jueves, 25 de abril de 2019

Tierra verde


Erik
Los relámpagos comenzaban a difuminarse a su espalda, y el sonido de los truenos era cada vez más vago, tanto que el último ya no se había dejado escuchar. El cielo estaba totalmente ocupado todavía por unos nubarrones tan oscuros como amenazadores. Levantó su mirada imperceptiblemente para certificar que la tormenta había pasado. A su lado, uno de los marinos temblaba todavía, y oteaba el entramado borrascoso con expresión de recelo.
Con el paso de las olas, el mar se calmaba, el viento remitía, y el horizonte comenzaba a esclarecerse, quién sabe si por las nubes que continuaban marchándose o porque la noche, guerrera como él, estaba por fin entregando el testigo a un nuevo día. Poco a poco, Erik comenzó a distinguir a lo lejos, en los confines de lo que su vista alcanzaba, algo que podía ser tierra firme. Según sus cálculos, y conforme a lo que le habían asegurado, así debía ser. La luminosidad iba en aumento y él cambió el peso de uno a otro pie, inquieto. En cualquier caso, no tanto como para separar las manos, que permanecían entrelazadas a su espalda, guardando una pose que infundiera valor a sus acompañantes.
En efecto, a unos cientos de metros avistó tierras desconocidas, esas tierras que ya se había intentado alcanzar años atrás, pero nadie había dado con ellas. Llevaban semanas de navegación, y lo que había comenzado como una huida, se fue transformando en una misión con cada nuevo amanecer. La tierra firme que a Erik le había sido prometida se mostraba solitaria, oscura y solo perturbada por un oleaje protestón pero inofensivo. Ni un alma campaba por ella para recibir a la primera exploración vikinga que se adentraba en ese sombrío paraje.
Erik decidió seguir bordeando la costa, rumbo al Oeste, en busca del lugar apropiado. No tenía prisa por poner los pies sobre tierra firme, no ahora que había encontrado un lugar que era para él. Era preciso identificar el sitio idóneo para clavar su bandera y diseminar a su gente. Varios ya se habían congregado a su alrededor, expectantes como él ante el lugar que se les había prometido.
Todavía tardaron unas horas en decidir dónde encallar la embarcación. La costa giraba siempre a la derecha, hacia el norte, disfrazada con terrenos mitad tierra, mitad nieve. No era lo que Erik buscaba. Sin embargo, cuando el desánimo comenzaba a acudir a él, cuando el fuego de un gran descubrimiento empezó a apagarse, vislumbró unas tierras algo más escondidas, un serpenteo en el que las aguas jugaban a esconder los montículos terrosos que la naturaleza había formado. Unos metros más allá, la orilla ascendía tímida, dando paso a unos pastos verdes que prometían un buen lugar donde adentrarse, un prometedor paraje donde los suyos pudieran crecer. Miró a Leif, a su lado, con un yelmo que le quedaba grande, pero que no conseguía ocultar el brillo de unos ojos empoderados y ansiosos ante lo que acababan de descubrir.
Fue así como, contemplando un neblinoso amanecer en tierras desconocidas, observando un ejército de pastos tan verdes como la esperanza que al fin sentía, decidió que ese lugar tan esquivo como incierto obtendría el nombre de Groenlandia.
Los primeros días sirvieron para que Erik y los suyos se aclimatasen. No encontraron habitantes que los importunasen, por lo visto Groenlandia era un lugar tan pacífico en aspecto como en ocupación. El clima era frío, pero no tanto como podía esperarse en una ubicación tan inhóspita y norteña como esa. Había aprendido que la niebla era una norma, y la lluvia se ocupaba de no ser olvidada presentándose cada poco tiempo, de manera intermitente.
Erik Thorvaldsson, apodado El Rojo, su familia y los pocos que habían tenido las agallas suficientes para seguirle, estaban situados en los recovecos que los fiordos groenlandeses les proporcionaban para resguardarse de las ráfagas de viento que tenían por costumbre azotar. En pocos días, habían construido varias cabañas improvisadas con la madera que habían podido recolectar de los alrededores. Tuvieron que alejarse varios kilómetros para obtenerla, pero después de una semana de esfuerzo y trabajo repartido entre la totalidad del grupo, se podía decir que estaban acomodados de manera decente.
Acompañados de lluvia, niebla y viento, y con la distracción esporádica del Sol o la nieve, pasaron las semanas y los meses. Erik fue dejando atrás una vida de sangre y violencia, y el exilio forzoso al que estaba sometido se transformó, por momentos, en unas vacaciones en tierras lejanas y pacíficas. La pesca y la caza les dieron el sustento que necesitaban para salir adelante, y el marfil arrebatado a las morsas fue el principal recurso que hallaron. Todos sabían que en Europa era muy apreciado, y cuando concluyesen las vacaciones obligatorias podrían comerciar con ello.
Erik disfrutó de su familia como no lo había hecho antes. Especialmente con Leif, quien ya quería ser un hombre; pronto marcharía por su cuenta, labrándose su propio camino. El muchacho cazaba, tallaba marfil y trabajaba como el mejor de sus hombres, y se apreciaba en él la expresión decidida de quien estaba hecho para liderar.
Cada vez eran más esporádicas las ocasiones en que las pesadillas por sus pecados acudían a él. Había sido exiliado de Islandia por varios asesinatos, y no podía decir que no fuera merecedor de dicho castigo, o de alguno peor. En frío, con cientos de kilómetros de distancia y meses de reposo, Erik no reconocía al hombre despiadado que había perpetrado esos crímenes. No obstante, no se engañaba en absoluto y sabía que, en las condiciones requeridas, se volvería a transformar en él. Solamente trataba de infundir a sus hijos la dureza necesaria para hacer cuanto fuera necesario para proteger a los suyos, sin la necesidad de cometer las calamidades que él sí había perpetrado.
Los meses se transformaron en años, y sus hijos superaron etapas. La pequeña Freydís convirtió la orilla del mar en su mejor amiga, correteaba esquivando las olas y tratando de cazar pececillos despistados con sus propias manos. Nunca lo conseguía.
Dicen que el tiempo, cuanto más se disfruta, más veloz transcurre, y Erik pudo comprobarlo en sus propios huesos. Su exilio era de tres años, y cuando quiso darse cuenta, se encontraba en el barco de camino a Islandia,  lugar del que nunca quiso partir, y al que ahora se resistía a volver.

