El último abrazo - #UnMarDeHistorias
Bajó
la vista a cámara lenta, suspirando de manera indistinguible. Cerró unos
párpados desazonados, suplicantes de un descanso que tardaría en serles
proporcionado. Sus hombros descendieron, rendidos ante la debacle anímica que
les avasallaba. Las fuerzas y el aliento de Miriam se estaban marchando como
quien abandonaba una sala de cine cuya película le había decepcionado.
Se
había visto obligada a soportar una maratoniana jornada repleta de emociones
nauseabundas. Dos madrugadas atrás se certificó la muerte de su madre, y la
maquiavélica casualidad había querido que Miriam no estuviera presente. De las
veinticuatro horas del día, ella la había acompañado en unas veinte de
media. Solamente la dejaba un rato para tomar el
aire y asearse en el pequeño piso que ambas compartieran durante meses. Y ahora, después de dos semanas compartiendo el techo de un hospital con la mujer que la
había traído al mundo, y cuando las palabras de los doctores parecían más
alentadoras, la muerte de su madre había caído como un jarro de agua helada
sobre su cuerpo. Se sentía más débil que en cualquier recuerdo que acudiese a su cabeza,
totalmente desprotegida ante la marcha de la única persona que, en todo
momento, había velado por ella.
El
día que Miriam hubiera querido para sí misma, para hacer un exhaustivo repaso
de las vivencias que madre e hija compartieron, se convirtió en un
día de visitas indeseables y falsas cortesías. Personas que apenas conocía,
algunas que no recordaba, y la persona a la que prefería olvidar. Él.
En la jornada de velatorio, el hombre al que años atrás llamó padre
tuvo la indecencia de personarse en el tanatorio. Ante la iracunda respuesta de
Miriam, él se limitó a esbozar una sonrisa torcida. No se parecía a una burla,
aunque ella la vio como tal.
-Tu
madre estaría orgullosa de ti.
-¡No
te atrevas a mencionarla! –bramó entre sollozos estremecedores.
Una
pizca de vergüenza debió acertar en su orgullo, puesto que el hombre indeseable
se marchó con el rabo entre las piernas. La triste victoria no le otorgó a
Miriam ningún dulzor en el paladar, sino que el recuerdo de su figura en el
umbral de la sala consiguió agriarle todavía más un plato ya de por sí amargo.
Tras
unos cuantos besos forzados y apretones de mano insulsos, Miriam vio cómo las
visitas abandonaban la estancia, una a una, dejando a madre e hija en su única
compañía, como ambas deseaban.
Transcurrió una noche en la que las lágrimas surcaron el aire hasta estrellarse contra el
frío mármol, y en las que cualquiera hubiera dicho que la adolescente había
encontrado, en la muerte de su madre, la locura que muchos le achacaban.
Solamente ella sería capaz de decir qué conversaciones se mantuvieron en
aquella solitaria sala, y a buen seguro que Miriam guardaría esos momentos con
el mayor de los recelos.
Cuando
las ojeras se hicieron más evidentes y la luz de un nuevo día trató de aportar
alegría en su organismo, ella rechazó cualquier atisbo de distracción y se
predispuso para el último paso. La chica de la funeraria se dirigió a ella con
voz melosa, como si de una niña de cinco años se tratase. Le explicó el
procedimiento de incineración, y le preguntó si esperaba que asistiese alguien
más. La rotunda negación de Miriam pareció sorprenderla, pero la empleada no
tardó en vestir su semblante con la postiza amabilidad que había perdido unos
segundos atrás.
Las
intrincadas figuras que las baldosas dibujaban en el suelo fueron lo único que
Miriam se atrevió a observar en el periodo en que su madre fue
incinerada. No se le pasó por la cabeza levantar una pizca la mirada, puesto
que no quería que la imagen de su madre descansando fuera sustituida por
ninguna otra. Después de un tiempo indeterminado, la misma chica que la había visitado
antes regresó con una sencilla urna entre sus manos.
-¿Esto
es… ella? –preguntó escéptica.
-Por
supuesto.
Miriam
no sabía qué pensar. No sabía por qué su corazón se había vaciado de repente.
Quizá esperaba que, milagrosamente, su madre volviese a la vida con la
incineración. O tal vez, simplemente, no estaba preparada para asumir semejante
pérdida.
Y
sin embargo, después de tantas emociones despreciables y con su cuerpo
arrastrándose en busca del descanso, la joven alcanzó la playa en una furiosa
tarde previa al otoño. Las olas irrumpían en la orilla con la violencia que
Miriam sentía en su interior. El fuego que había consumido el cuerpo de su
madre era el que habitaba en la boca de su estómago, y haciendo alarde de un
último esfuerzo estoico, alargó el brazo y vertió el contenido de la urna sobre la arena
húmeda de la orilla. Cuerpo y tierra se entremezclaron, ayudados de esas olas
que bramaban igual que ella, que escupían y maldecían al cielo, igual que ella,
y que fueron perdiendo fuerza a medida que los minutos avanzaban. Igual que
ella.
Madre,
hija y mar se fundieron en un último y eterno abrazo que nadie sería capaz de
olvidar.
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