El día estaba mudando en
rarezas. Una jornada que se presentaba como cualquier otra, con un guion
prefijado y sin más sorpresas que un nubarrón que ponía en entredicho el
veredicto meteorológico, había ido plagándose de sutiles detalles extraños que,
aun dejándolos atrás después de unos minutos, quedaban agazapados en un pequeño
rincón de su consciencia, aguardando el momento ideal para unirse al resto de
piezas del rompecabezas.
«Primero fue el gato.»
Lorena vivía en Aínsa,
una pintoresca localidad oscense a la que se había retirado cuando su cabeza no
dio para más. El ajetreo de la ciudad, las idas y venidas, las prisas, el estar
todo el día mirando el reloj. «No era para mí.» Decidió cambiar su vida de
manera radical. Solicitó una excedencia en el hospital y estudió en tiempo
récord aquello que tanto le había llamado la atención desde pequeña. De ser una
médico reputada en su círculo laboral, se marchó al otro lado de la ecuación,
para enfrentarse con los casos infructuosos de su anterior oficio. El caso es
que, desde entonces, la paz interior que emergía desde lo más hondo de su alma
merecía cualquiera de los sacrificios que había hecho.
«Lorena, el gato», se
recordó.
Esa misma mañana, cuando
abandonaba el pueblo, le invadió la congoja al ver el pequeño cuerpo de un gato
tendido, aplastado sobre el asfalto aragonés. Por común que sea, a ella se le
formaba un nudo en el corazón con cada episodio como aquel. Trató de
esquivarlo, pero como se encontraba en el centro de la calzada, lo hizo dejando
que el pequeño animal quedase entre las ruedas del coche. El problema surgió
cuando, a escasos metros de alcanzarlo, el felino abrió los ojos de manera
abrupta, alzando incluso la cabeza. El susto fue tal que Lorena giró el volante
con brusquedad, provocando que los neumáticos chirriasen en su intento de
esquivar al gato.
Detuvo el vehículo unos
metros más adelante, y cuando se apeó del mismo, observó las estelas negruzcas
que las ruedas habían dejado sobre el asfalto. El olor a goma quemada y a
alquitrán recalentado ascendieron hasta adentrarse en sus cavidades olfativas,
y Lorena, con el corazón galopando en el interior de su pecho, avanzó de forma
cautelosa hacia el animal, que permanecía tumbado de espaldas a ella. A medida
que progresaba, distinguió los detalles atigrados en un pelaje envejecido,
ensuciado por la intemperie y la crueldad de no tener un techo bajo el que
dormir. Las manchas rojizas, casi marrones, evidenciaban que, una vez
descartada la muerte, el felino estaba herido de gravedad. Sin embargo, cuando
le rodeó y colocó su mirada frente a la ajena, la vida no formaba parte de
aquel organismo.
«¿Acaba de morir ahora?
¿Lo he matado yo del susto? O ¿acaso me lo estoy imaginando todo?»
Para confirmar sus
sospechas, Lorena zarandeó de forma suave el torso del gato, cuya reacción,
pese a ser esperada, no llegó. Se apreciaban varias heridas en su pequeño
cuerpo, e incluso una de ellas, abierta, mostraba un aspecto ciertamente
sombrío. Su juicio le decía que aquella era la que había propiciado la
defunción.
Confusa, pero sobre todo
abatida, decidió marcharse, dejando en el aire aquel episodio desagradable.
Susurró una dulce despedida hacia el desdichado, y le dedicó una última mirada
cargada de compasión.
Entonces fue cuando abrió los ojos.
Dos esferas perfectas,
circunferencias doradas con sendas rendijas negras, pupilas rasgadas que
clamaban una explicación. Desorientado, el animal había vuelto a la vida, si es
que esta le había abandonado en algún momento. Juzgó a Lorena durante un instante
y se incorporó. Arqueó el cuerpo en señal de defensa, y el bufido agresivo que
le envió sirvió como medio para mostrar su repulsa. El animal terminó huyendo,
despavorido, renqueante a causa de las heridas que mudaban su pelaje.
El resto del trayecto
resultó ciertamente incómodo. La música sonaba, pero las melodías centrifugadas
de Los cuarenta principales le sonaban todavía más artificiales que de
costumbre, y quedaron relegadas a un tercer plano. Masticó los kilómetros con
desidia hacia la primera de sus dos paradas, y le pareció que la escena había
conseguido también apagar los vivos colores de la naturaleza. Las hojas de los
árboles fueron menos verdes; el azul del cielo se desvaneció, y el fulguroso
amarillo del sol que había sustituido las nubes anteriores se mitigó como si se
diluyera en el firmamento. Lorena no conseguía desviar el incidente de su
cabeza, y alcanzó el hospital de Barbastro con el ánimo revuelto.
