martes, 17 de septiembre de 2019

Relato: Después de una y mil vidas

Año 347 a. C.
Egipto
Rebelión 

Una lágrima solitaria se desprendió desde un rostro carente de expresión. Había surcado la mejilla, con delicadeza, aumentando o reduciendo su velocidad en función de lo escarpada que estuviese la superficie que recorría. Finalmente, separó su cuerpo líquido de la lívida piel humana y saltó hacia donde pudo. La mala suerte quiso que su aterrizaje se produjese sobre un enorme charco escarlata que se expandía sin pudor alguno. De esta manera, la gota cristalina se fusionó con un infinito ejército de sangre, formando una mezcolanza de sufrimiento y maldad. Sabah, la causante material de todas esas maldades, se erguía unos pasos más allá, puñal en mano, presenciando su primer asesinato con una expresión conmocionada. Tenía apenas diecinueve años, y por fin había dado rienda suelta a aquellos deseos irrefrenables que pugnaban en su interior desde mucho tiempo atrás. Un sol inclemente era el único testigo de un episodio liberador, y la joven esclava no tuvo más que arrastrar el cadáver unos metros más allá para que las aguas del Nilo la ayudasen a concluir el trabajo. Sabía que la ausencia de un cuerpo no sería suficiente para salvarse. Era consciente de que, cuando fuese encontrada en soledad, sin estar acompañada de su amo, los cabos serían atados y ella también surcaría el cauce de ese río que circulaba a su izquierda, y con total probabilidad en las mismas condiciones en las que lo estaba haciendo su propietario, quien ya se alejaba dejando una mancha rosácea, una estela difusa como testimonio de su paso. Escuchó pasos a su espalda. Ya llegaban. Sabah había actuado movida por un impulso, sin un plan, sin raciocinio que la guiase, y la consecuencia iba a ser una muerte violenta sin opción de justificarse. Tampoco tenía razón para hacerlo, ni tan siquiera una pequeña sensación que la empujase a arrepentirse. Solamente hubiera cambiado las formas de llevar a cabo sus actos. Con un plan, ella podría haberse salvado. Lástima que fuera tarde. 


Año 53 d. C. 
Roma
Brotes de crueldad 

Hacía años que el decoro le había abandonado, pero Valerio no podía reprimir el impulso de ocultar su desnudez de la forma más disimulada posible. Estaba totalmente prohibido, puesto que todo aquel que se personase debía poder ver sus músculos, el vello que poblaba ese cuerpo lavado para la ocasión, sus genitales y cuanto quisieran. A fin de cuentas, estaba a la venta, y el cliente potencial tenía que saber qué mercancía estaba comprando. El soporte seguía girando. Una especie de exposición que lo exhibía a él y varios esclavos más. Escrutó a su alrededor y supo que sería de las piezas más cotizadas. Suspiró. Dos vidas, dos esclavitudes. Tardó años en caer en la cuenta de que el espíritu de Sabah, aquella esclava egipcia que asesinó a su amo, habitaba el cuerpo de Valerio, también esclavo, en este caso en Roma. Vivió una niñez de constantes pesadillas, intranquilas, en las que las muertes se sucedían. Algunas eran recuerdos. Otras, supuso, sueños. No fue hasta la adolescencia cuando reparó en algunos gestos, propios de Sabah, que Valerio repetía de manera involuntaria. La posición al dormir, las mismas inquietudes respecto a sus instintos violentos… Entonces comenzó a recordar. Unió las vivencias de una y otra vida, y supo que se trataban de la misma. 
Un destino maquiavélico había querido que, pese al amplio catálogo de opciones de aquella reencarnación, la rueda del azar le volviese a adjudicar el papel de esclavo. La amargura de siglos atrás se unió a la contemporánea, y un agrio sentimiento de venganza se iba fraguando en su interior. Valerio se prometió que, en esta ocasión, lo haría bien. No actuaría por un arrebato de furia sino que, si de verdad estaba dispuesto a asesinar a Braulio, su propietario, lo haría de tal manera que pudiese salir exitoso de la experiencia. La muerte de un amo podía derivar en libertad para un esclavo y, si conseguía llevarlo a cabo del modo adecuado, tendría la oportunidad de labrarse un digno porvenir.
Desgraciadamente, aquella ocasión se había echado a perder la semana anterior. Había tratado de ocultar sus intenciones, adquiriendo el veneno en una oportunidad que había tardado semanas en surgir. Lo había comprado en nombre de su amo, puesto que no había otro modo de hacerlo para un esclavo. Tardó unos días en actuar, movido por un espíritu piadoso quizás, o por una cautela innecesaria. Una vez logrado el objetivo, y en caso de que se descubriese el motivo del fallecimiento, había diez esclavos en la propiedad de Braulio. Diez posibles sospechosos. La mala fortuna, o el mal hacer, habían querido que Valerio, el esclavo más apreciado por su amo, fuese descubierto vertiendo el líquido de la muerte en la bebida de Braulio. Este acudió veloz e inquirió, preguntó, acusó y vociferó. Le explicó algo sobre el valor que tenía para él, que era algo así como un hijo, que algún día hubiera podido comprar su libertad. Le instó a beber, y él dijo que no. Valerio no sabía si su amo se apiadó de su alma o si, en cambio, era su valor de mercado lo que le había salvado. En cualquier caso, el resultado era el de verse a la venta, sobre una peana giratoria, junto con varios esclavos más. Cada uno de su dueño. Cada uno con una historia diferente oculta tras un cuerpo desnudo. La placa que acompañaba a los esclavos especificaba los detalles menos importantes, a su juicio, a la hora de ser vendido. Pero se dijo a sí mismo que no iba a permitir que la historia volviese a comenzar. Un nuevo amo, una nueva sumisión. Estaba cansado de aquello. Un hombre entrado en años, cuyo cabello escaseaba en la cima de su cabeza, se acercó a su posición. Curioseaba la placa de Valerio cuando el esclavo murmuró: “No vas a comprarme”. Acto seguido, dio rienda suelta a sus impulsos naturales y roció de orín la coronilla de ese hombre, con bastante buena puntería, todo sea dicho. Braulio, al escuchar los gritos del cliente, acudió en dos grandes zancadas y fustigó la espalda de Valerio en repetidas ocasiones, mientras él reía, totalmente poseído. Se lo estaba pasando en grande, a pesar de todo. 

