domingo, 12 de mayo de 2019

Lucio, el galeote - #ZendaAventuras


Lucio despegó sus manos durante un instante, y las observó. Los callos por un trabajo inhumano habían ido ajándose con cada golpe de remo, un movimiento repetitivo y tedioso en las primeras horas, cruel y desgarrador en las siguientes. Tenía las palmas en carne viva, inexorablemente predestinadas a sangrar. Había visto lo que ocurría cuando ese momento llegaba: dos sucios trapos a modo de vendaje, y vuelta a empezar. No había disculpa alguna, no había más absolución que la muerte otorgada por un océano despiadado, que aguardaba al final de un camino repleto de jadeos y sufrimiento.
Recordó el momento en que fue apresado. Hacía dos semanas ya. El fulgor en los ojos de un joven de veintitrés años se apagó cuando su cuello fue rodeado por una cuerda áspera, implacable, inclemente. No había vuelto a sonreír desde entonces. Acarició con sus manos lastimadas el cuello lastimado, en un abrazo de autocompasión y remordimiento. Atrás quedaron las tardes en las que sus padres le pidieron que llevase cuidado. Pero él quería vivir aventuras.
Con sus heridas palpitando, y saciado ya de esas aventuras, Lucio guió la mirada hacia su vestimenta. La camisa impoluta con la que había salido de casa estaba ahora corrompida por una mezcla de barro, sangre y bilis, y sus tenues sollozos no eran los únicos que se escuchaban en la bodega de la embarcación.

—¡Eh, tú! ¿Para qué sirven tus manos de clase noble?

A Lucio le dolieron las palabras, el desdén con el que fueron pronunciadas. Pero le dolió todavía más el latigazo que las siguió. Profirió un grito desgarrador como réplica, pero sus manos obedecieron instantáneamente y se aferraron a la madera del remo. Sendas lágrimas cayeron por su piel brillante, visitando las comisuras de unos labios agrietados que las saborearon como amargo combustible.
Con el transcurso de los minutos, los latigazos se sucedían, y Lucio se estremecía con cada uno de ellos. Hasta que no pasaban unos segundos, no estaba completamente seguro de que el destinatario fuera otro, y un profundo suspiro lo acompañaba.
No sueltes las manos, y todo irá bien, se decía.
Un chico, dos cuerpos a su izquierda, las levantó. Estiró y encogió las manos, y un par de gotas carmesíes cayeron desde sus dedos. Se fijó en que no era la única persona que lo observaba. Los últimos días habían sido especialmente duros, con varios galeotes cayendo desmayados y los latigazos sucediéndose en intervalos más escuetos. O bien, el navío llegaba tarde, o bien, el capataz tenía el humor peor de lo acostumbrado.
Ay, el capataz. Era una mole sucia y maloliente, con un hablar tan áspero como la cuerda que enlazó en su cuello dos semanas atrás. Todo en él iba en conjunción: escupía cada dos bocanadas de aire, insultaba a todo aquél que moviera cualquier músculo que no sirviera para remar, y descargaba un golpe de látigo antes de decir cualquier palabra. Lucio vio cómo ese capataz desviaba su mirada hacia las manos ensangrentadas del joven carente de energía. Torció el gesto, transformándolo desde la arrogancia hacia la cólera, y se desplazó hasta él con dos grandes zancadas.

—¿Se puede saber qué…? —la pregunta iba acompasada con su brazo, que se alzaba con la fusta en el otro extremo, presta a ser descargada sobre alguien.

Sin embargo Lucio, ese chico sin fuerzas en la recámara y con el ánimo desplomado, había reunido el vigor necesario para levantarse e interponerse entre el látigo y su destinatario. ¿Por qué había hecho algo así? Ni siquiera él lo sabía. En cualquier caso, fue el detonante de una situación que se desvió de cualquier plan trazado con anterioridad.
Reinó el caos.
Provistos de una dosis infinita de valor, el resto de remeros hicieron propio el ejemplo de Lucio y se alzaron contra el capataz. Una lluvia de brazos y piernas cayeron sobre la mole que tan firme se alzaba unos segundos atrás, hasta derrumbarla y hacerla invisible a los ojos que no estuviesen presentes en la amalgama de cuerpos que batallaban. La anarquía debió ser escuchada en el exterior de la bodega, y su puerta se abrió con un golpe seco.
Llegaban refuerzos.
Nadie sabe a ciencia cierta quienes salieron victoriosos de aquella batalla anónima, pero tanto los opresores como los sublevados marcaron con sangre ese día, ya fuera con dicha o con desgracia, en el calendario de sus vidas.

