de su pantalón una navaja impoluta, que parecía no haberse utilizado jamás.
No pidió permiso, ni a ella ni al roble que iba a convertirse, esta vez, en testigo eterno de un amor adolescente. El chico comenzó a rasgar con ímpetu, con perseverancia, y el sudor comenzó a desfilar por su frente, puesto que el reto que tenía ante sí no era ninguna nimiedad. El Sol conseguía filtrarse a través de las ramas aledañas, abriéndose paso para castigarles con su ardor. Tras unos minutos de silencio por parte de ella, y esfuerzo por parte de él, se alejaron para admirar la obra que acababa de esculpirse.
Con trazo irregular, un corazón rodeaba dos letras solitarias y era atravesado por una flecha que podría haber tenido un mejor resultado. Sin embargo, para ella era perfecto. Las letras “A” y “D” lucían espléndidas a la luz del astro, que había conseguido abrirse paso hasta alumbrar específicamente ese lugar. La pareja se abrazó, sin dejar de contemplar un símbolo que los acababa de unir todavía más.

-El resto de corazones… cada uno tiene una historia detrás –escuchó cómo su propia voz divagaba.

A diferencia del suyo, los demás grabados eran, en su mayoría, nombres completos. Alfredo y Susana, Esteban y Sara, Pedro y Astrid… Sintió cómo su vello se erizaba al leer el último nombre. Dio un par de pasos hacia atrás, separándose de él.

-¿Qué ocurre? –quiso saber, con tono preocupado.
-Nada –mintió, sin apartar su mirada de ese corazón.


Las lágrimas afloraron en sus ojos y una nueva sonrisa se dibujó en su tez sonrosada. No abrió la boca, no dio ninguna explicación, pero lo que acababa de ver le insufló el espíritu que necesitaba. Al leer el inconfundible nombre de su madre, junto al de su padre, en la corteza del mismo roble tuvo la certeza, la confirmación de que un amor de verano no tenía que irse con el verano.

lunes, 21 de agosto de 2017

Infancia 2.0

Querido Juan Gómez-Jurado: eres un flink.

Quizás no sea la mejor manera de comenzar una reseña (o tal vez sí), pero te puedo asegurar que me ha salido de dentro. Al fin y al cabo, no es la primera reseña (2) que hago sobre novelas tuyas, así que creo tener la confianza suficiente como para algo así.

Vamos a centrarnos en lo que nos ocupa el día de hoy, comenzando con un alarde de sinceridad que puede (o no) chocar a quien lea estas líneas: nunca he sido un gran apasionado de los niños. Hay muchos que no me caen bien a simple vista, y otros confirman ese sentimiento con el trato cercano. La literatura infantil, sin embargo... tampoco. Soy más de novelas adultas, con muerte, sangre y sexo de por medio. Entonces, os preguntaréis, ¿qué haces leyendo y reseñando una novela explícitamente infantil?

La respuesta a esa pregunta necesita un retroceso de miles de páginas en mi carrera como lector. Cuando abrí por primera vez las páginas de La leyenda del ladrón, quedé enganchado a la narrativa del autor que hoy reseñamos. Tiempo después, ocurrió lo mismo con Espía de Dios, El Paciente y Cicatriz. Queda pendiente, para más adelante, hacerme con El emblema del traidor y Contrato con Dios, pero suelo intercalar géneros entre mis lecturas, y el tiempo es cada vez más escaso. A lo que vamos: después de devorar gran parte de sus novelas, el salto de Juan Gómez-Jurado hacia el público más complicado me hizo ver la oportunidad de un cambio de tercio, una lectura diferente que me alejase de la muerte y sangre que antes mencionaba. Con tres ejemplares en mis manos, volví a casa y comencé a pasar sus páginas.

La lectura de Alex Colt: cadete espacial es tal y como se espera: fluida, amena y divertida. No le faltan toques dramáticos que te hacen empatizar con el protagonista de la historia, pero principalmente es una novela para reírte y aislarte del exterior. Ideal para crear nuevos lectores que el día de mañana sostengan los cimientos de una literatura cada vez más necesitada de devotos. Es una novela infantil, sí, pero como el propio autor señala, adecuada para niños de entre 9 y 99 años. Las ilustraciones de Fran Ferriz están implementadas en el punto de la trama en el que te encuentras, son nítidas y le dan forma a la imagen que se había formado en tu mente con la descripción anterior.

Vamos con la trama. Después de un primer tercio del tomo cuyo propósito es configurar el marco del argumento, caminamos (y corremos, volamos) de la mano de Alex Colt para conocer a sus nuevos amigos, pero también a sus enemigos más enconados y demás personajes de reparto que, quizás, no lo sean tanto. Da gusto leer una historia en la que no todo lo que parece, es, y más en una novela dirigida al público infantil.

Se puede apreciar sin mucho esfuerzo el gran trabajo que hay detrás de la apariencia inocente de una novela infantil de poco más de trescientas páginas. Las grandes diferencias entre el ser humano y todas las especies intergalácticas con las que Alex Colt se encuentra, los ciclos, las descripciones superficiales sobre cuestiones astronómicas como los agujeros de gusano... Juan ha creado todo un universo paralelo en el que, lo inventado es lógico, pero no todo es inventado.

Compré tres ejemplares de Alex Colt: cadete espacial (uno de ellos, compra prematura para mi hijo de cuatro meses), y me alegro de no tener más hijos o sobrinos, porque en ese caso me dejaría un buen pico en hacerme con más. Si quieres que tu hij@ comience a apreciar la lectura desde la infancia, esta es la novela perfecta.

domingo, 6 de agosto de 2017

La deshonra de Mazzola, ¡ya a la venta!