—Una más, y mueres aquí mismo —amenazó su amo.
—¡Atención a todo el mundo! —vociferó el esclavo— Anuncio aquí, a viva voz y a modo de aviso, que quien vea en mí una buena oportunidad, quien piense que puedo ser un buen esclavo, se equivoca de principio a fin. Quien se haga con mi propiedad, estará sentenciado a muerte. Braulio os lo puede decir. Estoy aquí por haber intentado asesinarlo. 

Valerio percibió, por el rabillo del ojo, cómo su amo bajaba la cabeza y murmuraba unas palabras que, aun sin comprenderlas, irradiaban odio y repulsión a partes iguales. Perdió la cuenta de las veces en las que descargó el látigo sobre su espalda, tantas que cayó de la peana y comenzó a contar de nuevo. Estaba sintiendo que las fuerzas le abandonaban, latigazo a latigazo, cuando los restallidos cesaron. El hediondo aliento de Braulio se situó a escasos centímetros de él, y con un susurro cargado de desprecio, sentenció: 

—Te lo has buscado, Valerio. No me puedes decir que no. Espero que tengas suerte en tu siguiente vida, y que tomes mejores decisiones. 
—Yo también lo espero —musitó él con las pocas fuerzas que le quedaban. 

Con tan solo unos instantes de reposo, el filo justiciero de un cuchillo se abalanzó sobre él para poner fin a su vida. Advirtió cómo el frío metal mordía su cuello, hundiéndose milímetro a milímetro en la tierna extensión de su carne. El viscoso borboteo de la sangre no fue más que la garantía de que un alma esclava se escapaba del cuerpo de Valerio. 


Año 718
Covadonga
Éxtasis 

Después de dos vidas de sumisión, la tercera había resultado toda una liberación. Venancio estaba dispuesto para una batalla dura, cruenta. Sabía que cualquier día que amaneciese era propicio para una muerte que, tarde o temprano, le aguardaba sin prisa alguna. Sin embargo, estaba convencido de que no iba a ser ese el día en que abandonase el cuerpo del soldado español. Se hallaba más que comprometido con una causa violenta que consistía en lo que había deseado en sus dos experiencias anteriores: matar. La jornada fue dura: había amanecido con un sol tan batallador como él mismo, pero las nubes, al principio aisladas, habían conseguido congregar otro ejército que finalmente terminó bombardeando. El campo de batalla se convirtió en un barrizal. Una amalgama de brazos y piernas bregando, atacándose, generando incontables bajas para uno y otro bando. Venancio salió exitoso de aquella batalla, al igual que el ejército de Don Pelayo, con una lista de víctimas anónimas que iba en aumento. Ese día no había sido el de su muerte, y no sabía cuánto tardaría en abandonar aquel cuerpo. Quizás fuese al día siguiente, quizás tardase años. Pero lo que tenía asegurado era un disfrute máximo mientras continuase habitándolo. 