Se serenó de manera
inconsciente cuando los detalles cotidianos emergieron en el momento de su
acceso al ala donde Jorge permanecía ingresado. El traqueteo de la máquina de
café, el sabor amargo de su espresso,
los saludos anónimos del personal sanitario. Ya se había acostumbrado a las
sonrisas compasivas de los trabajadores, transformando el sentimiento desde una
insistente molestia hacia un lejano agradecimiento. Eran los seres humanos que
velaban por su hermano y, con pena o sin ella, en la dulzura que les dedicaban
no había lugar para la maldad.
Las palabras
amortiguadas y los chirridos plastificados que los zuecos de goma producían en
las baldosas de mármol se desvanecieron cuando Lorena cerró la puerta tras de
sí. El ambiente era gélido, como siempre; el silencio, inquebrantable, como de
costumbre, y se condenó a sí misma al sentir cierta paz en la seguridad de lo
corriente. Sí, su alma se tranquilizó al comprobar que Jorge permanecía
encamado y entubado, con una serena respiración como único signo vital.
Colgó el bolso del
perchero y se arrellanó en el sillón destinado a los acompañantes, que velaba
en permanente contacto con la cama del paciente. Agarró y acarició su mano,
como hacía cada mañana bien temprano. Los quehaceres propios de la vida adulta
imposibilitaban que Lorena le visitase en otro horario, y sonrió de forma
melancólica al cerciorarse de que, nuevamente, el ajetreo de su existencia le
impedía concentrarse en lo que quería. La intensidad de esa opresión había
cedido unos pocos centímetros, y se consoló al decirse que se trataba de algo
temporal.
La danza de los pájaros
sobre el cielo a través del ventanal fue todo cuanto ocurrió en los veinte
minutos que tenía dedicados a Jorge, y lo cierto es que esa quietud consiguió
armonizarla de alguna forma. Se sintió renovada, y con fuerzas suficientes como
para afrontar el resto del día. Contempló el último vuelo de los gorriones,
ajenos a lo que fuera que ocupaba a los humanos, decenas de metros por debajo
de ellos. Dos mundos paralelos, dos ecosistemas que respiraban el mismo aire y
compartían el mismo lugar, pero cada uno con sus propias reglas.
Lorena ocupaba sus
pensamientos en ese tipo de sandeces hasta que observó a un pequeño pájaro que
se distanciaba de su bandada. Viró bruscamente el vuelo y se dirigió hacia la
ventana, retando a su destino y surcando el cielo, encaminando su diminuta
mirada hacia ella, hasta golpear con una violencia grotesca contra el cristal.
El impacto sordo provocó que se irguiese, completamente horrorizada, observando
cómo las plumas se dispersaban al otro lado del vidrio. Sin tiempo para
reponerse, sintió que la presión en la mano de Jorge se incrementaba, primero
un poco, después más, hasta que se vio obligada a soltarle por la amenaza de un
dolor real.
De repente, se dio lugar
a lo último que hubiera esperado que ocurriese en aquella habitación.
Jorge comenzó a
murmurar, en sueños.
—Es [...]dad.
»[...]portunidad.
»Es mi opor[...].
»¡Es mi oportunidad!
Lorena salió corriendo
de la habitación, en busca de una enfermera, un celador, un médico, alguien que
pudiera ayudarla. Lo último que vio fue el torso de Jorge, incorporándose con
un movimiento fatigado. No sabía cuánto de lo que había presenciado pertenecía
a la realidad, cuánto a la ficción, y cuánto a un delirio con el que su propia
imaginación se hubiese burlado de ella. Únicamente sabía que no era capaz de
enfrentarse a ello sin ayuda. A unos pocos metros encontró a la enfermera que
solía atenderla. No recordaba su nombre, aunque sí que era un clásico de la
nomenclatura española: Carmen, María, Laura... Algo así. Lo mismo le daba en
aquel momento. La mujer se encontraba con los antebrazos apoyados en la barra
de recepción de la planta, compartiendo bromas con su compañera del otro lado.
—Perdone... —suplicó con
un hilo de voz, y mayor paciencia de la que requería la situación— ¡Perdone!
—Sí, dime, cielo —respondió
la mujer al comprobar la expresión de Lorena.
—¡Mi hermano! Ha
despertado, está hablando.
—¡Eso es genial! Celia,
avisa al doctor Báguena, que vaya corriendo a la ciento tres.