Después de semanas, meses y años de dedicación, noches hasta lo más profundo de la madrugada aporreando las teclas del ordenador, puedo decir que el trabajo ha llegado a su momento cumbre. La deshonra de Mazzola está a la venta.

Por el momento, tenemos la novela en formato físico en la web de la Editorial Seleer, a la que agradezco una vez más la oportunidad que me han brindado:


Y desde hace unos días, también la tenemos en formato digital en Google Play Books, a un precio más reducido y a un solo click de distancia:


Solamente me queda, llegados a este punto, agradecer a mi círculo más cercano todo el apoyo que me han dado y me dan, como también a todo el mundo que llegue hasta La deshonra de Mazzola y se entretenga entre sus páginas.

Fernando Llordén Brota.

El último abrazo

El último abrazo - #UnMarDeHistorias

Bajó la vista a cámara lenta, suspirando de manera indistinguible. Cerró unos párpados desazonados, suplicantes de un descanso que tardaría en serles proporcionado. Sus hombros descendieron, rendidos ante la debacle anímica que les avasallaba. Las fuerzas y el aliento de Miriam se estaban marchando como quien abandonaba una sala de cine cuya película le había decepcionado.

Se había visto obligada a soportar una maratoniana jornada repleta de emociones nauseabundas. Dos madrugadas atrás se certificó la muerte de su madre, y la maquiavélica casualidad había querido que Miriam no estuviera presente. De las veinticuatro horas del día, ella la había acompañado en unas veinte de media. Solamente la dejaba un rato para tomar el aire y asearse en el pequeño piso que ambas compartieran durante meses. Y ahora, después de dos semanas compartiendo el techo de un hospital con la mujer que la había traído al mundo, y cuando las palabras de los doctores parecían más alentadoras, la muerte de su madre había caído como un jarro de agua helada sobre su cuerpo. Se sentía más débil que en cualquier recuerdo que acudiese a su cabeza, totalmente desprotegida ante la marcha de la única persona que, en todo momento, había velado por ella.
El día que Miriam hubiera querido para sí misma, para hacer un exhaustivo repaso de las vivencias que madre e hija compartieron, se convirtió en un día de visitas indeseables y falsas cortesías. Personas que apenas conocía, algunas que no recordaba, y la persona a la que prefería olvidar. Él.
En la jornada de velatorio, el hombre al que años atrás llamó padre tuvo la indecencia de personarse en el tanatorio. Ante la iracunda respuesta de Miriam, él se limitó a esbozar una sonrisa torcida. No se parecía a una burla, aunque ella la vio como tal.

-Tu madre estaría orgullosa de ti.
-¡No te atrevas a mencionarla! –bramó entre sollozos estremecedores.

Una pizca de vergüenza debió acertar en su orgullo, puesto que el hombre indeseable se marchó con el rabo entre las piernas. La triste victoria no le otorgó a Miriam ningún dulzor en el paladar, sino que el recuerdo de su figura en el umbral de la sala consiguió agriarle todavía más un plato ya de por sí amargo.
Tras unos cuantos besos forzados y apretones de mano insulsos, Miriam vio cómo las visitas abandonaban la estancia, una a una, dejando a madre e hija en su única compañía, como ambas deseaban.
Transcurrió una noche en la que las lágrimas surcaron el aire hasta estrellarse contra el frío mármol, y en las que cualquiera hubiera dicho que la adolescente había encontrado, en la muerte de su madre, la locura que muchos le achacaban. Solamente ella sería capaz de decir qué conversaciones se mantuvieron en aquella solitaria sala, y a buen seguro que Miriam guardaría esos momentos con el mayor de los recelos.
Cuando las ojeras se hicieron más evidentes y la luz de un nuevo día trató de aportar alegría en su organismo, ella rechazó cualquier atisbo de distracción y se predispuso para el último paso. La chica de la funeraria se dirigió a ella con voz melosa, como si de una niña de cinco años se tratase. Le explicó el procedimiento de incineración, y le preguntó si esperaba que asistiese alguien más. La rotunda negación de Miriam pareció sorprenderla, pero la empleada no tardó en vestir su semblante con la postiza amabilidad que había perdido unos segundos atrás.
Las intrincadas figuras que las baldosas dibujaban en el suelo fueron lo único que Miriam se atrevió a observar en el periodo en que su madre fue incinerada. No se le pasó por la cabeza levantar una pizca la mirada, puesto que no quería que la imagen de su madre descansando fuera sustituida por ninguna otra. Después de un tiempo indeterminado, la misma chica que la había visitado antes regresó con una sencilla urna entre sus manos.
 
-¿Esto es… ella? –preguntó escéptica.
-Por supuesto.

Miriam no sabía qué pensar. No sabía por qué su corazón se había vaciado de repente. Quizá esperaba que, milagrosamente, su madre volviese a la vida con la incineración. O tal vez, simplemente, no estaba preparada para asumir semejante pérdida.
Y sin embargo, después de tantas emociones despreciables y con su cuerpo arrastrándose en busca del descanso, la joven alcanzó la playa en una furiosa tarde previa al otoño. Las olas irrumpían en la orilla con la violencia que Miriam sentía en su interior. El fuego que había consumido el cuerpo de su madre era el que habitaba en la boca de su estómago, y haciendo alarde de un último esfuerzo estoico, alargó el brazo y vertió el contenido de la urna sobre la arena húmeda de la orilla. Cuerpo y tierra se entremezclaron, ayudados de esas olas que bramaban igual que ella, que escupían y maldecían al cielo, igual que ella, y que fueron perdiendo fuerza a medida que los minutos avanzaban. Igual que ella.

Madre, hija y mar se fundieron en un último y eterno abrazo que nadie sería capaz de olvidar.