Año 1842
Londres
Aparecen los remordimientos 

Madeleine había dado con la horma de su zapato. Se encontraba en una época rígida en apariencia. Durante el día predominaban los saludos afables, los caballeros que inclinaban  su sombrero en señal de cortesía, la fachada impenetrable en el rostro de un vecino. Todo hermético. El pudor y el puritanismo estaban a la orden del día. Pero cuando la noche caía, el mismo hombre que inclinaba el sombrero se convertía en un depredador sexual. La mujer escrupulosa daba rienda suelta a sus instintos primarios, y lo que era estricto se difuminaba inevitablemente. Era la época de la doble moral, la época en la que podías descubrir el averno en el interior de un amigo. Ella era una simple boticaria que dispensaba hierbas y ungüentos a quien los requería. Era feliz con esa vida, pero lo era porque en la noche le aguardaban sus verdaderos quehaceres, lo que daba sentido a una rutina repleta de sonrisas afables y saludos corteses. Madeleine, al igual que en sus anteriores etapas, había sido bendecida con el don de identificar la maldad en unos ojos que la mirasen. Y a diferencia de sus existencias previas, contaba con una dilatada experiencia en el arte de arrebatar vidas ajenas. Había aprendido, después de encarnar a Sabah, Valerio y Venancio, los distintos modos para salir exitosa a la hora de ser juez y verdugo. Madeleine le proporcionaba a ese alma vengativa una fachada perfecta para colocarse el disfraz de la amable boticaria que a nadie le importaba. 
El Londres victoriano era el marco perfecto. Una cotidianeidad firme, sin sentimientos de puertas para afuera, y unas noches de desenfreno, dejadez y anonimato. Madeleine se tomaba su cometido con tesón, actuando bajo el amparo de las distantes lámparas callejeras que le proporcionaban la luz donde ella quería. Utilizó sus virtudes para compensar el calvario de prostitutas, niños o ancianos, todos ellos desvalidos ante la imponente figura de un ajedrez que siempre tenía las de ganar. Sin embargo, peón a peón, fue derribando las piezas necesarias para que la balanza se equilibrase, para que todo adquiriese una armonía, si no perfecta, lo más equitativa posible. Pasaban las fechas, y Madeleine se sentía realizada, pero un pequeño hormigueo horadaba su conciencia, algo le decía que no todo estaba tan bien como ella quería creer. Un pensamiento lejano se masticaba en su mente.
«Estás quitándole la vida a seres humanos.»
Un poder del que solamente Dios debe disponer. Ella se convencía de que, privando de la vida a esos seres malignos, en realidad estaba salvando inocentes.
«Y ¿quién eres tú para decidir quién vive o muere?»
Madeleine, situando en su balanza moral la vida de un niño inocente o de un adulto agresor, escogería una y mil veces la primera de ellas. Pero su cabeza, inconscientemente, seguía dando vueltas, de tal manera que fue haciéndose descuidada. Supo que había alcanzado su cenit, había logrado su cometido, y quizás a aquella joven Madeleine que había comenzado como boticaria, y que contaba con decenas de cadáveres a su espalda, le había llegado la hora. Tal vez debiera dejar paso a una nueva generación. No fue de manera premeditada, pero la nocturnidad del frenesí victoriano fue transformándola en una asesina despreocupada. No temía por su vida y no albergaba preocupaciones, ya que había sobrepasado sus propósitos con holgura. Una solitaria noche, como otra cualquiera, se dejó atrapar por quien debía ser una víctima más. Madeleine tuvo la suerte de ser presa de un rápido ataque de furia, y concluyó sus días como boticaria cuando su cabeza impactó violentamente contra un bordillo londinense. Se trató de una vida más echada a perder, un asesinato del que nadie daría fe. Una mujer que, a su modo, había hecho tanta justicia dedicándose a impartirla como haciéndose a un lado cuando lo creyó oportuno. 