Leif
Leif ajustó el yelmo a su cabeza. Todavía quedaba ligeramente holgado, pero la mata de pelo que la vestía ayudaba, en parte, a que no desentonase del todo. El muchacho de doce años que había puesto rumbo a Groenlandia tres inviernos atrás había agrandado su cuerpo en ese período de tiempo. La cabeza no tanto, y por ello era que el yelmo todavía no le encajaba bien, pero él sabía que ese era su yelmo. Desde que su padre lo llevase a casa como premio tras una dura jornada, cinco años atrás, Leif exigió que ese premio fuera suyo.
Golpeado, esmaltado y, en parte, oxidado, pero con una marca de sangre que servía de testigo de lo ocurrido. Un joven Leif de diez años quedó impresionado por ese rastro, todavía pegajoso, y quiso que el yelmo ocupase su cabeza en adelante.
De vuelta al presente, la embarcación que les devolvía a Islandia contaba con solamente cinco personas: Erik, sus dos mejores hombres, el propio Leif y su hermana pequeña, Freydís. El por qué llevar a la niña de cinco años con ellos era un misterio para él. Quizás su padre se estaba ablandando, como decían en Groenlandia. A él se le había asignado la tarea de cuidar de ella, que podía parecer fácil, pero Freydís no era como cualquier otra niña.
El viento enfurecido hacía que las velas del barco restallasen, y Leif trataba de mantenerse en pie con ambas manos entrelazadas a su espalda, tal y como hacía su padre. Todos le veían como el hijo que cogería las riendas cuando las fuerzas de Erik el Rojo flaqueasen, y él se sentía más que dispuesto para cuando llegase ese momento. Un cielo tan despejado como desconocido era el Sol les brindaba una mañana espléndida para el retorno al país que los expulsó varios años atrás. Su padre les había hablado acerca del rencor: no lo quería con ellos, quería que comenzasen de cero, y quería captar al mayor número de gente posible para que les acompañase de vuelta a Groenlandia. Quería formar una familia mayor, quería que sus tierras verdes pertenecieran, por completo, a su gente.
Las costas de una Islandia preciosa se acercaron a una velocidad tediosa. Las aves revoloteaban sobre el mar, trazando unos surcos tan impredecibles como el futuro más próximo de los tripulantes del navío. Una vez en el destino, una pequeña multitud se había congregado al reconocer la embarcación de Erik el Rojo. Lo amarraron y desembarcaron ante una creciente expectación. Los niños tiraban de la mano de sus ascendientes, y se formó un círculo que rodeaba a los navegantes. El último en bajar fue su padre, quien lanzó un gran saco de tela al suelo, haciendo retroceder a su público. A causa del empuje, el saco se abrió y se desperdigaron decenas de colmillos de marfil.