Carmen, María o Laura
corrió con una agilidad inesperada hacia la habitación de Jorge, y Lorena,
todavía aturdida, la siguió con zancadas aceleradas. Recorrieron los apenas
cuarenta metros que les separaban del paciente, y por el lienzo de su cabeza,
una vez relegado el miedo, se dibujó la posibilidad de que su hermano pudiera
retomar la vida que tuvo, y ella con él. Volver a descubrir aquella sonrisa
tierna que le dedicaba, aquel gesto fraternal que les unía, a pesar de todas
las discusiones propias de su parentesco. El gesto embobado que se debió formar
en su rostro se ensombreció al ver la expresión que le dirigía la enfermera, y
se diluyó por completo cuando esta decidió hablar.
—¿Te parece bonito?
—¿Cómo? —preguntó Lorena
cuando la alcanzó.
—No sé qué gracia le ves
a bromear con este tipo de cosas.
Se asomó a través del
marco de la puerta, y contempló la figura inerte de Jorge, tal y como le había
encontrado a su llegada.
La cama, sin una sola
arruga.
El cristal impoluto, sin
una sola pluma de gorrión.
—Pero... ¡yo lo he
visto! El pájaro... mi hermano...
—Déjalo, niña. Déjalo.
Las lágrimas afloraron
en los ojos de Lorena cuando se quedó a solas en la habitación. Cayó de
rodillas, impotente ante la engañifa a la que sus ojos la habían sometido. La
montaña rusa de emociones a la que se había enfrentado en unas pocas horas
representaba el mayor boicot que su propia mente le podía haber propuesto.
Parecía todo tan real.
Sin siquiera despedirse,
deshizo el camino recorrido para volver a introducir su organismo autómata en
el vehículo. Sus ojos vagaron sin rumbo, abandonados a un limbo de pensamientos
que carecían por completo de sentido. Permaneció unos minutos en el
aparcamiento, aferrando el volante con una fuerza innecesaria. Sopesó la
posibilidad de marcharse a casa, de dar por finalizada una jornada que había alzado
la amargura por bandera.
Denegó, cabeceando hacia
ambos lados. La obligación perseveró, una vez más, y Lorena no se iba a rendir
a la primera de cambio. Esta vez no. Las agujas artificiales de su reloj
digital le indicaron que llegaba tarde, y decenas de personas serían las
perjudicadas por semejante contratiempo. Decidió dejarse de plañidos y viajar
hasta el lugar en el que en realidad se sentía viva.
Aparcó el coche sin
mayores alardes y se internó en las instalaciones. Saludó de manera escueta,
contradiciendo lo habitual, y después de dejar las pertenencias en su taquilla,
accedió a la sala que representaba su segundo hogar desde un año atrás. El
único lugar en el que disfrutaba creando una especie de arte, dando un final
digno a las personas que lo requerían. Desenrolló la funda en la que
permanecían los pinceles y echó un vistazo a la paleta de colores que
aguardaba, paciente, a la oportunidad de crear una nueva vida.
Cuando decidió arrojar
su anterior vida a la basura para afrontar una nueva, muchos la tildaron de
loca. Pero recordaría de por vida la expresión de asombro, con un extra de
decepción, de su madre cuando le dijo que iba a realizar el curso de
tanatoestética.
—¿Vas a pasar de salvar
vidas a pintarle la cara a los muertos? —le reprochó sin un ápice de empatía.
—Esos muertos tienen
familiares que los quieren ver tal y como eran —explicó ella, gastando sus
últimas reservas de paciencia—. Esos muertos se merecen la oportunidad de
despedirse de nosotros con dignidad.
—Si quieres tirar todo
lo que has hecho en casi cuarenta años por la borda, hazlo.
—Gracias por la
comprensión, mamá.
Habían transcurrido
meses sin que Lorena cruzase más de dos frases con su madre. El orgullo de
ambas lo impedía, y solo intercambiaron un par de telefonazos para discutir
acerca de las visitas a Jorge.
Decidió dejar a un lado
a la mujer que la trajo al mundo, y concentrarse en lo que la esperaba. Lo
primero que vio, como con cada caso, fueron los pies descalzos. Le gustaba
imaginarse cómo sería esa persona solo con ver los dedos desnudos desde la
lejanía. Parecían de mujer. Avanzó con celeridad, puesto que contaba con menos
tiempo de habitual, y se sorprendió al observar el rostro del cadáver: era un
perfil muy semejante al suyo.