Año 1942
Moscú
No hay vuelta atrás 

En cierto modo, la vida de Boris era un calco de la de Venancio, el soldado español cuya piel había ocupado, más de mil doscientos años atrás. Pero ese alma que contaba con muchas vidas en su mochila ya no era la misma que había combatido en la batalla de Covadonga. Se había cansado de viajar, de combatir y de matar. Había tomado la determinación, ya era suficiente. Boris estaba convencido de que, si completaba una vida sin privar a nadie de la misma, se cerraría el círculo, y podría descansar, al fin. Pero entonces llegó la guerra. Boris era un niño inocente, ignorante de lo que le deparaba el futuro. Nació y se crió en San Petersburgo, y no fue hasta los diez años cuando los recuerdos de Sabah, Valerio, Venancio y Madeleine acudieron a su retina, y tomó conciencia de todo lo ocurrido anteriormente. Paladeó la sensación agria de la muerte de Madeleine, quien mientras dejaba el mundo de los vivos, se reafirmaba en la idea de que ya le había proporcionado demasiado combustible al Caballero de la Muerte.
Así, Boris se comprometió a convertirse en una persona pacífica, lo más honesta posible, pues su deseo máximo era el de cerrar esa existencia que tantos momentos de disfrute, pero a la vez quebraderos de cabeza, le había dado. Cuando explotó el conflicto bélico, una voz oculta en su interior se regocijó. Fue el recuerdo del éxtasis vivido en la piel de Venancio: la remembranza de violencia en barrizales, muertes anónimas y sangre vertida sin escrúpulos. Pero Boris no quería eso. Se vio obligado a acudir a filas, puesto que su país lo necesitaba. Trató de desempeñar los puestos más alejados, aludiendo a cojeras ficticias que tardaron poco en descubrirse. Sus compañeros lo ridiculizaban por su cobardía, ignorando que, si esa esencia violenta despertase, podría convertirse en el mayor depredador de toda la unidad. De todo el ejército ruso.
Finalmente, tuvo que viajar con su pelotón. Trató de ocultarse en el centro del mismo, teniendo menos acceso al enemigo, resguardándose en recovecos de edificios derrumbados, impidiendo ser visto tanto por enemigos como aliados. Simplemente, no quería estar ahí. Sabía que no era bueno para él. Precisamente por eso, maldijo cuando un soldado alemán lo embistió con el hombro. Estaba desprovisto de fusil, y esa era la razón de que Boris permaneciese con vida. Hubiera sido muy fácil dejarse vencer, encajar las sacudidas como tuviesen que sucederse y abrir paso a la siguiente vida que aguardase uno, cinco o trescientos años más adelante. Pero aunque ese alma contase con una experiencia dilatada, aunque tuviese el aplomo necesario para razonar, el espíritu humano es quien decide en momentos de presión. El orgullo, a veces, puede más que ningún otro sentimiento, y cuando Boris se vio atacado, no pudo sino devolver los golpes. Agarró el fusil que había caído desperdigado unos metros a su derecha, pero no disparó. Lo asió por el cañón y golpeó con la culata en la sien de ese alemán que había cortado su paz. Golpeó una, dos, tres y diez veces, hasta que dejó de percibir resistencia al otro lado, hasta que un charco de sangre creciente le dijo que era suficiente. La batalla había terminado. Su pelotón había ganado, pero él había perdido. Sus compañeros, que le tenían por un soldado pusilánime, le vitoreaban un par de metros más allá, como si hubiesen descubierto oro en una mina. No le quedaba otro remedio que despertar la violencia que habitaba en su interior, el fuego que tan alto había ardido en siglos anteriores, y del cual solo quedaban los rescoldos. Unos rescoldos que se habían convertido, de nuevo, en llamas. 


