Siento deciros que este relato no es inédito. No, os lo estoy entregando de segunda mano, porque se publicó en exclusiva para celebrar el aniversario de El libro en el bolsillo, así que he dejado unos días de cortesía, y ahora os lo comparto por aquí. Espero que os guste y que me dejéis una opinión ahí abajo.
Cumpleaños (in)feliz
Lunes, 6 de agosto de 1945

Un par de horas más tarde, el rostro de
Yung reposaba sobre la tarta, totalmente impregnado de esquirlas de bizcocho y
chocolate. El pastel se había echado ineludiblemente a perder, como también la
vida del hombre que había nacido en ese mismo día, veintisiete años atrás. Por
el suelo permanecía, desparramado, el resto de la tarta, así como todo el
mobiliario del local y los regalos inservibles. El resto de compañeros también
había dicho adiós a la vida con la estruendosa detonación. Parecía que el mundo
se hubiese terminado, que el universo entero se hubiese volcado.
Kenji tardó un periodo indeterminado en poder
reaccionar. Tenía parte de un mueble destrozado que oprimía su pecho,
aplastando su cuerpo y obligándole a mantener una posición antinatural. El
cuchillo que estaba predestinado a dividir la tarta en pequeñas porciones le
había atravesado la pierna izquierda. Un hilillo de sangre resbalaba por el
pantalón militar, descendía por el tejido marrón para acabar goteando sobre el
suelo. Kenji no podía dejar de emitir un sollozo lastimero a causa del dolor
desgarrador que sentía, pero aun así, estaba tratando de alzarse. Necesitaba
comprobar si alguien más había sobrevivido.
Con un esfuerzo sobrehumano, y agarrándose de lo que encontró
a su paso, dio varios pasos quejumbrosos hasta que alcanzó el ventanal que
había explosionado. Una gran hilera de cristales amenazantes era todo lo que
quedaba de él. A lo lejos, observó una gigantesca humareda que le decía con
hechos, y no con palabras, que todavía podía sentirse afortunado de no residir
en el centro de la ciudad. Ese día que había amanecido inmejorable para un
festejo excepcional, se había convertido, antes de las nueve de la mañana, en
una pesadilla de la que jamás podría recomponerse.
Miró a su alrededor: además del de Yung, los
cuerpos de Niki y Manzo eran otras pruebas evidentes del horror que allí se
había vivido.
—Y ¿por qué yo sigo vivo?
Contempló el gran cuchillo que permanecía impasible
en su pierna. Por un momento, prestando atención al inmenso dolor de su
corazón, había olvidado ese otro más evidente, el físico. Agarró la empuñadura
de madera y tiró de ella con un gesto rápido, brusco. Apenas pudo contener un
grito suplicante. Con lo que sus ojos habían visto en los últimos minutos había
tenido suficiente. Sintió que sus fuerzas flaqueaban, estaba próximo a desmayarse.
Alzó el brazo derecho y acercó el filo despiadado, frío e implacable a su
cuello. Tenía que hacerlo. Ya no había nada por lo que luchar.
Perdió el conocimiento en un momento
indeterminado, ignorante de si las fuerzas se habían escapado por un desmayo, o
porque finalmente había logrado su propósito. A las 9:13 de la mañana, el telón
de Hiroshima se cerró para él.
Martes, 6 de agosto de 1963
Kenji avanzó raudo, imprimiendo un punto más de
rapidez a la silla a la que llamaba piernas. Adoraba sentir el golpe del viento
en su rostro, ser el primero en alcanzar la meta, la simple sensación de
sentirse vivo. Agradecía, cada día y con cada vuelta que daban las ruedas, el
haber caído desmayado en esa negra jornada vivida dieciocho años atrás. Lo que
presenció en aquel angustioso episodio era historia viva de la humanidad, y le
dolía tanto recordarlo que quiso, desde el momento en que se vio postrado en
aquel camastro de hospital, aprovechar
la segunda oportunidad que la vida le tenía preparada.
Quería hacerle ver al mundo que él no iba a ser
otro veterano de guerra al que compadecer.
Quería demostrar que, aun en la peor de las
situaciones, siempre había una escapatoria, un camino por el que reconducir una
vida hecha pedazos.
Kenji atravesó la línea de meta y sintió cómo la suave
cinta se rompía bajo su pecho.
Había ganado la carrera.
Pero el día
que realmente había ganado fue el día que creyó que su vida debía acabar.