jueves, 26 de mayo de 2016

Amanacer #2

Su respiración se hacía más y más entrecortada a medida que transcurrían los minutos. Quién sabe si trataba de aferrarse a la vida en última instancia, o si tal vez estuviera sufriendo alguna pesadilla. Mi mano sostenía la suya, la acariciaba, mostrando en todo momento un apoyo que jamás le brindé como debía.
Tras casi dos décadas de separación, hacía tan sólo un año que mi padre y yo nos habíamos otorgado el mutuo perdón, sin nada que reprochar. Fue un trato injusto, lo sé. Yo no tenía nada que perdonar, y a él le faltaban dedos en ambas manos para enumerar los engaños y traiciones a las que le había sometido. Finalmente, resultó ser verdad que un padre es capaz de perdonar todo a su hijo, y afortunadamente para mí, estábamos viviendo una nueva etapa, un nuevo amanecer para nuestra relación, en el que habíamos dejado todo atrás.
Sin embargo, la alegría había durado poco, y a la edad de ochenta y dos años, Francis se encontraba exhalando sus últimas bocanadas en la situación más usual, pero menos agradable; postrado en la cama de un hospital.
El intermitente sonido de la máquina que le mantenía con vida llenaba un espacio que nos recordaba que el fin estaba cerca, que nuestro tiempo en compañía se estaba agotando. Mi padre se removía, inquieto. Nunca había sido capaz de permanecer diez minutos inactivo, y era un hábito que no iba a cambiar ahora.
Alternaba momentos lúcidos con otros de alucinaciones. En algunos gritaba mi nombre, sumido todavía en la época de discusiones y desavenencias; en otros momentos imploraba a mi madre que no le abandonase; de vez en cuando apretaba con renovado ímpetu mi mano. En ningún instante descansaba, pese a los tranquilizantes suministrados por el personal médico, y ya fuera de manera consciente o en sueños, su ceño fruncido pugnaba por solventar sus problemas. Un fiel reflejo de lo que había sido su vida.
Por mi parte, los remordimientos por mis pecados de juventud volvían a visitarme después de meses de tregua. Dos habían sido los mayores desaires perpetrados hacia mis progenitores, y ambos los cometí al mismo tiempo. Rondando la treintena, me presenté en el hogar de mi infancia, el cual no había pisado en muchos años, no pidiendo, sino exigiendo, una suma de dinero que necesitaba para pagar mis deudas. Mis padres no se negaron, simplemente quisieron conocer la historia que me había llevado a tal situación. Con el dinero en la mano, les dije que no tenían por qué saber nada, y que no tardaría en devolverles el dinero.
Tardé. Vaya si tardé. De hecho, todavía no he saldado esa deuda, algo que esperaba poder hacer en un par de meses más. Sólo un par de meses más…

-Sergio… -se escuchó en un hilo de voz.
-Sí, papá.
-No tienes porqué llorar –hablaba con los ojos cerrados, pero parecía consciente, sereno.
-De acuerdo –me enjugué las lágrimas y lo miré con atención-. ¿Cómo te encuentras?
-Bueno, he estado mejor –rio-, pero al menos estás aquí.
-Tarde, como siempre. Debí haber vuelto hace años.
-Para mí es suficiente –acompañó su consuelo con un aumento de la presión de su mano-. Quiero decirte una cosa.
-Te escucho.
-No quiero que te atormentes por lo que ocurriera en el pasado. Para mí, lo más importante es que hayas vuelto conmigo. Este último año me ha llenado de felicidad.
-Gracias, papá –asentí-. Lo intentaré.

El silencio imperó durante unos segundos en la estancia. Sólo esa máquina perturbaba el momento. De nuevo la máquina.
Mi padre rompió el silencio al fin.

-Hijo, quiero pedirte un último favor.
-Lo que sea –afirmé.
-¿Seguro?
-Por supuesto.
-Desenchufa la máquina –susurró.
-¿Qué? –yo, sin embargo, grité.
-Me he cansado de estar aquí, inútil, sin nada que hacer –sentenció mi padre-. ¿Cuánto tiempo más tengo que estar postrado, siendo un mueble?
Francis miraba a ambos lados, temeroso de que alguien hubiese escuchado mi grito.
-No digas eso –le dije-. Te mereces cada segundo de vida que puedas aguantar.
-Pero no quiero aguantar más. Quiero irme, buscar a tu madre. Seré más feliz, te lo aseguro.
-No me hagas esto, papá. Es un delito, no puedo hacerlo.
-Tienes razón. En ese caso –cambió de estrategia-, acércame el cable y vete. Ve a tomar un café, media hora, y estarás absuelto de toda culpa.

No podía ser verdad lo que me estaba pidiendo. Mi padre siempre había sido un hombre fuerte, luchador, y había dado la cara ante todo. No podía ser que esa persona quisiera desprenderse de su vida de esa manera. Pensé también que había un punto de egoísmo en su petición. Ahora que yo había reconducido mi vida, él me empujaba a delinquir, a asesinar, después de lo que me había costado no cruzar la línea de lo ilegal. Pero ¿quién, si no él, iba a tener derecho a pedirme tal cosa?
Me levanté con lentitud. Vi un halo de ilusión aflorar a sus ojos. Di la vuelta a la cama, y miré el cable. Era inquietante que, con un mínimo gesto, pudiera arrebatar la vida a una persona. Miré a mi padre, y él me devolvía la mirada, suplicante. Besé su frente y cerré los ojos, mientras una solitaria lágrima volvía a corretear por mi mejilla. Unos segundos después, abandoné la habitación.

-¡Sergio! –escuchaba a mi espalda- ¡Vuelve! ¡El cable!

Me acerqué a la enfermera, y le comuniqué las intenciones de mi padre; ella corrió hacia su habitación y le suministró una nueva dosis del calmante que, con esfuerzo, conseguía apaciguarlo.
Continué mi camino, y pese a haber hecho lo correcto, sentí cómo mi padre, en lo más profundo de su pensamiento, volvía a considerarme un traidor.



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