Su respiración se hacía más y más entrecortada a
medida que transcurrían los minutos. Quién sabe si trataba de aferrarse a la
vida en última instancia, o si tal vez estuviera sufriendo alguna pesadilla. Mi
mano sostenía la suya, la acariciaba, mostrando en todo momento un apoyo que
jamás le brindé como debía.
Tras casi dos décadas de separación, hacía tan sólo
un año que mi padre y yo nos habíamos otorgado el mutuo perdón, sin nada que
reprochar. Fue un trato injusto, lo sé. Yo no tenía nada que perdonar, y a él
le faltaban dedos en ambas manos para enumerar los engaños y traiciones a las
que le había sometido. Finalmente, resultó ser verdad que un padre es capaz de
perdonar todo a su hijo, y afortunadamente para mí, estábamos viviendo una
nueva etapa, un nuevo amanecer para nuestra relación, en el que habíamos dejado
todo atrás.
Sin embargo, la alegría había durado poco, y a la edad de ochenta
y dos años, Francis se encontraba exhalando sus últimas bocanadas en la
situación más usual, pero menos agradable; postrado en la cama de un hospital.
El intermitente sonido de la máquina que le
mantenía con vida llenaba un espacio que nos recordaba que el fin estaba cerca,
que nuestro tiempo en compañía se estaba agotando. Mi padre se removía,
inquieto. Nunca había sido capaz de permanecer diez minutos inactivo, y era un
hábito que no iba a cambiar ahora.
Alternaba momentos lúcidos con otros de
alucinaciones. En algunos gritaba mi nombre, sumido todavía en la época de
discusiones y desavenencias; en otros momentos imploraba a mi madre que no le
abandonase; de vez en cuando apretaba con renovado ímpetu mi mano. En ningún instante
descansaba, pese a los tranquilizantes suministrados por el personal médico, y
ya fuera de manera consciente o en sueños, su ceño fruncido pugnaba por
solventar sus problemas. Un fiel reflejo de lo que había sido su vida.
Por mi parte, los remordimientos por mis pecados de
juventud volvían a visitarme después de meses de tregua. Dos habían sido los
mayores desaires perpetrados hacia mis progenitores, y ambos los cometí al
mismo tiempo. Rondando la treintena, me presenté en el hogar de mi infancia, el
cual no había pisado en muchos años, no pidiendo, sino exigiendo, una suma de
dinero que necesitaba para pagar mis deudas. Mis padres no se negaron, simplemente
quisieron conocer la historia que me había llevado a tal situación. Con el
dinero en la mano, les dije que no tenían por qué saber nada, y que no tardaría
en devolverles el dinero.
Tardé. Vaya si tardé. De hecho, todavía no he saldado esa deuda, algo que esperaba poder hacer en un par de meses más. Sólo un par de
meses más…
-Sergio… -se escuchó en un hilo de voz.
-Sí, papá.
-No tienes porqué llorar –hablaba con los ojos
cerrados, pero parecía consciente, sereno.
-De acuerdo –me enjugué las lágrimas y lo miré con
atención-. ¿Cómo te encuentras?
-Bueno, he estado mejor –rio-, pero al menos estás
aquí.
-Tarde, como siempre. Debí haber vuelto hace años.
-Para mí es suficiente –acompañó su consuelo con un
aumento de la presión de su mano-. Quiero decirte una cosa.
-Te escucho.
-No quiero que te atormentes por lo que ocurriera
en el pasado. Para mí, lo más importante es que hayas vuelto conmigo. Este
último año me ha llenado de felicidad.
-Gracias, papá –asentí-. Lo intentaré.
El silencio imperó durante unos segundos en la
estancia. Sólo esa máquina perturbaba el momento. De nuevo la máquina.
Mi padre rompió el silencio al fin.
-Hijo, quiero pedirte un último favor.
-Lo que sea –afirmé.
-¿Seguro?
-Por supuesto.
-Desenchufa la máquina –susurró.
-¿Qué? –yo, sin embargo, grité.
-Me he cansado de estar aquí, inútil, sin nada que
hacer –sentenció mi padre-. ¿Cuánto tiempo más tengo que estar postrado, siendo un mueble?
Francis miraba a ambos lados, temeroso de que
alguien hubiese escuchado mi grito.
-No digas eso –le dije-. Te mereces cada segundo de
vida que puedas aguantar.
-Pero no quiero aguantar más. Quiero irme, buscar a
tu madre. Seré más feliz, te lo aseguro.
-No me hagas esto, papá. Es un delito, no puedo
hacerlo.
-Tienes razón. En ese caso –cambió de estrategia-,
acércame el cable y vete. Ve a tomar un café, media hora, y estarás absuelto de
toda culpa.
No podía ser verdad lo que me estaba pidiendo. Mi padre siempre había sido un hombre fuerte, luchador, y había dado la cara
ante todo. No podía ser que esa persona quisiera desprenderse de su vida de esa
manera. Pensé también que había un punto de egoísmo en su petición. Ahora que
yo había reconducido mi vida, él me empujaba a delinquir, a asesinar, después
de lo que me había costado no cruzar la línea de lo ilegal. Pero ¿quién, si no
él, iba a tener derecho a pedirme tal cosa?
Me levanté con lentitud. Vi un halo de ilusión
aflorar a sus ojos. Di la vuelta a la cama, y miré el cable. Era inquietante
que, con un mínimo gesto, pudiera arrebatar la vida a una persona. Miré a mi
padre, y él me devolvía la mirada, suplicante. Besé su frente y cerré los ojos,
mientras una solitaria lágrima volvía a corretear por mi mejilla. Unos segundos
después, abandoné la habitación.
-¡Sergio! –escuchaba a mi espalda- ¡Vuelve! ¡El
cable!
Me acerqué a la enfermera, y le comuniqué las
intenciones de mi padre; ella corrió hacia su habitación y le suministró una
nueva dosis del calmante que, con esfuerzo, conseguía apaciguarlo.
Continué mi camino, y pese a haber hecho lo correcto,
sentí cómo mi padre, en lo más profundo de su pensamiento, volvía a
considerarme un traidor.
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