El mapa matemático - #ZendaAventuras


La primera gota de una lluvia inesperada cayó desde el cielo que, paradójicamente, estaba despejado. Una lejana nube debía de ser la culpable de ese envío. Luis ignoró la climatología y volvió su vista de nuevo hacia el mapa. Ese mapa arrugado y envejecido que encontró en el desván al que nunca debió subir. Ya no era un niño, desde luego, pero recordaba la insistencia de sus padres: “nunca hurgues en los trastos de la buhardilla”. La frase que le acompañó toda una infancia.
Pero todo había cambiado.
Sus padres habían muerto, y algo le indicaba que la respuesta podría encontrarla allí, en los trastos de la buhardilla.
Luis tenía ya diecisiete años, en apenas unos meses llegaría a la mayoría de edad, pero hasta entonces, tendría que convivir con su tía Yolanda, que llevaba años sin hablar con ellos. A efectos legales no importaba, y por lo tanto, tenía a una absoluta desconocida campando por su hogar, haciendo, deshaciendo y lanzando miradas codiciosas por cada rincón de la casa. Su tía no era una buena persona. Se lo habían dicho sus padres, y él mismo lo había comprobado en la última semana. Había encontrado una oportunidad de oro para manejar a alguien a su antojo, y no parecía querer desaprovecharla.
Sin embargo, él también decidió transformar su comportamiento, y no iba a dejarse avasallar por la intrusa que había en su casa. No estaba por la labor de escuchar sus impertinencias, y no iba a convertirse en el criado de nadie, como ella pretendía.
Un par de noches atrás, cuando todo era silencio, Luis se escabulló, desplegó la escalera que subía hacia el desván y, sintiendo una punzada en el corazón, comenzó a rebuscar.
Primero lo hizo de manera ordenada, separando los papeles y cachivaches por cajas, pero comenzó a ofuscarse por no hallar nada que le acelerase el corazón, y en unos minutos, todo cuanto había a su alrededor era un revoltijo. El calor de una noche veraniega, junto al nerviosismo de la propia situación, provocaron que varias gotas de sudor descendiesen por el rostro de Luis.
Cuando ya estaba recogiendo, a su manera, la ristra de cuadernos y demás objetos, uno de ellos llamó su atención. Una libreta gruesa, vieja y deteriorada tenía el gusanillo lateral rodeado, en zigzag, por un lazo rojo. Estaba deshilachado en sus extremos, pero a pesar del tiempo transcurrido, llamaba la atención. Abrió el cuaderno y comenzó a pasar las páginas, que carecían de sentido para él. Tan solo eran unas enrevesadas operaciones matemáticas, ejercicios de la infancia de su padre o madre, supuso. Agachó la cabeza, apesadumbrado de nuevo, y sintió cómo una nueva gota de sudor, una lágrima quizás, pues ambas se habían mezclado, caía desde su nariz hasta impactar con un papel que estaba doblado en cuatro. ¿De dónde había salido ese papel? Tenía que haberse caído al abrir el cuaderno, porque anteriormente había recogido todo lo demás.
Con inquietud, abrió el papel, antiguo como todo lo demás, amarillento y con los bordes arrugados. Resultó ser un mapa.

¿Un mapa? ¿Y qué hago yo con esto?

Aunque la respuesta era obvia, Luis tardó un par de minutos en asimilarla.
El mapa era de lo más básico. Unas pocas líneas entrecruzadas y unas escuetas letras que diferenciaban varios de sus bloques. Se preguntó si el cuaderno de operaciones matemáticas tendría algo que ver, o si solamente era un lugar en el que esconder el mapa. Estuvo unos minutos cotejando uno y otro, pasando las páginas, dándole trabajo a su cerebro somnoliento. Nada tenía sentido. ¿O sí?
El mapa estaba formado por cinco bloques nombrados con las vocales: A, E, I, O y U, mientras que el cuaderno tenía otras tantas secciones donde el resultado a obtener eran las mismas vocales. Esas secciones estaban desordenadas. La sección cuya respuesta era A se encontraba en tercer lugar, y fue a buscarla pasando las hojas.
Luis y las matemáticas siempre habían sido enemigos de los más enconados. Esperaba que la solución al mapa no pasase por hallar el resultado a la ecuación, porque de ser así, ya podía acostarse en su cama. Buscó entre letras y números, como si estuviese intentando traducir un manuscrito en sánscrito. Sus padres nunca habían sido eruditos de las matemáticas, no tenían especial importancia para ellos, ni guardaban entre los papeles ningún otro tipo de apunte de estudios. Por lo tanto, las matemáticas no deberían ser la respuesta.
Tardó un mundo en darse cuenta. ¿Cómo no lo había visto? Separando las letras mayúsculas de las minúsculas, compuso una frase. La frase A. Continuó con el resto de letras, hasta obtener cinco oraciones. Las puso en orden, y consiguió lo que necesitaba.
Hacía ya dos horas desde que Luis saliera de su casa. El cielo despejado estaba mudándose, las gotas de esa lluvia inesperada comenzaban a hacerse notar y un viento molesto azotaba a ráfagas en lo alto de la montaña. Una pequeña y antigua casa se presentaba ante sí. Hacia allí le habían guiado el mapa y las ecuaciones, hacia la casa de la que había oído hablar en esporádicas ocasiones a sus padres.
Todavía no sabía qué se iba a encontrar allí, ni si tenía relación con sus muertes. Quizás estuviese desperdiciando unas preciosas horas de sueño, pero era tarde para recular. Se aproximó a la puerta de madera y la tanteó. No estaba cerrada. Era una casa abandonada en apariencia. Avanzó un paso, y comprobó que la completa oscuridad le prometía un destino incierto. Dio otro paso más, atrás quedó el viento y la lluvia creciente, y el silencio se hizo más presente. El crujido de un tablón en el suelo anunció su tercer paso, y Luis enmudeció.

—Tus padres tenían razón —escuchó una voz familiar a su espalda—. No ibas a quedarte quieto.

Luis se giró y observó la silueta de su tía Yolanda, empuñando un cuchillo.
Un cuchillo de su propia cocina que apuntaba hacia él.



sábado, 4 de mayo de 2019

Sorteo De postre, venganza (Twitter)

Publicación exprés para informaros de que estoy sorteando un ejemplar en digital de De postre, venganza. El sistema es una votación sobre el actor que usé de molde para crear el aspecto físico del protagonista, Jared Norwood. De entre los acertantes saldrá el ganador.

Tenéis de tiempo hasta mañana por la tarde. Os dejo el enlace a Twitter con las instrucciones y la encuesta.



¡Suerte!