—¡Amigos! —Vociferó Erik, extendiendo ambos brazos hacia el cielo— Estoy encantado de estar de vuelta con vosotros. Han sido tres años largos y difíciles —mintió al tiempo que agarraba a su hijo por el hombro—, pero al fin hemos podido regresar. En este viaje, mi familia y yo hemos encontrado un lugar maravilloso donde vivir, donde ver cómo los nuestros crecen, un nuevo lugar que conquistar. Apenas está habitado, y como podéis ver —indicó con su dedo hacia el saco— hay recursos más que valiosos para enriquecernos.
—Y si todo es tan perfecto —exclamó una voz lejana—, ¿por qué has vuelto?
—Buena pregunta, sí señor —Erik entrelazó ambas manos a su espalda y comenzó a caminar en torno al público—. El lugar del que venimos es grande, inmenso. Desproporcionado, diría, y solamente somos quince personas las que lo poblamos. He venido a por vosotros, he venido a que me acompañéis en esta nueva aventura. Islandia ya es nuestra, ahora tenemos que expandirnos más. ¿Qué me decís?

Un niño de no más de ocho años se adelantó y agarró uno de los colmillos del suelo. Lo giró en su mano, y el Sol lo hizo centellear. Aunque se hubiera tratado de excrementos, con ese Sol que tanto se agradecía en Islandia, cualquier cosa hubiera parecido valiosa, pero en este caso, además, lo era. Nadie pensó en los cientos de morsas que habían visto cómo partes de su cuerpo les eran arrancadas, sino que cada una de las personas allí presentes observaban los colmillos recordando lo valioso que era el marfil.
El niño, sucio y descuidado, debía ser de origen humilde, y Leif observó la tentación en sus ojos. La golosa tentación de salir corriendo con el colmillo. Estaba pensando en adelantarse a él y atraparlo, cuando vio una pequeña figura que le robaba la idea y se anticipaba. Freydís salió corriendo con una velocidad sorprendente y se abalanzó sobre el niño que ya estaba tratando de confundirse entre el gentío. Era varios años mayor que ella, y una cabeza más alto, pero esto no fue impedimento para que la niña le arrebatase el colmillo y le golpease en la cabeza con él. La escena concluyó con el chaval frotándose el cráneo y el corro de gente riendo y aplaudiendo.

—Como podéis ver —intervino Erik el Rojo de nuevo, a pleno pulmón—, en Groenlandia también se puede aprender a ser valiente, como mi pequeña Freydís.
—Así que Groenlandia, ¿eh?

Erik alzó el colmillo que su hija le había entregado, y la multitud congregada vitoreó al vikingo que había vuelto del exilio.

Freydís
Si había algo que había quedado patente con la ya no tan pequeña Freydís, era que no le faltaba carácter. La más joven de los hijos de Erik el Rojo siempre había trazado su propio camino, siempre había marchado por su cuenta, y jamás había necesitado de sus hermanos para hacerse notar. El episodio en el puerto de Islandia, diez años atrás, había supuesto el primero de los síntomas, pero muchos más iban a llegar para dejar claro el talante de la joven. Con seis años seccionaba los colmillos de las morsas, y con solo ocho, ya se encargaba de quitarles la vida y hacer el resto del trabajo.
A diferencia de su padre, el temperamento de Freydís iba en aumento, y en más de una ocasión se le había apreciado una crueldad de la que carecían alguno de sus hermanos. Nadie la veía como la sucesora de Erik, quizás fuera por tratarse de una bastarda, quizás por ser una mujer, pero a ella no le importaba. La ambición que atesoraba no remitía en su aumento y estaba dispuesta a cualquier cosa por obtener su porción de gloria.
Su cabello rubio se movía de adelante a atrás, en movimientos repetitivos, mientras ella se esforzaba por arrancar un colmillo de la morsa que había fallecido unos minutos atrás. La joven tenía la tez sonrosada por el esfuerzo, y la lluvia que permanecía todo el día acompañándola parecía estar dándole un pequeño respiro.

