Mientras mamá preparaba las
maletas, Félix correteaba de un lado para otro, agitado ante el momento que
había ocupado su mente las últimas dos semanas. Él tenía la misión de elegir
qué juguetes iba a llevar en su mochila, y era una tarea de lo más difícil: ya
había guardado en ella sus dos favoritos, el dragón que rugía al apretar un
botón, y el robot cuyos ojos se iluminaban al hacer lo propio. El problema
llegaba justo entonces, cuando el espacio de la mochila menguaba y todavía
faltaba una larga lista de juguetes por ser escogidos.
-¡Félix, nos vamos!
Las prisas atacaron ante el
aviso de mamá, y es que cualquier decisión que tomase le dejaría un sabor agrio
en su paladar. El león siempre sería una gran elección, ya que el rey de la
manada podría causar impresión en el pueblo de sus primos: a la mochila. El futbolista,
una figura del famoso Marcos Estévez, cayó derribado con el movimiento, o quizá
humillado por no haber sido elegido. Ya sólo quedaba espacio para un juguete
más, y una bombilla se iluminó en su cabeza cuando reparó en el coche
deportivo. ¿Cómo había podido olvidarlo? Un verano sin los giros bruscos en su
trayectoria, o sin el potente bramido emulado por su propia voz, no sería un
verano perfecto, como el que Félix planeaba tener. Rio exaltado al pensar en
los gritos de la abuelita Milagros cuando el coche rodase por el sofá de piel
de su salón.
-¡Félix!
-¡Voy, mamá!
Nunca había que esperar hasta la
tercera llamada de mamá. Sellada su decisión, cerró con esfuerzo la cremallera
de su mochila, pues una de las ruedas del coche sobresalía, y la cargó en su
espalda. Bajó las escaleras de dos en dos y encontró a mamá con los brazos en
jarras. Su mirada ceñuda no tardó en convertirse en una amplia sonrisa, que
dejaba claro que, por fortuna, el enfado no era de verdad.
Se sentó de un salto en la silla
de la cocina, y comenzó a llenar su cuenco de cereales. Los masticaba al tiempo
que pensaba en el pueblo: sus primos Noel y Silvia se sorprenderían al ver
cuánto había crecido, ya pasaba de un metro y diez centímetros. Papá decía que
eso era mucho, y que dentro de poco ya sería más alto que mamá. Se reía cada
vez que lo decía, aunque Félix no sabía por qué. Cuando terminó de devorar los
cereales, preguntó:
-¿Nos vamos ya?
-Pregunta a tu padre.
-Voy.
Salió de la cocina y corrió el
pasillo hasta llegar al baño, donde papá se estaba echando colonia.
-¡Vámonos, papá!
-¿Has elegido los juguetes?
-Sí, ya están en la mochila.
-¿Cuáles?
-El dragón, el robot y el coche.
-¿Has dejado fuera a Estévez?
-¡Es que no cabía! ¿No me dejas
llevarlo?
-Ya sabes lo que dijimos: sólo
los que quepan en la mochila.
-Entonces Estévez se queda –dijo
Félix, apenado.
-Bueno, dile a mamá que nos
vamos ya.
De nuevo, volvió a trotar por el
pasillo. Mamá estaba recogiendo los platos del desayuno. Cuando terminó, agarró
la mochila de Félix y la puso en la puerta, junto al resto de maletas. Papá
vino por el pasillo, lo que significaba que el viaje iba a comenzar. Cogieron
las maletas, y Félix hizo lo propio con su mochila. Una vez en el asiento del
coche, mamá le abrochó el cinturón y le dio un beso. En cuanto hubieron
recorrido los primeros kilómetros, los párpados de Félix se cerraron, vencidos
por el sueño.
Despertó con el salto del coche
en un bache, y descubrió que papá le sonreía por el retrovisor.
-¿De qué te ríes? –preguntó Félix,
desconcertado.
-Tu amigo y tú habéis dormido
mucho –contestó, ensanchando su sonrisa.
-¿Qué amigo? –volvió a
preguntar, pero la mirada de su padre le hizo girar la cabeza hacia el asiento.
-¡Estévez! –alargó el brazo y
tomó el muñeco del futbolista- Pero ¡no cabía en la mochila!
-Creo que por esta vez podemos
hacer una excepción –respondió mamá.
-¡Gracias!
Y así, con la figura del juguete
que tenía que quedarse en casa aferrada entre sus dedos, el viaje de Félix
siguió su curso, con la certeza de que, ahora sí, iba a ser un verano
inolvidable.
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