lunes, 31 de octubre de 2016

El reflejo - Miedo #1

La puerta certificó su alivio con un sonido seco al cerrarse. Todo había concluido.
“En realidad –pensó Sara-, solamente acaba de comenzar”.
Sacó el cuchillo del bolsillo, la hoja seguía empapada en sangre. Un atisbo de remordimiento acudió a su mente, pero se excusó a sí misma, porque ella se lo había buscado.
Era la primera vez que le arrebataba la vida a alguien, y la adrenalina se agolpaba en sus sienes, martilleándolas. Sin embargo, una permanente sonrisa vestía su expresión, tras haber culminado la obra que llevaba meses madurando.
Un relámpago iluminó la estancia, imperturbable hasta el momento, y el trueno que le siguió rugió de manera tan estruendosa que sus ojos se abrieron del susto. Guio sus pasos, a oscuras, hacia el cuarto de baño, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra que reinaba en el hogar.
Comenzó a desvestirse, lanzando toda la ropa al suelo. Su nula experiencia en el arte de matar la hizo dudar sobre si lavarla, quemarla, romperla o simplemente tirarla a la basura. Algo le dijo que el fuego era la respuesta adecuada, pero lo primero que necesitaba era darse una buena ducha. Cogió su teléfono y abrió el reproductor de música, pinchó en la canción que tenía en la mente; sí, sin duda era la melodía perfecta. Cuando Freddie Mercury comenzó a cantar, nuestra protagonista entonó con él:

-Mama, just killed a man…

Antes de ser consciente de ello, estaba cantando a pleno pulmón, abrigada en la oscuridad que la noche le brindaba. No quiso encender ninguna lámpara, durante esa velada quería que la intimidad fuera absoluta. Su cuerpo desnudo se movía a uno y otro lado, y su pelo lacio le acariciaba los hombros, mientras ella acompañaba la interpretación del piano. Un relámpago volvió a alumbrar el cuarto de aseo, y la música cesó de repente. El canto desafinado que estaba entonando se mantuvo durante un breve instante en el aire, sorprendido, acongojado.

-Pero, ¿qué…?

Agarró el teléfono, creyendo que quizás la batería había dicho ‘basta’, pero no era el caso. Volvió a pinchar en Bohemian Rhapsody, aunque esta vez dejó que Freddie cantara a solas. Se convenció de que el aparato se había vuelto loco, al fin y al cabo, la tecnología fallaba a todas horas.
Sus ojos apuntaron hacia el espejo; las manchas de barro le adornaban los brazos, la cara y el cuello. “Enterrar a tu mejor amiga es un trabajo de lo más sucio”. Cuando, inconscientemente, volvía a tararear la canción, un nuevo rayo mudó su semblante y dio luz a la estancia. Freddie Mercury volvió a callar, y Sara vio un reflejo en el espejo, tras de sí. Lanzó un grito de terror y dio varios pasos hacia atrás, sin pensar que, en lugar de alejarse de lo que la atemorizaba, estaba acercándose.
Se giró, pero el cuarto de baño estaba a oscuras, y no pudo ver nada. Corrió hacia el interruptor, pero al pulsarlo, la penumbra se mantuvo.
“Contrólate, Sara”, se dijo. “Con la tormenta, se ha ido la luz, y hace tiempo que debería haber cambiado ese estúpido teléfono”.
Salió del aseo y, titubeando, recorrió el largo pasillo que la separaba del cuadro de luces. Accionó el interruptor correspondiente y se hizo la luz en su hogar.

-¿Ves? –se recriminó.

El miedo abandonó su cuerpo, y más tranquila, caminó de vuelta, decidida a meterse en la ducha. El tiempo de cantar había pasado, solamente quería purificarse y quemar la ropa que podía testificar en su contra. La canción de Queen, ignorando sus deseos, volvía a sonar a un volumen ensordecedor, pero cuando pisó el cuarto de baño, la música se detuvo una vez más, y las luces de la casa se volvieron a venir abajo.

-Esto no me gusta.

El enésimo rayo consiguió que un escalofrío recorriese su espalda, y cuando fue a recoger la ropa, decidida a marcharse espantada por el pánico, vio la cara del terror reflejada nuevamente en el espejo. Sara profirió un grito que hizo que las prendas cayesen al suelo, y la puerta se cerró con un golpe seco. Se abalanzó e intentó abrirla, pero tuvo que tirar de ella tres veces para conseguirlo. Horrorizada, corrió hacia la calle sin reparar siquiera en la desnudez que seguía exhibiendo. Nada le importaba, sólo quería huir.
Abrió la puerta y salió al jardín, donde la lobreguez se mantenía intacta. Sus piernas se apresuraron hacia el lugar del crimen, pues tenía que espantar sus temores, tenía que confirmar que el cadáver seguía en su sitio. No podía ser verdad lo que el espejo le había enseñado. Cuando llegó al centro del terreno, un gran agujero fue cuanto encontró. No había cuerpo.

-¿Cómo puede ser? –gritó al cielo, desde cuyo techo caía una lluvia torrencial.
-Sara –susurró una voz a su espalda.

Cuando se giró, no vio a nadie, pero una violenta ráfaga de viento la tumbó en el agujero donde su víctima yacía minutos atrás.

-No, no, ¡no! –gritaba al viento, y sintió cómo el barro trataba de enterrarla.

La tierra comenzó a entrar por su boca, sus ojos, su nariz, mientras ella sollozaba impotente, estéril y aterrada ante la sucesión de incomprensibles acontecimientos.
Un segundo antes de perder el conocimiento, tan sólo el instante previo a dejar de respirar, supo que, a pesar de todo, el destino le entregaba la cosecha de lo que había sembrado.