—Mañana partiremos —escuchó a Leif, unos metros atrás— hacia Vinland. Está todo preparado.
—Ten en cuenta —apuntó Erik, cogiéndole del hombro— que solo es una pequeña incursión, no necesito que ataques ni te apoderes de nada. Observa lo que hay y tráeme la información.
—Sí, padre  —respondió un Leif resignado.

Freydís rio para sus adentros. Por más señales que le dieran, su padre seguía insistiendo en que Leif fuera el gran conquistador, el que continuase su legado. No importaba que ella fuese quien más méritos hiciese, quien más duro trabajase o quien más ambición demostrase, porque Leif siempre era el elegido para todos los viajes. Quizás algún día su hermano tuviera éxito, al fin y al cabo era un hombre curtido y muy bien acompañado, pero ella se sentía desaprovechada, le daba la sensación de estar perdiendo su plenitud entre colmillos de morsa. Por otra parte se alegraba, porque nunca acataría un viaje de observación. Freydís no sería jamás una espía, Freydís sería una colonizadora.
Su hermano se fue, y ella tan solo pudo resoplar mientras observaba su embarcación alejarse. Disfrutaron de un clima idóneo, y es que para eso también había tenido suerte. “En fin, que siga siendo así y que le traigas mucha información”, pensó Freydís para sus adentros, mientras se daba la vuelta malhumorada.
Pasaron los meses y Leif volvió. Vinland se presentaba como una tierra próspera, rica en recursos, con un clima ligeramente mejor que el del Groenlandia y sin aparentes dificultades para su ocupación. Las misiones se sucedieron, y Leif continuó labrándose un porvenir bajo el cobijo de Erik. Pero ese cobijo dejó de cobijar, y Erik el Rojo, el famoso vikingo que había descubierto Groenlandia, murió poco tiempo después. La familia se sumió en una etapa de indecisión, y cada rama del árbol que su padre había plantado comenzó a crecer en su propia dirección. Los viajes a Vinland continuaron, y todos sus hermanos criaron fama y halagos en cada uno de ellos. La idea de seguir su camino y superarles crecía con el paso de los años, hasta que se topó con dos mercaderes que compartían sus mismos intereses.

—Llevaremos la misma cantidad de hombres —propuso Helgi.
—Ni uno más, ni uno menos —coincidió Finnbogi— ¿Lo tenemos claro?

Ambos desconfiaban entre sí, el uno del otro, y utilizaban a Freydís como intermediaria. El pacto consistía en viajar hasta Vinland con tres tropas, de los dos mercaderes y de la propia Freydís, obtener el máximo botín que pudieran y separarlo en tres partes. La teoría fue fantástica, pero en la práctica no ocurrió de esa manera.
El aire provocaba que el cabello de Freydís la vikinga, hija de Erik el Rojo, surcase el viento en dirección a Groenlandia, su punto de partida. La joven guerrera se sentía incómoda con la vestimenta marcial que la engalanaba, pero era necesaria, más que para la acción, para impregnar de su valor a los hombres que la habían querido acompañar. Los treinta que había acordado con los mercaderes, y los cuarenta que permanecían agazapados en los recovecos y escondrijos de la nave. Freydís sonrió. Ellos serían su llave hacia la fama y la gloria.


Notas*En función de la saga consultada (Saga de los Groenlandeses o Saga de Erik el Rojo), Freydís Eiríksdóttir aparece como hija legítima o bastarda de Erik. Son dos versiones que se contradicen, pero yo he elegido a la hija bastarda, porque le da un punto más de sentido al carácter arrebatador de la famosa guerrera.*La mayoría de lo relacionado con el número de personas que aparece en el relato (en las expediciones o los viajes) es totalmente estimatorio y corre de mi cuenta. La información sobre lo que cuento no abunda, y lo que concierne a los números he tenido que ajustarlo en función a lo consultado en otros viajes del mismo tipo.*Aunque los hechos troncales del relato son verídicos (descubrimiento de Groenlandia por parte de Erik, primer viaje de Leif a Vinland o la expedición de Freydís) hay alguna de las escenas que es de mi invención.

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