Mujer, que rondaría la
cuarentena, debía medir alrededor de un metro setenta centímetros, y coqueteaba
con los cincuenta kilos. Su nombre, tal y como había leído en el informe, era
Lidia. Aun con a la defunción, se dijo que era bella, y es que los rasgos
dulces y redondeados permanecían vigentes a pesar de la rigidez cadavérica. No
tendría mucho trabajo con ella, puesto que no se apreciaban marcas que cubrir y
el tono de piel era cercano al habitual. Le inquietó profundamente qué le
habría ocurrido a esa mujer. Contempló su rostro, y en las comisuras de los
ojos parecía intuirse el surco de unas viejas lágrimas. No pudo evitar que los
suyos se humedecieran también. El pelo, con un tinte rubio bien enmascarado, al
igual que el propio, quedaba diseminado alrededor de su cabeza, repartido de
forma equitativa en lo que se asemejaba a un aura angelical. Lorena solía
dedicar unos minutos de observación con cada nuevo caso, en los que trataba de
conocer, más bien fantasear, de forma silenciosa a quien debería entregar sus
cuidados.
Escogió la base más
suave de cuantas tenía a su disposición, y comenzó a rellenar el lienzo que
tenía ante sí. La clave de la tanatoestética reside en transformar la muerte en
vida, en naturalizar el apagado de un cuerpo, en evocar lo que esa persona fue.
Una vez conseguido esto, las pinceladas finales solían correr a cargo de la
familia, dando así el toque personal al difunto.
Lorena se enzarzó en un
ir y venir de correctores, pinceles y polvos. Se concentró de tal manera que el
resto de la sala dejó de existir. Ese instante representaba la calma absoluta
para ella. Le recordaba a los episodios más trascendentales de una operación,
en su anterior vida, solo que en casos como este no cabía la posibilidad de
perder al sujeto. Se sorprendió a sí misma sacando la lengua en un gesto
esforzado, un acto de concentración por encima de lo habitual. Solamente
quedaba la suave sombra de ojos que la madre de la fallecida le había sugerido.
Concluyó con el
izquierdo, pero se detuvo cuando iba a hacer lo propio con el derecho.
El globo ocular se movió
por debajo del párpado.
Lorena abrió la boca,
inmóvil ante lo que acababa de ver.
Lidia, por su parte,
abrió los ojos.
El pincel cayó al suelo,
y el discreto tintineo contra el mármol paso inadvertido para ambas.
Retrocedió, aterrorizada,
y aumentó la velocidad cuando su acompañante alzó la cabeza, incorporándose,
tal y como había hecho Jorge, un par de horas atrás.
Lorena continuó
replegándose sin dar la espalda, a tal velocidad que alcanzó el otro extremo de
la sala. Olvidó el extintor que aguardaba en aquella esquina, y golpeó su
cabeza con él. Cayó al suelo, aturdida, y no pudo hacer nada al ver cómo
aquella mole de metal caía sobre sí, engulléndola en una nube de tormento.
Apenas fue consciente,
sumergida en el océano del desfallecimiento, de que el cadáver se había alzado,
caminando en línea recta hacia ella.
*****
Cuando sus ojos se
abrieron con esfuerzo, Lorena observó una cortina rosácea que cubría su vista.
Trató de moverse, pero le fue imposible. Sus labios se abrieron para articular
una queja, una sutil réplica, y sin embargo, no fue capaz de conseguir que el
sonido abandonase la boca. El dolor de la cabeza se había amortiguado, y era
apenas un recuerdo de lo ocurrido en el pasado.
—Ah, ¡ya estás conmigo!
Se trataba de Lidia. El
cadáver lucía un aspecto espléndido, resplandecía alrededor de la estancia, y
nadie hubiera dicho que unos minutos atrás había yacido sobre el frío metal que
ahora la sostenía a ella.
»Voy a tener el detalle
de contarte lo que ha ocurrido. ¿Quieres? —Trató de asentir aunque, nuevamente,
fue incapaz. Creyó intuir que las lágrimas se asomaban al precipicio de sus
ojos, y recordó cuando había observado esa misma expresión en los de Lidia.— No
te esfuerces, es inútil. Bien, pues nadie lo sabe, pero hay un breve lapso, una
vez cada cierto tiempo, en el que un alma perdida tiene la oportunidad de
volver al circo de la vida. No tiene por qué ser un fallecido, aunque
habitualmente lo es. Se tienen que dar varias circunstancias con las que no te
voy a entretener; lo importante es que todas ellas se cumplido hoy, así que me
he intercambiado por ti. No sabes lo agradecida que te estoy...
Lorena quiso abrir los
ojos, chillar, pedir auxilio. Golpear, matar, lo que fuera necesario con tal de
volver al punto exacto en el que aquella misma mañana había amanecido. No
obstante, observó con impotencia como Lidia hacía su propio trabajo, cubriendo
con una base demasiado oscura su rostro, y sombreando con un tono demasiado
llamativo sus párpados.
Fue entonces cuando
percibió el surco de una lágrima bajo sus ojos.