Año 2019
Nueva York
Dos caminos se abren 

La vida de una fiscal en la Gran Manzana es, sin duda alguna, la más segura de cuantas he representado en todos los siglos anteriores. También es la más aburrida, pero con el paso de los años he aprendido a apreciar ese detalle. Atrás quedan las innombrables fechorías que era obligada a hacer Sabah o los latigazos sufridos por Valerio. A mí, Jayden Morrow, esta es la vida que me va a servir como redención por todos los crímenes pasados. Incluso mi trabajo se basa en ello. Lo que en otras vidas hubiera solucionado con violencia o veneno, aquí lo hago bajo un procedimiento judicial que, aun no siendo infalible, trata de encerrar a los criminales por los actos cometidos. Yo acuso, yo ataco, yo encarcelo, pero siempre bajo el marco que la ley me otorga. Como Jayden, tengo un don de palabra del que no dispuse en ninguna otra ocasión. ¡Ay, si Sabah hubiese podido dar uso a semejante as bajo la manga! Cuento ya con cuarenta y dos años, me acerco al ecuador de una vida de reflexión y sabiduría. No es la más intensa, pero sí en la que más estoy deteniéndome a disfrutar de lo obtenido. Tengo familia, un marido y una hija, y disfruto de cada día a su lado. Enredar los dedos en los tirabuzones de Maggie mientras permanecemos tumbadas, tomando el sol en la orilla de Coney Island, puede ser, con una alta probabilidad, mi pasatiempo favorito. Precisamente hoy hemos estado paseando por esa misma orilla, dejando una estela de pasos sumergidos que se difuminaban con el transcurso de las olas. Estamos llegando a casa, y observo cómo Maggie me sonríe desde el asiento de atrás. Nos ducharemos juntas, y después veremos una buena película hasta que llegue Roger. Cuando el engranaje de la llave chirría con su sonido característico al abrir la puerta, un golpe de viento me atiza. Mi cabello ondea violentamente. Una ventana abierta provoca esa corriente. No es posible, siempre las cierro. El sistema de alarma está desactivado, otra de las manías que jamás se me olvidarían. Quizás Roger haya llegado a casa antes de tiempo. Como toda precaución es poca, me acuclillo ante mi hija y le digo en un tono suave: 

—Espérame aquí, Mag.
—¿Qué pasa, mamá?
—Nada, cariño. Voy a comprobar una cosa y te aviso cuando puedas entrar, ¿de acuerdo? 

Ella asiente, cándida. La dejo atrás. Avanzo sigilosamente por el pasillo, tratando de ver más allá, intentando adelantarme a lo que pueda esperarme detrás de cada esquina. Espero que sea una broma de Roger. El silencio es mi aliado, lo utilizo para detectar cualquier nota que escape a él. Me adentro en el salón y observo cómo las cortinas danzan en movimientos hipnóticos, el blanco de la tela ascendiendo para después dejarse caer. Un tablón de la madera del suelo cruje a mi espalda. Me giro con toda la velocidad de la que dispongo. No. 

—¡Mamá! —grita Meg a tan solo un par de metros. 

Un hombre robusto la zarandea en el aire, rodeando su frágil cuello con un solo brazo. Con el otro, y con un arma en su extremo, me apunta a mí. Una creciente escasez capilar predomina en la azotea de su cabeza, aunque él se niega a asumirlo, y alrededor de su coronilla, el cabello sigue estando ahí. Es corpulento. Sostiene a mi pequeña sin esfuerzo aparente, y su dentadura está en tensión, pero no por la fuerza utilizada para ello, sino por la mirada de odio que dirige hacia mí. Su rostro me resulta familiar. ¿Quién es? Y ¿qué me importa a mí? Lo único que debe preocuparme es que tiene a mi pequeña. 

—¿No te acuerdas de mí? —escupe con desprecio— Me encarcelaste hace seis años, pero ya he vuelto, como te dije. 

Suspiro. Se acabó la vida segura y aburrida. Dos caminos se abren en mi horizonte: en el primero, el más plácido, egoísta a la vez, dejo que se quede con Maggie. Me estremezco solo de pensarlo, pero ya son muchas vidas las que cargo a mi espalda, y no puedo desperdiciar la que más posibilidades me ofrece para cerrar el círculo de la muerte. Necesito que este alma descanse de una vez. El segundo camino me insta a salvar a mi pequeña. Puedo hacerlo, pero con toda seguridad, tendría que acabar con la vida de ese hombre. De vuelta a la casilla de salida, y una nueva vida que me aguarda después de la de Jayden Morrow. 
La única conclusión segura es que este alma que me enfundo, este ser etéreo que soy yo, es una ánima mezquina que contamina el cuerpo que ocupa. No importa la época, el género o el resto de accesorios de los que me rodees, corrompo los cuerpos que habito. En fin, de esto estoy hecho, es lo que soy. Ahora no me puedo echar atrás, y no voy a dejar que Maggie se convierta en el mártir de una existencia errónea.
Veo asomar la duda en los ojos de ese hombre. A Maggie le cuesta mantener la respiración, y ese hombre la aferra por el cuello.
Esa duda le hace mirar hacia abajo.
Voy a por ti. 

lunes, 9 de septiembre de 2019

Reseña: El apagón

Seguimos con las reseñas. Parece que he vuelto a recuperar parte del ritmo lector que una vez tuve, y eso no puede ser más que una señal de que lo que coloco ante mis ojos es material de calidad. Las últimas lecturas: el cierre de la trilogía del Mar Quebrado (Joe Abercrombie), El último abecedario (El Selenita) y la novela que hace que hoy me ponga a aporrear las teclas a las 23:57 de la noche (horas intempestivas para lo que estoy acostumbrado en los últimos tiempos): El apagón, de Esteban Navarro.

Desde que sé de él, siempre he dicho lo mismo, y siempre lo diré: Esteban Navarro es un ejemplo para todos los que autopublicamos nuestras novelas, ya sea desde Amazon, Lektu, Wattpad o las diferentes plataformas que hay desperdigadas por la red. Es un mundo más que complicado, porque cada vez hay más escritores a quienes leer, tantos que, a veces, parece que seamos más que los lectores dispuestos a pujar por nuestros trabajos. Dentro de toda esta selva, hay varios autores que sobresalen, siendo uno de ellos el que hoy nos ocupa. Un hombre que convirtió la negativa de las editoriales en un recurso para hacerse un nombre, y ahora es él quien rechaza a esas editoriales. El camino de la autopublicación es uno en el que no muchos logran vencer, pero está claro que este escritor se ha ganado a pulso la fama que carga sobre sus hombros.

Pero bueno, vamos a dejarnos de alabanzas y nos metemos de lleno en la novela que tenemos entre manos. Adquirí El apagón en una de las ofertas flash con las que Esteban nos obsequia cada cierto tiempo. 1€ por una novela de más de trescientas páginas. Poco más que añadir. La historia que nos plantea es original, como lo es que, sin previo aviso y con un completo desconocimiento del origen, la electricidad del poblado oscense de Novesilla se esfume de un momento para otro. Se apagan las luces, se detienen los vehículos, e incluso la pilas o baterías de los dispositivos dejan de funcionar. Sin internet, sin teléfonos. Nada que comunique al pueblo con el resto del mundo. Novesilla se ve sumida en una época medieval con un apagón de un diámetro de treinta y dos kilómetros cuadrados. Cuando la noticia se dispara, se siembra el caos en el resto de España y en parte del extranjero. Un suceso espontáneo se va magnificando con el paso de las semanas, una bola de nieve que crece con cada vuelta que da.

Como protagonistas tenemos a la aspirante a subinspectora Úrsula Pereyra y al inspector jefe Santiago Montenegro. La primera saldrá de la academia para infiltrarse en el pueblo, y el segundo colaborará con ella para, entre ambos, desentrañar el motivo del apagón y de varios crímenes ¿derivados? del mismo. Un suicidio, un asesinato, una violación.

La novela tiene una virtud maravillosa, de la que muy pocas pueden presumir: en ningún momento decae el interés por su trama. La curiosidad por el motivo del apagón  te engancha desde el primer vistazo, y los hallazgos y crímenes que se suceden hacen que te mantengas conectado a la historia sin darte un respiro. Los personajes principales, aunque no sean todo lo profundos que podrían, mantienen una conexión que te hace simpatizar con ellos. Desentonan un poco más los secundarios, haciendo hincapié en los agentes enviados desde otros países, pero es algo que en ningún momento entorpece la lectura.

Sobre la historia, Esteban nos teje un entramado político oculto detrás del apagón, en el que retrocederemos hasta la Guerra Civil Española y se reabrirán las viejas heridas de uno y otro bando, lo que hace que la novela sea profunda para las trescientas páginas que ocupa.

Lo dicho: El apagón es una novela que te entrega lo que esperas. Tendrás la esencia de una novela negra muy original, rápida de leer pero con una trama más profunda de lo que puede parecer a simple vista.

Ha sido mi primera experiencia con Esteban Navarro, pero no será la última.

P.D. Por cierto, no os despistéis, porque este escritor saca nueva novela (La rubia del Tívoli) el 17 de octubre.